Antes del mediodía llamaron a la puerta. ¡Pam, pam, pam! Un cuarto golpe. Era Rodríguez. ¡Válgame Dios! Mateo le esperaba con impaciencia.
– ¿Qué hay, qué hay?
Rodríguez no podía estar mucho rato.
– Volveré mañana. He de ir a ver a Marta. Dame el uniforme.
– Pero ¿qué pasa?
– Nada. Todo marcha bien. -Le dejó un ejemplar de El Proletario para que se enterara de las últimas novedades.
Mateo le pidió que al día siguiente le llevara una Historia Universal.
– Pídesela a Marta o a Ignacio. ¿A qué hora vendrás?
– Lo mismo que hoy. A las once.
Aquello le salvó. La Historia Universal. Al día siguiente Rodríguez se la llevó y a Mateo le pareció reconocer en seguida el ejemplar. ¡Exacto! Era el que Pilar estudiaba cuando iba a las monjas.
Mateo lo tomó con emoción. En la cubierta, guerreros a caballo. «Compendio de Historia Universal.» Lo abrió por la primera página; y en letra infantil leyó:
Virgen santa, Virgen pura, haced que me aprueben de esta asignatura .
¡Gran consuelo para Mateo! En los momentos en que por la pequeña ventana de la cocina penetraran el calor o el desaliento, la letra infantil de Pilar le devolvería el ánimo. Mateo lanzó una especie de grito de júbilo. Rodríguez le dijo: «¿Qué te pasa? ¿Te vuelves loco?» Mateo quiso guardar la emoción para sí.
Rodríguez vivía un mundo más real. Y le costó muy poco hacer que Mateo entrara en él.
– Perdona, Rodríguez, perdona. Hablemos de lo que importa.
Rodríguez le enteró de pe a pa de la marcha de la Cooperativa, de la Milicia, de la unión de Cosme Vila con los anarquistas; le entregó un ejemplar de El Demócrata con las bases de Casal. Mateo las leyó atentamente. «¡Ni una palabra sobre el hombre, portador de valores eternos!»
El guardia iba a verle todos los días a horas distintas. El uno de julio, por la manera de llamar a la puerta, Mateo comprendió que ocurría algo extraordinario. Y, en efecto, fue así: tres obreros, con mono de trabajo…se habían presentado a Benito Civil, al salir éste del despacho de los arquitectos Massana y Ribas.
Mateo se levantó.
– En serio -explicó el guardia-. Quieren ingresar en Falange.
Los ojos de Mateo se humedecieron.
– Pero… ¿Quiénes son? ¡Explícate!
– Dos albañiles y un electricista.
La cosa iba en serio. Rodríguez se lo contó con detalle. Los tres pertenecían a la UGT. Las bases de Casal los habían decepcionado. «Nadie combate por una piscina.» Una de aquellas octavillas caídas de los tejados se habían detenido en la mano de uno de ellos. Discutieron. El electricista era un chico romántico, que «escribía versos y tal». Los dos albañiles estaban cansados de tanto desorden y de oír tantas blasfemias.
Mateo sacó el mechero de yesca. ¡Si pudiera ver a Ignacio y agarrarle de la solapa! Tenía una apuesta hecha con él. Ignacio le había dicho: «Obrero, ninguno». Ya tenía tres. Dos cansados de oír blasfemias y uno que escribía versos y tal.
Mateo le dijo a Rodríguez:
– Hay que comunicar al comandante que contamos con tres fusiles más a su disposición.
Rodríguez dijo:
– Ya lo sabe. Con los de la CEDA que se alistaron, sumamos quince.
– ¡Dieciséis! -rectificó Mateo.
– Claro, contándote a ti, sí. -El guardia civil añadió-: Y si cuentas a Marta, diecisiete.
Mateo negó con la cabeza .
– Nada de armas para Marta. En todo caso, cuidará del botiquín.
Mateo le preguntó por las últimas novedades sobre el alzamiento.
– Es curioso. Yo soy el jefe y ahora el que recibe instrucciones.
Rodríguez le dio la última lista.
– La CEDA llega a cincuenta hombres, Renovación a doce, Liga Catalana a treinta y cinco. Los tradicionalistas, muchos; no sé exactamente.
– ¡Treinta y cinco Liga Catalana! -Aquello era un triunfo para Mateo-. Ya veis que los catalanistas, si se les habla como es debido, también entienden.
Rodríguez no dio su brazo a torcer.
– Sí, pero ya veremos el día de los tiros.
Mateo preguntó:
– ¿Se sabe algo más sobre los generales?
– De la Península, no; pero sí de Baleares y Canarias.
– ¿Quienes tienen el mando?
– En Baleares, el general Goded; en Canarias, Franco.
A Mateo le había exaltado la noticia de los obreros. Aquel día, su curiosidad era insaciable.
– ¿Por qué crees que el Gobierno ha dejado a Mola en Navarra? Precisamente los requetés…
– Nada, un despiste. Mejor para nosotros.
– ¿Cuándo viste al comandante?
– Ayer.
– ¿Y qué dice?
– Pues… hablamos de las plazas que se consideran seguras, que responderán.
– ¿Cuáles son?
– El comandante considera ganadas Alicante, San Sebastián, Oviedo y Santander.
¡Alicante! Mateo se entusiasmó pensando en que José Antonio estaba allí.
– ¿Y Barcelona y Madrid?
– Dudoso. En Barcelona, tal vez dependa de nosotros, de la guardia civil.
A Mateo se le antojaba estar ya en vísperas del día señalado. La soledad y las ganas de salir a la calle, a respirar aire puro, tenían la culpa de ello.
– ¿Dónde tenemos que presentarnos nosotros? ¿En el cuartel de Artillería o en el de Infantería?
– ¡Uy, qué prisa tienes! Nadie sabe eso, ni siquiera el comandante.
– Bueno, bueno, de acuerdo. -Mateo añadió-: Oye una cosa. ¿Y los oficiales?
Rodríguez dijo:
– Como siempre; mitad y mitad. Pero el comandante opina que con los que hay basta para ganar.
Mateo se movió en la silla.
– Una última pregunta. ¿Qué piensa hacer con el general…?
– Pues… si se opone… -El guardia civil hizo ademán de cortarse el cuello en redondo.
Entonces entró Pedro, con polvo amarillo en las pestañas. Llevaba siempre El Demócrata , nunca El Proletario . Rodríguez se levantó. Mateo preguntó a aquél:
– ¿Por qué no llevas nunca El Proletario?
Pedro conectó la radio.
– No quiero dar ni una perra a esos traidores.
Mosén Alberto se dio cuenta de que un hombre le vigilaba. No podía salir sin tropezar con él. Y cuantas veces, desde el interior del Museo, miraba afuera, le veía pasar, cojeando, bajo los arcos, hablando con los taxistas o con los limpiabotas, mirando de vez en cuando a los balcones.
– ¿Quién es? -le preguntó a César-. ¿Le conoces?
César asintió con la cabeza.
– Le llaman el Cojo. Es el sobrino del Responsable.
– ¿De la FAI…?
– Sí.
El error del Cojo consistió en no ocultarse debidamente, en querer hacerlo a plena luz, airearlo, como entendía que debía obrar un anarquista.
Los partes que iba dando al Responsable se parecían terriblemente unos a otros.
– Sale a las ocho y se va a la cabila de los jesuitas. Allá se mete en la sacristía y sale disfrazado. Siempre le ayuda a misa el calvo ese del Banco Arús. A las nueve, a casa. Supongo que se desayuna como Dios, porque sale más pimpante que tú y que yo. Se va a Palacio. A las once, directo a ver al notario Noguer. Allí conspira hasta la una. A la una, comida. Por la tarde, casi no sale del Museo. A veces, hacia las siete, se vuelve a casa del notario. A las nueve entra. Algún día visita a los fascistas más fascistas de la Rambla, los parientes del compañero de Madrid que estuvo aquí.
– ¿Los Alvear…?
– Eso, el de Telégrafos.
El Responsable asentía con la cabeza.
– Y… ¿quiénes le visitan a él?
– Poca gente. Se ve que ese Museo no interesa ni a la de tres.
– Pero ¿quiénes le visitan te digo?
– Pues…la que más, la hermana de los Costa. ¡Menudo pájaro! Luego, claro está, la sirvienta entra y sale. Luego monjas. Y desde luego, por la tarde, no falla nunca el seminarista pelado, el de las orejas.
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