Entonces, justo entonces, como si esos dioses en los que Gabriel Ortueño Gil no cree existieran realmente y hubieran decidido gastarle la peor y más temida broma macabra, se abre la puerta y cruza el umbral una mujer joven que sostiene contra su regazo al bebé lloriqueante, aunque por fortuna algo más tranquilo que un momento atrás. Se azora la muchacha cuando todas las cabezas giran hacia ella y, con el rostro asfixiado de rubor, musita una excusa en voz tan baja que sólo las espectadoras más próximas a ella la oyen decir que se dispone a bajar al pueblo.
– Ah, Leonor… -la pianista, dando un respiro al teclado, toma las riendas de la situación-. Estamos con nuestro poeta invitado, ya lo ves… ¿Te apetece unirte a nosotras o…? -y son esos puntos suspendidos en el aire una orden más o menos amable para que entre o se vaya, pero no interrumpa por más tiempo el acto.
Entendiéndolo así, y sin ánimos para rechistar frente a la autoritaria dama, la muchacha llamada Leonor, más ruborizada si cabe, da un paso atrás y tira de la manilla para cerrar la puerta de nuevo. Y es entonces cuando eleva la vista y la posa un instante sobre los ojos de Gabriel Ortueño Gil.
Es el fin, el principio.
Los dos se miran, los dos se ven… Gabriel, por pura intuición, cree identificar en la joven lo que más teme y lo que más anhela: una mujer que sea capaz de escucharle y entender su desdicha. Y por ello le paraliza el miedo. Traga saliva, arrastra los dedos por la mesa en busca de la jarra de agua sin dejar de mirar a Leonor. Un rubor intenso incendia la cara de la tímida muchacha, que permanece quieta con la mano libre sobre el pomo de la puerta, ajena a los carraspeos impacientes que la pianista lanza en dirección a ella, y por ese simple sofoco facial se permite Gabriel elucubrar que Leonor también está sintiendo por él algo parecido a lo más temido y lo más anhelado: ¿qué será en su caso? El horror de Cuba desmoronó muchos de los pilares del hombre que antes de vivir aquello era Gabriel, pero no llegó a arrebatarle la capacidad de interpretar los rostros, y en ese instante cortísimo e infinito cree entender que esa mujer hermosa y tierna, que sostiene con amor al bebé ya plácidamente adormilado, vive injustamente arrasada por la infelicidad y la pena, y necesita un abrazo de amor sincero, protector e interminable. En los viejos tiempos ya olvidados, él, nada más terminar el recital, se las habría ingeniado para ofrecerle a solas ese abrazo, como tantas veces hizo con otras, pero lo que ahora le arrebata y conmueve es otra convicción: la revelación, nunca sentida antes con mujer alguna, de que esta desconocida sabría escucharle, entenderle. Y por tanto, podría ayudarle y darle una esperanza de salvación.
Leonor comienza a cerrar la puerta despacio, muy despacio, como si no quisiera molestar a sus conocidas con el levísimo chirrido de los goznes, pero también como si buscara disfrutar durante otra décima de segundo de esos ojos verdes que el narrador de historias de amor, febril de pronto en su respiración agitada, clava suplicante sobre ella. La puerta se angosta más y más, terrible milímetro a terrible milímetro, pero Gabriel siente que las miradas de ambos están unidas para siempre, y nada las podrá ya separar. ¿Sentirá ella lo mismo? ¿Lo estará sintiendo en este instante?
Se cierra al fin la rendija, y el poeta debe apoyarse sobre la mesa para no desfallecer. Su mano reanuda el movimiento hacia la jarra de agua y se apaña entre temblores para llenar un vaso que, aunque no tiene sed, apura de un trago: ese instante le permite, recurriendo a toda su experiencia y sangre fría, fingir que ha logrado recomponerse. Más o menos dueño otra vez de sí, sonríe a su audiencia antes de repetir, a modo de recordatorio, sus últimas palabras:
– Todo el amor y toda la muerte… Una odisea cuyo final todavía no se ha producido, aunque podría muy bien estar acechándome en este instante, mientras os hablo…
Y, para reavivar la atmósfera romántica, gira de nuevo la vista hacia el gran ventanal.
Entonces un carruaje negro tirado por robustos corceles atraviesa el jardín camino de la reja de entrada. La propia velocidad lo sacude a un lado y a otro como si buscara volcar en cada giro de las ruedas. El mayoral sobre el pescante, de negro y embozado el rostro, espolea a los caballos con el látigo y las bestias, por el dolor o la cólera, parecen adquirir alas. ¿Y en el interior de esa diligencia infernal, se horroriza Gabriel, viajan el ángel femenino y su bebé? ¿Qué odioso demonio los ha secuestrado?
El poeta, sin respuesta posible, vuelve la vista hacia el mar y respira hondo, retornando desde el deslumbramiento hacia su lúgubre realidad… Ahí mismo, a los pies del acantilado, la gran superficie azul luce serena e inmaculadamente lisa, pero el poeta sabe que la maldición que vive bajo esas aguas, la vengativa muchacha transparente, se revuelve ya por la intromisión de Leonor en la vida de Gabriel.
La mujer yace boca arriba en la playa, sobre la frontera de espuma en ebullición que se arrastra impetuosa entre el mar y la orilla.
Permanece inmóvil, indiferente al frío oleaje que una y otra vez se lanza contra su carne, muslos arriba, y golpea su sexo como un tenaz amante líquido, fogoso a pesar de carecer de corporeidad. Parece desnuda, aunque la distancia impide precisarlo, y sin duda no es una bañista melancólica a solas con sus reflexiones: los brazos retorcidos parecen los miembros quebrados de una marioneta abandonada, y en la esencia de su dejadez podría estar reflejándose la muerte.
¿Y si no está muerta?
Bastian desvía un instante la vista del cuerpo tumbado a lo lejos y, temeroso como siempre de los espías que jamás han llegado a mostrarse, mira a un lado y a otro hasta comprobar que se halla solo al borde de la línea abrupta que corta el acantilado sobre la playa desierta. Solos él y el lejano cuerpo desnudo de la orilla.
¿Y si fuera el fantasma de Vera? Vera viva en el otro lado de la muerte, emboscada en el cuerpo de esta mujer que podría estar desnuda y podría estar muerta, la repetición en clave necrológica del juego que improvisó estando viva cuando, cuatro años atrás, envió al móvil de un Sebastián Díaz incapaz todavía de imaginar que enseguida se obcecaría en morir y renacer en otro, aquel sms que desafió a su pudor de joven educado en colegio de curas: «Estoy en la playa, tumbada en la orilla. El sol me recorre. Las olas me entran en el coño. Acabo de mearme y casi me corro al hacerlo. Ahora voy a masturbarme. Date prisa o te lo perderás». El parpadeo en la pantalla del teléfono fue un anzuelo invisible que atravesó el aire hasta el salón donde se encontraba Sebastián, se le clavó en el sexo y tiró de él forzándolo a salir del caserón, atravesar el jardín, correr hacia el mismo punto del borde del acantilado desde el que ahora observa Bastian el cuerpo lejano de otra mujer para, desde allí, avistar sobre la playa desierta el cuerpo dorado de Vera, con el sol entero reflejado en cada poro de la piel. Bajó atropelladamente, como vuelve a hacer en este instante, aunque el hilo que lo arrastre no sea como entonces el deseo primitivo y voraz, sino la incertidumbre por saber si, como parece por cuarta vez o quinta vez desde que ha llegado a Padrós, lo imposible puede en este lugar llegar a ser posible, palpable y auténtico, y esa mujer desnuda que parece muerta es de alguna manera Vera retornada de la muerte. Por mucho tiempo que haya fluido, él sigue corriendo de mujer muerta a mujer muerta, de la muerta del presente, que podría no estar muerta, a la muerta del pasado, que tras la ciega que vio en el restaurante también podría no estar muerta. Al fin y al cabo, nunca vio muerta a Vera. Sólo supe que lo estabas. Sólo creí que lo estabas.
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