Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Clara se aferró al sobre, portándolo encima día y noche sin decidirse a abrirlo. Hacía ya días que, voluntariamente a solas, había desperdigado las cenizas por la colina cercana a la casa de la sierra de Madrid. Para ella, la carta contenía la última esencia de Eloy vivo, y temía que apenas la abriese el vestigio se evaporase al contacto con el aire, como un instante de felicidad que al consumirse transita del presente al pasado y del pasado al olvido. Por eso, el sobre cerrado fue templo, cámara acorazada y temblor de posible milagro durante unos días que alargó cuanto pudo. También contenía un enigma que no habría ido más allá de lo casi infantil si no llega a concederle trascendencia la mismísima muerte: ¿por qué Eloy, tan aficionado al móvil y a las tecnologías modernas, tan habilidoso redactando sms y manejando su BlackBerry, quiso usar lápiz y papel para escribirle, y se tomó la molestia luego de comprar un sobre, sellarlo y echarlo al correo? Ella conocía el motivo de su viaje, y quiso suponer que tal vez no había pretendido otra cosa que dar relieve y solemnidad a ese instante especialísimo de su vida haciendo algo que nunca antes había hecho: relajarse frente al mar como seguramente solía hacer a menudo Gabriel Ortueño Gil, el poeta asesino al que Eloy seguía la pista cuando la muerte lo sorprendió, y redactar en esa paz la carta para ella, que la muerte convertiría en única y última.

Una noche la abrió por fin, incapaz de resistir por más tiempo la tentación de devorar el aliento de él que pudiera contener, y leyó las primeras líneas, escritas también insólitamente a mano.

Salgo en coche mañana por la mañana, muy pronto. Tengo que estar en Madrid por la tarde. Por eso me apetece escribirte con calma, sobre la arena de la playa, frente al mar maldito, eso dicen, de este acantilado donde ha pasado todo. Quiero que luego releamos juntos la carta en el jardín, que me escuches con toda tu atención cuando me detenga en cada palabra y te cuente los detalles de cómo ha sido cada paso. ¡Qué excitación! ¡Por fin voy a tener el libro en las manos! Para seguir escribiendo, hago como el personaje de aquel poema de Ortueño Gil… Busco las palabras en este horizonte azul que tengo delante. O mejor aún, pienso en las palabras de aquella escritora que te gustaba tanto, la que contaba lo de absorber la luz. La frase me emocionó cuando la dijiste, pero ahora soy incapaz de recordarla. Te propongo un trato, o un juego, como quieras llamarlo. Cuando vayamos a leer juntos esta carta, me repites la frase antes. ¿De acuerdo?

«Sí, Eloy, de acuerdo», había respondido ella iniciando sin percatarse un diálogo con el texto, con toda la respiración concentrada inútilmente en contener las lágrimas arrancadas por las palabras manuscritas, por la idea de pronto insoportable de que esas letras irregulares las había trazado, aunque fuera en las inmediaciones de la propia muerte, la mano todavía viva de Eloy. Y aunque se sentía arrastrada por la impaciencia por saber más, interrumpió en ese punto la lectura y decidió trasladarse hasta el lugar donde él había escrito la carta para concluirla allí, y llorar a gusto sobre sus palabras últimas.

Por eso es aquí, por fin aquí, donde carraspea para aclararse la garganta, consciente de que le asalta cierto pudor cuando recita en voz muy baja, conmovida, sólo para ellos dos, para ella y para lo que reste de él, la frase que una vez, mucho tiempo atrás, escribió Simone Weil sin imaginar que en la lejanía de un futuro difuso una mujer quebrada la recitaría para un muerto ante el mar solitario bajo la lluvia, aun a sabiendas de que quienes perdieron la vida no pueden retornar por la magia de palabra alguna que pueda ser pronunciada sobre la tierra.

– El único pecado consiste en la incapacidad de absorber la luz -dice Clara, y aunque no cree en oraciones de ningún tipo se regala el instante de una duda, una pausa de silencio a la que finalmente, antes de que la disuelvan el crepitar de la lluvia o el rumor breve del oleaje, prefiere poner ella misma conclusión regresando a la carta.

El horizonte era azul mientras Eloy escribía, así lo dejó escrito, y es gris ahora, cuando, desnuda sobre la playa, relee ella hasta donde interrumpió la lectura. Antes de continuar, mira a su alrededor: todo es aire gris, todo es arena silenciosamente empapada por la llovizna que presagia tormenta. ¿Se sentaría aquí mismo Eloy para escribir, o sería unos metros más allá? ¿Junto a la escalera de la roca o con las piernas colgando desde lo alto de la pared de piedra? No, en la carta se describe instalado sobre la arena, como ella ahora… El paralelismo le estremece la piel.

… El mar de este acantilado vive un maldición de amor, no puede haber otra explicación. Me obligué a comenzar a creerlo… y acabé por lograrlo. Ahora lo creo, ahora sé que es verdad. Pero ¿es que acaso no tuve las pruebas delante de mis propios ojos?

Clara desea fervientemente que resulte más fácil dejarse influir aquí, en el corazón palpitante del supuesto prodigio, que en la seguridad rutinaria de la casa en Madrid. Desea que le resulte posible llegar a creer. Lo necesita. Si logra creer, se repite, tal vez encuentre el mensaje que Eloy podría haberle mandado desde el otro lado de la muerte. Y si no logra creer…

Si no logro creer, avanzaré mar adentro. Hasta que la corriente me arrastre. Hasta que no haya posible retorno.

3

El bar Pedrín ha sido desde siempre uno de esos lugares que parecen a salvo del tiempo que todo lo pudre, y el propio Pedrín, al que Bastian observa faenar tras la barra limpiando vasos bajo el chorro del grifo, resulta idéntico al Pedrín que hace cuatro años otro Bastian, un Bastian que entonces aún no se llamaba Bastian ni era Bastian, un Bastian que todavía se llamaba y era Sebastián Díaz, observaba faenar tras la barra limpiando vasos bajo el chorro del grifo.

Ha llegado hasta aquí sin darse cuenta de que también era el destino del renqueante Julián, quien después de que Pedrín le sirviera un caldo caliente y un vino tinto ha ido a instalarse en una de las mesas del fondo del local, casi a oscuras, como si la luz del día tuviera ojos para verle y pudiera mofarse de su vejez o descubrir los desgarros secretos que tallaron su rostro de piedra entristecida. Bastian, con el codo derecho apoyado sobre el ángulo recto de madera de la barra en forma de ele, lo observa sin haber pedido aún su consumición. Sus ojos husmean por cada rincón, en cada detalle, ávidos de reconocer y recordar ese espacio geográfico que fue habitual en su pasado, y trascendental porque en él conoció a Vera. Grande y desangelado, el local languidece mortecino por la luz sin vida de la mañana lluviosa, que lo invade con desgana a través de los ventanales de la fachada, en la calle principal de Padrós. No hay clientes en la sala colmada de mesas con tableros cuarteados que imitan al mármol, sólo algunos parroquianos junto al palo largo de la ele de la barra, todos con un vaso de vino en la mano y una conversación vacua en los labios. Junto a la cafetera, un transistor viejo, que se diría robado de algún museo, emite noticias sobre las fiestas patronales y publicidad de algún restaurante cercano;

luego suena una canción de Jennifer Lopez que un tal Mario dedica a Jennifer Cifuentes, «su tocaya», en el día de su decimosexto cumpleaños. Jennifer Cifuentes, calcula Bastian, debía de tener doce años el día que Vera murió. ¿Se enteraría del tiroteo? ¿Qué le explicarían sus padres sobre el estallido de sangre y muerte que vino a desgarrar su paz de adolescente? ¿Y qué recordará o querrá recordar Julián de todo ello?

– ¿Me pone un café solo, por favor? -Bastian habla por fin en dirección a Pedrín. Procura aparentar indiferencia, pero en realidad es un momento importante. Bastian no ha camuflado su voz, ni piensa tampoco bajar los ojos cuando Pedrín le traiga el café. Si el camarero lo reconoce, actuará de una manera; si no lo reconoce, de otra.

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