Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Se apea y cierra el coche. Acaba de apoyar el pie sobre las calles de Padrós, e intenta, como si fuera un juego, ubicar con exactitud cuándo pisó estas piedras por última vez. Sí, tuvo que ser en la mañana del domingo siguiente al viernes mortal, cuando tras dos días en estado de ansiedad extrema esperando noticias de Vera que nunca llegaron, sonó en la casa el disparo preciso, uno solo, que lo aterrorizó, lanzándolo a su fuga interminable. De un salto abandonó el sofá donde permanecía hundido a merced de negros pensamientos y sin mirar atrás subió a su coche de entonces, acomodó a los pies del asiento del conductor la bolsa con el botín, seis millones largos de euros en efectivo que abultaban poco y pesaban menos, y condujo hacia el pueblo tratando de mantener la calma, repitiéndose en voz baja, como una cinta sin fin, que todavía era, y por tanto podía parecer, un apacible vecino camino de la panadería un domingo por la mañana. El eco del disparo revivía una y otra vez en su cabeza, instándole a huir. Ya en la plaza, y antes de enfilar la carretera de Madrid, se apeó y corrió hacia el quiosco de prensa aprovechando un semáforo para comprar el periódico y buscar entre los resultados del fútbol y la actualidad política alguna referencia a la muerte de Amir o Amin acontecida en ese mismo lugar dos días antes. Pero no la encontró. Sí, ésa fue la última vez que pisó Padrós. Luego inició la fuga, en compañía del regalo del diablo: todo el botín para él debido a la muerte de Vera, la verdadera ladrona. Seis millones de euros con pasado de sangre y futuro de muerte, el número de la bestia reducido de tríada a individualidad: la de su desvalida persona.

Suspira antes de tirar tras Julián calle arriba. No es el frío otoñal ni el viento inhóspito cargado de lluvia lo que le obliga a alzar el cuello de la gabardina y encoger los hombros, sino los recuerdos, que parecen caer sobre él como dardos líquidos desprendidos acusadoramente desde las nubes. Sigue deseando a la mujer que murió cuatro años atrás, no tiene otro remedio que admitirlo.

Si no, ¿por qué estoy aquí?

Todo es nada, todo es a lo sumo tiempo que fluye. Y en trazos rojos al pie de las once palabras, como un relámpago de sangre congelado en el cielo del espacio geográfico que llamamos pasado, la firma de quien escribió la sentencia.

Vera.

2

El mar de este acantilado vive una maldición de amor … Clara rememora estas palabras desde el corazón de su alma derramada. Su cuerpo, exhausto por el insomnio del dolor, se asoma resuelto al borde de la pared de roca. La caída traería sin duda la liberación, el alivio de la muerte.

Bajo ella yace la cala estrecha y alargada entre paredes de piedra, como el fondo de un desfiladero que estuviera vivo y dotado de astucia, porque queda oculto bajo las aguas en cada subida de la marea. El paisaje es como lo describió Eloy por teléfono. Fue la última vez que hablaron, aunque por supuesto no pudieran sospecharlo en ese diálogo cotidiano de apenas cinco minutos. ¿Qué le dirías a la persona más importante de tu vida si tuvieras cinco minutos de reloj antes de que desapareciera para siempre?

La cala de arena amarillenta salpicada de piedras negras está desierta, sin otros intrusos que ella misma. El mar, ese mar supuestamente maldito de amor, es del color de la lluvia que le empapa la cara y la ropa. Se estremece, puede ser de frío o por las sacudidas de la emoción, pero también por los nervios. Se estremece porque está viva. Ella, lamentablemente, sí.

El mar de este acantilado vive una maldición de amor…, repite aún más despacio dentro de su cabeza. Y, porque tiene una trascendental tarea que cumplir, renuncia a la insistente tentación del abismo. Da un paso atrás, y luego otro y otro. Retrocede hasta hallarse ante los peldaños tallados en piedra que descienden hacia la playa. Descalza, pisa el primero de ellos. Son dieciséis en total, burdos y desiguales como mordiscos de gigante en la roca. Los cuenta mientras desciende. Han debido de servir para bajar hasta la arena durante años, puede que siglos. Todas las víctimas de esa supuesta maldición de amor del acantilado, quiere suponer, debieron de recurrir a ellos para descender hacia su destino. También Eloy.

Posa el pie sobre la playa y se detiene intentando percibir en la planta desnuda el vestigio de las huellas que apenas unos días atrás imprimió Eloy muy cerca, tal vez a centímetros, tal vez milímetros, de donde ahora pisa ella. Pero sólo siente un frescor suave e inhóspito. Avanza hacia el mar sorteando las piedras enterradas en la playa. ¿Qué profundidad tendrá el agua? Si el titán que construyó la escalera a dentelladas soplara con todas sus fuerzas y arrojara hacia el interior la arena de la playa entera, desbaratada en incontables millones de granos, tal vez ella se hallara posada de repente, como un pájaro sin alas, sobre una cima de piedra a cuyos pies, muy abajo, se viera penar a las víctimas de la maldición. Pero nada se mueve. Las piedras yacen inofensivas, calladas ante el paso de los siglos. No son negras como le pareció desde la altura, sino pardas, o verdosas, o grisáceas, y sus irregulares superficies cubiertas de musgo se ven salpicadas por conchitas de distintas formas y matices de color, todas igualmente mudas y pacientes. Al mirar la línea del horizonte, es consciente de que ansia un imposible: desea, más aún que seguir viviendo, que sea cierta la maldición de amor de este acantilado. Ése es su objetivo, y ciertamente le va la vida en él.

Otro estremecimiento. Éste no de frío o emoción, sino de inquietud. Adelante, ha llegado el momento.

Inspira, espira. Inspira, espira. Inspira y tras espirar otra vez se atreve a decir, por fin, en voz alta:

– El mar de este acantilado vive una maldición de amor.

Su voz, un temblor acobardado ante la muerte, es capaz, sin embargo, de transformar el silencio en un vértigo que le acaricia el vientre con delicadeza de amante intuitivo. Una presencia viva, al acecho, parece revolverse y rodearla, lista para atacar. Y las palabras lanzadas al aire logran, por su simple sonido real, hacer todavía más inverosímil lo inverosímil: que el mar, este mar, el mar de este acantilado salvaje, puede estar verdaderamente maldito.

No se deja vencer, y saca del bolsillo del pantalón un sobre abierto doblado en dos con la carta de Eloy dentro: su posesión más preciada, el objeto más importante de su vida.

El tacto del papel arrugado le da fuerza para desnudarse y lanzar la ropa lo más lejos que puede. Luego se despoja de los pendientes, del collar de bisutería y de los anillos, del reloj. Los arroja lejos, muy lejos, cuanto más lejos, mejor. Lejos todo cuanto no sea su desnudez purificadora y todo cuanto no sea la carta de él: ése era el trato consigo misma, el motivo de venir a Padrós.

Cuando va a mojar los pies un impulso repentino la hace retroceder, asustarse de repente por el brío espumeante de las olas. ¿Y si la maldición fuese cierta, aunque sea imposible? ¿Y si es cierta y arrastró a Eloy? Al saltar hacia atrás ha debido de parecer una niña asustada, piensa. Pero sólo soy una mujer asustada. Se fuerza a perderle el respeto a su propio miedo. En realidad es fácil de vencer, basta cumplir la promesa que se hizo antes de venir: leer por primera vez la carta de Eloy en el mismo lugar donde él la escribió. Otro paso hacia delante, éste resuelto y animoso, sin posible vuelta atrás.

Entra en contacto con el agua, aguarda con el corazón latiendo en el pecho. No está tan fría como cabría imaginar en este desapacible día, incluso la siente tibia. ¿Será el primer síntoma del maleficio?

Intenta creer en su existencia real desde que recibió la carta. Y por supuesto, no lo ha conseguido a pesar de sus esfuerzos, a pesar de que este trozo de papel traía consigo el regalo extraordinario de devolverle con vida a Eloy, el lapso de una ilusión imposible que durará lo que tarde ella en leerlo. Por los laberintos del azar o del servicio de correos el sobre llegó días después de que él se hubiese matado con el coche, justamente cuando regresaba de este acantilado que sólo por ello no precisaría de sortilegio alguno para que ella lo considerara por siempre maldito. El cartero se lo entregó jovial, medio ausente, apartando de su oreja el auricular en miniatura del iPod que le asomaba del bolsillo mientras bromeaba sobre las vueltas que había dado la dichosa carta.

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