Tales palabras fueron el evangelio para Carmen Elgazu. Sin embargo, deseó que los actos religiosos volvieran a tener el esplendor de antaño y se propuso aportar su grano de arena para que así fuese. Colaboraría, colaboraría mucho más activamente que en época de la República, durante la cual adoptó, como tantos otros fieles, una actitud demasiado pasiva que bien cara les costó. Por de pronto, aceptó formar parte del Patronato de Damas encargado de organizar las procesiones, el Mes de María, los turnos de Hora Santa, el Ropero de la parroquia, la ayuda a los sacerdotes ancianos… Y si alguna noche el Patronato de Damas celebraba una reunión y ella regresaba tarde a casa, que Matías se aguantase, él que tantas veces había votado por las izquierdas.
Otro de los objetivos de Carmen Elgazu fue darle cuanto antes carácter oficial a lo de Mateo y Pilar. Los veía enamorados, y Mateo, desde que llegó, le gustaba más que antes. Antes la desconcertaba, le parecía un cerebro exaltado, que hablaba forjándose extrañas ilusiones; pero los acontecimientos habían demostrado que era él quien estaba en lo cierto. ¿Qué más podía desearse para Pilar? Mateo llegaría a ser un gran hombre, era ya un gran hombre. ¡Tan joven, y con tantos cargos! No había día en que no apareciese alguna fotografía suya en Amanecer, fotografías que Pilar recortaba e iba guardando en un álbum. No obstante, Carmen Elgazu comprendía que debía obrar con tacto. Aparte de que Pilar se lo recordaba constantemente. "Tú a callarte, mamá. Mateo tiene ahora muchas cosas en que pensar. Lo único que puedo decirte es que cada día estamos más compenetrados. Por favor, hazme caso. No te entrometas en este asunto… y empieza a bordar nuestras iniciales en un par de sábanas de color de rosa".
Los demás propósitos de Carmen Elgazu se circunscribían, por completo, a semejanza de los de Matías, a la vida íntima, hogareña. Más que nunca defendería con las uñas aquel techo Que Dios les había dado en un lugar céntrico de la Rambla. Habían perdido a César, era cierto; pero respecto a eso le había llegado, gracias al tiempo transcurrido, la conformidad. Ya sólo faltaba el regreso de Ignacio para que, otra vez, volvieran a estar todos juntos, con el alegre apéndice que el pequeño Eloy significaba. A veces temía que la sensibilidad de Ignacio se hubiera convulsionado con la guerra más que la de Mateo y que el muchacho diera pocas facilidades para la anhelada paz familiar. Pero confiaba en que Dios la ayudaría a encauzarlo, pues su hijo era bueno. En la última carta se le veía contento, si bien la posdata demostraba lo muy sinvergüenza que seguía siendo: "Querida mamá, lo siento pero acabo de requisar, así por las buenas, una radio. Funciona de maravilla. Preparadle un sitio en el comedor". ¡El muy tunante!
Carmen Elgazu había reemprendido en la casa el ritmo normal de trabajo, aunque con la ayuda de una 'maritornes' llamada Claudia, que iba a ayudarla dos veces a la semana. No hacía gimnasia al levantarse, como Mateo, bromeando, le aconsejaba, pero conseguía tener todos los muebles y los enseres relucientes como una custodia. Dichos muebles habían quedado tan anticuados que Matías le decía: "¿Por qué no te das una vuelta por el Servicio de Recuperación? Con la cara de Madre Abadesa que se te ha puesto, te entregarían lo que pidieras". Carmen Elgazu se reía y se dirigía a la cocina, donde por fin había algo que condimentar. El presupuesto no alcanzaba para lujos; pero pensaba, por Navidad, empacharse de turrón. "¡Y beberemos champaña! Con tal que tenga burbujas, la marca es lo de menos".
¡Alegría del hogar sereno y sano! De los cristales habían desaparecido aquellas horribles tiras de papel, entrecruzadas en previsión de los bombardeos. El colchón que habían entregado "para los milicianos del frente", cuando la orden de Cosme Vila, había sido repuesto. El perchero se erguía nuevamente en su lugar, en el vestíbulo. Y la imagen del Sagrado Corazón presidiendo otra vez, ¡ya era hora!, el comedor junto a un reloj de pared -tictac, tictac- que Matías había comprado de lance, en el mercado de los sábados.
Había algo que la preocupaba un poco: la salud de Matías y la suya propia. La guerra les había pegado un fuerte latigazo, pese a ser los dos de constitución fuerte. Los periódicos hablaban de eso, de las taras que se manifestaban con retraso… Aunque tal vez todo se debiera a la edad. Matías iba a cumplir los cincuenta y cinco, Carmen Elgazu los cuarenta y siete. Los años empezaban a pesar. Nada grave, desde luego, pero no eran los mismos de antes, Matías subía la escalera más despacio y se quejaba de reuma, sobre todo por las noches. En cuanto a ella, aparte una evidente disminución de la vista -se preguntaba si, para coser, tendría que llevar gafas-, experimentaba alguna pasajera sensación de vértigo, lo que nunca le había ocurrido, acompañada siempre de una extraña presión en la zona abdominal.
– Matías, ¿y si hiciéramos una promesa? Para tu reuma quiero decir…
– ¿A quién? ¿Qué santo es el encargado de curar eso?
– ¡No lo sé! Se lo preguntaremos a mosén Alberto. Quizá San Cosme, o San Damián.
– Vamos, mujer. Andarán muy ocupados…
– ¡No seas incrédulo!
– Mira, esperaremos a que pase el verano. Si con el verano no hay mejoría, entonces.
– ¿Y qué promesa haremos?
– Ir al médico.
Carmen Elgazu ponía cara de enfado.
– ¡Eres un fresco! Merecerías un castigo.
Matías sonreía y sus ojuelos echaban chispas.
– ¿Un castigo yo? Si todo el mundo me considera un santón…
Eran dulces escarceos, en espera de la primavera cuya inminente llegada el Gobernador le había prometido a María del Mar. Matías, el primer día que conectó, en el Café Nacional, con aquellos funcionarios "depurados" que Marcos le presentó y que en un santiamén se convirtieron en sus amigos, exclamó al regresar alegre a casa:
– ¡Ya he resuelto lo de la promesa! Te llevaré a Mallorca…
La antigua esperanza, el antiguo objetivo no satisfecho aún.
Carmen Elgazu no pudo contener una carcajada. Se acercó a Matías y reclinó la cabeza en su hombro.
– Tonto, más que tonto… ¿No sabes que el barco me marea?
– ¿Cómo? No sabía que a los vascos los mareara el mar…
Hogar sereno y sano… Pocos había en Gerona que se le pudiesen comparar. En muchos de ellos la guerra había provocado tensiones, distanciamientos, amargura. Los nervios a flor de piel. El propio Marcos discutía siempre con su mujer, según confesaba. Su mujer se llamaba Adela, era muy guapa y al parecer su objetivo era presumir e introducirse en la buena sociedad. Matías le preguntó a su compañero: "¿Y qué entiende su mujer por buena sociedad?". Mateo contestó, compungido: "La gente que tiene dinero…" "¡Ah, vamos!". También en el vecindario se oían discusiones a granel. Y en las tiendas. Se había desencadenado en todas partes tal afán de vivir, de recuperar lo perdido, que el denominador común era una suerte de frenesí, que se había contagiado incluso a los perros y a los gatos, muchos de los cuales corrían por las calles como si los de la FAI, ¡o los moros!, los persiguiesen. A uno de estos perros, propiedad de un panadero, le había dado por ladrar cuando veía un uniforme o una sotana. "¡El pobre está listo! -exclamaba Matías-. ¡Acabarán pidiéndole treinta años y un día!".
El tercer personaje de la familia, personaje que tenía también, ¡hasta qué punto!, sus proyectos, era Pilar. A Pilar no le pesaban los años -dieciocho-, sino que, por el contrario, le hacían circular vigorosamente la sangre por las venas.
El primer proyecto de la muchacha era, por supuesto, colaborar en la tarea de levantar la Falange y España. Gracias al ejemplo de Mateo y al clima de euforia que reinaba por doquier, la palabra Patria le había tatuado con fuerza el corazón. ¡Oh, sí, resultaba tan triste vivir sin ella! Pilar, desde el día 4 de febrero, en que habían entrado las tropas en la ciudad, había tomado conciencia de hasta qué extremos la República, con los Azaña, los David y Olga, los Julio García y los Gorki, la habían estado engañando. Por confusos resentimientos, le habían escamoteado la grandeza de España, todo lo que ésta le había dado al mundo y que, colocado hacia lo alto, tocaría las estrellas.
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