Cuando a las diez de la noche, las nueve hora española, llegamos a Ammán, nos citamos a cenar al cabo de tres semanas, el sábado 21 de mayo, en Damasco a donde él tenía que ir de todos modos, en el restaurante Sahara cuyo nombre y dirección anotó en árabe en mi agenda para que yo pudiera mostrárselo al taxista.
– Sin embargo -añadió-, todos lo conocen. Es el restaurante de la oligarquía y de los burócratas.
– Y ¿qué haremos nosotros allí?
– le pregunté.
– Has dicho que quieres verlo todo, ¿no es así?
– Así es.
Nos despedimos en Ammán y cuando se fue por la salida de control de pasaportes y recogida de equipajes aún me dijo adiós con la mano tras el cristal, y yo, que estaba en tránsito y tenía ante mí una hora más de viaje, subí la escalera que llevaba al piso superior para recoger la tarjeta de embarque del vuelo Ammán – Damasco. Embarcamos con tal rapidez que apenas tuve tiempo de comprender por qué ese aeropuerto parecía tan irreal.
Sólo cuando dos meses más tarde, ya de vuelta a España, tuve que permanecer en él más de una hora junto con millares de blancos peregrinos que volvían de La Meca y se dirigían a sus respectivos países, me di cuenta de que la opaca luz casi cenital que permanecía etérea en mi memoria, se debía a unos neones semiescondidos en los paneles del techo que se habían encendido porque había caído la noche en el Levante, y no, como yo había creído entonces abrumada por el cansancio y cierta inquietud, a que la neblina o la arena del desierto se hubieran filtrado por las rendijas de las puertas y ventanas dejando el vestíbulo borroso como una quimera.
La llegada.
Al salir del avión en Damasco, en ese anónimo espacio de paso donde se conectan mecánicamente los pasillos, me detuvo mi propio nombre escrito en una pancarta de cartón que sostenía en la mano un hombre vestido con un traje oscuro, y junto a él otro de pelo blanco y gafas con montura de oro intentaba adivinar qué cara tendría ese nombre.
– Soy yo -dije acercándome.
Nasser Kadur, uno de mis tres contactos previos, era amigo de un amigo del marido de una amiga. Nos habíamos cruzado diversos fax y me había insinuado que quizá fuera a esperarme. Era un alto ejecutivo, no había más que verle, y también vivía en Ammán, Jordania, y aunque me había dicho que iba a menudo a Damasco, no imaginé que estuviera en el aeropuerto.
A partir de ese momento apenas guardo más que vagas imágenes de mi llegada. Sé que le entregué mi pasaporte y el billete como quien entrega sus credenciales y él los entregó a su vez al chófer que desapareció mezclado con los pasajeros. Nosotros entramos en una gran sala con un único, inmenso cuadro, la fotografía del presidente Hafez al Assad colgando del techo, y una apretada hilera de sillones a lo largo de las cuatro paredes. La luz era tenue y yo tenía, siempre tengo en los aeropuertos, la sensación de que sigo llevando gafas de sol. Al poco nos sirvieron té azucarado con hojas de menta que bebimos mientras Nasser Kadur me contaba el programa que había preparado para el día siguiente. Era un hombre cordial y simpático, nada impresionado por el hecho de que no nos conociéramos y que pretendía que yo le explicara entonces en qué iba a consistir mi trabajo en Siria. Pero apenas me daba tiempo a responder, subyugado él mismo por una nueva pregunta que anteponía a las anteriores. Al poco apareció el chófer con mis maletas. Me dio el pasaporte y me mostró un papel impreso y sellado que, dijo en un inglés muy correcto, no debía perder por nada del mundo ya que sin él no se me permitiría abandonar el país. Creo que en aquel momento no le di al papel blanco de entrada la importancia que tenía y aunque lo volví a guardar cuidadosamente con el pasaporte, me olvidé de él.
El aeropuerto está al borde del desierto, pero a menos de un kilómetro enfilamos una carretera oscura y entramos en una zona de frondosos árboles (el Guta, el oasis de Damasco, supe más tarde)
y seguimos en línea recta durante unos treinta kilómetros. Cuando aparecieron las primeras luces y atravesamos la ciudad casi vacía, eran las dos de la madrugada. Pasamos ante un edificio cubierto con carteles del presidente Hafez al Assad -la antigua estación de donde partían los trenes que iban a La Meca, me dijo Nasser- y llegamos al Cham Palace Hotel donde yo tenía reservada una habitación para un mes. Mientras rellenaba los impresos, sin darme cuenta apenas de dónde estaba, Nasser me dijo que al día siguiente, a las nueve de la mañana, vendría Fathi, el chófer, a buscarme para iniciar las entrevistas que había preparado con los ministros y directores generales.
– ¿Ministros? ¿Por qué ministros?
– Tenemos que ver al director general de Información. Es un requisito que han de cumplir todos los periodistas y escritores que vienen a Siria. Iremos también a Turismo y a Cultura, a Exteriores…
Estaba demasiado cansada para indagar.
– Buenas noches -dijo Nasser-, descansa. -Y se alejó a paso rápido, con la misma energía con que había aparecido y esa prisa nunca acelerada que caracteriza a los ejecutivos poderosos y ocupados.
Iba a entrar en el ascensor cuando me cerró el paso un caballero corpulento, vestido con un impecable blazer azul marino, camisa azul celeste y un pañuelo de seda con borrosos arabescos. Tenía esa tez morena que los elegantes lucen en pleno invierno y cierto parecido con don Juan de Borbón, aunque más joven.
– Soy Gil Armenguè, embajador de España en Siria -me dijo.
Mi segundo contacto había venido a darme la bienvenida y a invitarme a cenar al día siguiente en su residencia.
Bien, me dije, mientras subía a mi habitación, derrengada por el viaje y sin otro deseo que dormir, ya tengo trabajo para mañana.
Mi única preocupación cuando desde España imaginaba por dónde comenzaría a conocer el país, había sido qué iba a hacer el primer día: llego por la noche, me decía, duermo, me levanto por la mañana y deshago las maletas. Y luego ¿qué?
¿A dónde voy? ¿Por dónde empiezo?
Pues bien, ya está salvado ese temido primer día, pensé un instante antes de caer dormida sobre los mullidos colchones de la cama del Cham Palace. El Cham, el antiguo nombre de Damasco, la capital de la Gran Siria que durante milenios abarcó un vasto territorio que se extendía desde el sur de la actual Turquía hasta el Mar Rojo y desde el Mediterráneo hasta el Éufrates en el noreste o las fronteras con el Iraq y las estepas de Arabia en el sureste. Todo lo que hoy llamamos el Líbano, Palestina, Jordania y Siria. Cham, que significa “un pedazo de tierra en el ‘firdaus’”, en el paraíso.
Mi casa.
Me desperté muy pronto y corrí a la ventana. Diez pisos más abajo y opaca por el cristal ahumado, la calle bullía de animación. Los coches y las gentes se entorpecían unos a otros tratando cada uno de avanzar, pero en silencio. En un tenue y lejano sonido de fondo descubrí las bocinas apagadas, en sordina, intenté abrir la ventana sin lograrlo, y esa primera visión sin color y sin sonido de Damasco, la ciudad con la que había soñado durante días y noches, me dejó indiferente. Mi habitación, además, tenía ese punto de frescor artificial que parece mantenernos en formol.
En la mesita de noche, como un presagio, una premonición o quizá una advertencia, descubrí la figurilla en metal dorado de los tres monos: uno se tapaba los oídos, el segundo la boca, el tercero los ojos.
No sé qué voy a escribir sin poder ver, ni oír, ni hablar, y un tanto desconcertada bajé a desayunar.
El vestíbulo, los salones y el comedor estaban llenos de público.
Pero poco había que ver. Los ricos del mundo son tan iguales entre sí como los productos de las tiendas de los aeropuertos: hablan el mismo inglés gangoso y estridente, tienen el mismo aire luminoso como si se acabaran de estrenar y se visten de la misma manera: iguales camisetas Benetton y los mismos zapatos Reebok, los chicos; blusas de seda caquí -estamos cerca del desierto- y exagerados pendientes las mujeres, y los caballeros, sean americanos, pakistaníes o colombianos, jóvenes lobos de los negocios o experimentados y sagaces financieros, el mismo corte de traje, el mismo reloj Ebel con pulsera de oro, el mismo perfume a medio camino entre el aroma del tabaco y el jabón de afeitar. ¿Serán los pobres y los humillados los únicos capaces de defender el carácter de sus pueblos? Quizá lo demás a fin de cuentas no sea más que política y folclore. Y mi primer café tenía el sabor amargo, no del cardamomo del café árabe que tanto había de beber después, sino de la inquietud y el desaliento.
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