– Amigo Rosselló, ¿qué opinas de mi plan de trabajo? Anda, di lo que pienses…
Miguel Rosselló, a quien precisamente intimidaban las personas que se expresaban con naturalidad, contestó:
– No sé qué decir, la verdad… ¡Te veo tan seguro!
– ¡Claro que estoy seguro! Lo que la gente quiere son hechos, realidades. La gente quiere carreteras, buenos trenes, embalses. Si les damos eso, todos contentos.
Miguel Rosselló hizo un gesto que significaba: "¿Eso y nada más?". El Gobernador le correspondió con un ademán expresivo.
– ¡Por favor, utiliza un poco la inteligencia que Dios te dio!
Hay que ofrecerles también diversiones. Mucho cine y campos de deportes. Y conseguir que hagan muchas romerías a las ermitas de la comarca. Aunque de eso se encargará debidamente, ¡no cabe la menor duda!, el doctor Gregorio Lascasas.
El camarada Dávila, de quien el alemán Schubert hubiera dicho, por supuesto, que era "un dirigente nato", comprendió muy pronto que necesitaba un buen equipo de colaboradores. Al tiempo que hablaba con las personas las estudiaba a fondo, fijándose de un modo especial en sus tics y en el léxico que empleaban. Por fin se decidió a efectuar los primeros nombramientos. Al padre de Mateo, don Emilio Santos, en gracia a su dolorosa biografía, lo nombró Delegado Provincial de Ex Cautivos. A Jorge de Batlle, en gracia a su orfandad, lo nombró Delegado Provincial de Ex Combatientes. Al profesor Civil lo nombró Delegado de Auxilio Social, pues necesitaba para este cargo, en el que se manejaba dinero abundante, una persona honrada a toda prueba. ¡Un puesto importante por cubrir!: el de alcalde. Después de pensarlo mucho se decidió por 'La Voz de Alerta', en sustitución del notario Noguer, quien parecía un poco fatigado. "Al notario Noguer le asignaremos la presidencia de la Diputación, lo que le permitirá, sin menoscabar los intereses de nadie, levantarse un poco tarde". A 'La Voz de Alerta' lo confirmó además en su cargo de director del periódico local, aunque éste, en vez de llamarse El Tradicionalista, que sonaba arcaico, se llamaría, jubilosamente, Amanecer.
De momento, ello bastaba. Más tarde, cuando conociera de punta a cabo la provincia, nombraría los alcaldes de los pueblos y los titulares de otros Servicios. Por desgracia, muchos de estos últimos llegarían directamente designados desde Madrid, lo que no le hacía ni pizca de gracia. "Es arriesgado que un señor de Soria o de Jaén venga aquí y quiera imponer su mentalidad".
– Pero ¡tú eres de Santander! -le objetó Miguel Rosselló.
– ¡Ah, pero existe un dato a mi favor! En mi árbol genealógico hay ramificaciones catalanas. Tal vez por eso desde el primer momento me he sentido en Gerona como en mi propia casa.
Era cierto. El Gobernador, apenas hubo pisado la ciudad y realizado un par de excursiones por los alrededores, comentó: "No me importaría quedarme aquí unos cuantos años". Es decir, lo contrario de lo que le ocurriera al general Sánchez Bravo. Por otra parte, le gustaba que la provincia fuera fronteriza, pues el asunto de los exiliados le interesaba sobremanera. Y le gustaba también que el mar que bañaba la región fuera el Mediterráneo, en cuyas orillas, según él se había fraguado gran Parte del patrimonio cultural de Occidente.
Las perspectivas eran, pues, halagüeñas. Un hecho lo preocupaba: la reacción de su esposa, María del Mar. Su esposa, santanderina como él, tenía cuarenta años y era muy elegante, con unos ojos azules que se habían ganado por derecho propio un lugar preferente en el corazón del Gobernador. Además, la mujer le había dado dos hijos: Pablito, que acababa de cumplir 29 los quince años, y Cristina, que iba por los trece. Dos hijos que eran, cada cual a su modo, un primor. Pues bien, María del Mar, al término de la guerra, le dio la gran sorpresa: se entristeció. Le confesó llanamente que no le gustaba que él se dedicara a la política. "Hemos pasado tres años sin vernos apenas. ¡Yo confiaba en que ahora podríamos llevar una vida tranquila, familiar!".
El camarada Dávila hizo cuanto pudo para convencerla de que el deber era el deber y de que ambas cosas iban a ser compatibles; María del Mar no lo creyó así.
– Me iré contigo a Gerona porque soy tu mujer. Pero conste que yo hubiera preferido quedarnos en Santander y que tú reabrieras tu bufete.
Aquellas palabras eran extrañas, habida cuenta de que María del Mar sentía por la Causa "nacional" tanto entusiasmo como el propio Gobernador. Pero ahí estaban, como espinas diminutas.
– ¿Entonces vamos a tener lágrimas un día sí y otro también?
María del Mar se enfadó.
– Nada de eso. Conozco mi obligación y procuraré adaptarme.
El Gobernador se tranquilizó… a medias. Quería mucho a su esposa. Se casó con ella en la capital montañesa, en 1922, y desde entonces no conoció otra mujer. Y muchas veces, encontrándose en el frente, le había ocurrido que al recordarla había sentido ganas de desertar y de correr a su lado para abrazarla y decirle simplemente: "te quiero". ¿Qué ocurriría ahora? ¿Conseguiría ella su propósito, el propósito de adaptarse?
No era seguro. Por de pronto, la súbita tristeza de María del Mar se le había acentuado al llegar a Gerona. La ciudad le pareció desangelada, húmeda y ni siquiera el río Oñar, al que iban a parar los vertederos de las fábricas, le sugirió nada poético. Claro que podían influir en ellos muchos factores: el cansancio de la guerra, la separación de la familia… Pero tal vez la explicación radicara en cierta cobardía temperamental que sufría la mujer y que en los últimos tiempos se le había ido agravando. Sí, María del Mar vivió siempre sometida a fobias inexplicables. Por ejemplo, la asustaba el viento. Cuando soplaba el viento se excitaba lo indecible y si era de noche se apretujaba contra el cuerpo de su marido en busca de protección. ¡Ay, la tramontana de Gerona! "¿Te das cuenta, Juan Antonio? ¡Ese viento es horrible!".
A mayor abundamiento, el caserón del Gobierno Civil en que les tocó vivir le desagradó profundamente. La vivienda estaba situada en el tercer piso y era en verdad poco confortable. Claro que el Gobernador dio orden de acondicionarla como era menester; pero, así y todo… ¡aquellos techos tan altos!, ¡aquellos ventanales!
– Pero, mujer… Sé razonable, te lo ruego. Arregla esto a tu gusto. Elige los muebles. Pon lo que quieras. Vamos a instalar calefacción…
Nada que hacer. María del Mar asentía, pero aquella vivienda no podría agradarle nunca, entre otros motivos porque la mujer detestaba el polvo y allí no habría manera de luchar contra él.
– María del Mar, está en nuestras manos ser felices o desgraciados. ¡Parece mentira que la misión que me han asignado no te haga sentirte orgullosa! ¿No has visto la Dehesa? Pronto los árboles empezarán a florecer. Y dentro de un par de meses podrás irte a la playa, con los chicos…
Los chicos… Por el momento, constituían el único consuelo de la esposa del camarada Dávila. No sólo porque Cristina y Pablito eran dos notas alegres dondequiera que se encontrasen, sino porque se dio la circunstancia de que a ambos les gustó Gerona. A Pablito, que tenía su mundo, le gustó por sus callejuelas y por su halo de misterio. "Pero, mamá, ¿no has visto el barrio antiguo? ¡Es una maravilla!". En cuanto a Cristina, le gustó porque la ciudad era pequeña. "¿No te das cuenta? Ya todo el mundo nos conoce. ¡Hasta nos saludan al pasar!". Cristina era de suyo vanidosilla y saberse "la hija del Gobernador" le bastaba para acariciarse con delectación las rubias trenzas.
María del Mar se esforzaba en ceder a los argumentos de sus hijos.
– Es verdad, hijos, es verdad… Soy una tonta, lo reconozco.
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