José Gironella - Ha estallado la paz

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Después de Los cipreses creen en Dios (época anterior a la guerra) y de Un millón de muertos (época de la guerra), José María Gironella en Ha estallado la paz trata de la posguerra. La familia Alvear sigue siendo el núcleo de la acción del libro y Gerona vuelve a ser la ciudad protagonista. Finalizada la contienda, todos los personajes retornan a sus hogares, excepto los exiliados, que se reparten a voleo por el mundo… La obra abarca los años inmediatamente posteriores a la guerra, con una mezcla de dramatismo, de poesía y de ironía que subyuga desde los primeros capítulos. El clima de aquellos tiempos aparece recreado con singular maestría, de tal modo que para el lector de edad madura constituye la ordenación de sus recuerdos, y para el lector joven un descubrimiento impresionante. En Ha estallado la paz, Gironella alcanza su momento cumbre de novelista nato, gran narrador que consigue fundir la historia con la ficción novelesca.

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La presencia del general inspiró a los gerundenses un respeto casi supersticioso. Su biografía empezó a ser conocida. El hecho de que hubiera dirigido victoriosamente varias batallas lo convertía casi en un mito; el hecho de que en esas batallas muchos hombres hubiesen encontrado la muerte, añadía a la circunstancia un sabor amargo. La gente no acabó de conectar con él, si bien es cierto que tampoco el general lo pretendió. No era su intención hacerse popular entre la población civil. Todo lo que ocurriera fuera de los cuarteles se le antojaba un poco ajeno.

Visitó la frontera, el Castillo de Figueras, restos de baterías instaladas en la costa. Se hizo una composición de lugar. Se interesó especialmente por el Parque Móvil y por mantener en buen estado las líneas de Transmisiones.

– Es hermosa esta provincia. No cabe la menor duda. Y además, muy rica. No comprendo que hubiera aquí tantos anarquistas.

Tuvo el presentimiento de que se pasaría en Gerona una larga temporada… precisamente porque la zona, fronteriza y alérgica a la disciplina castrense, era difícil. Siempre le encomendaban misiones espinosas, lo que no dejaba de halagarlo, puesto que veneraba al Caudillo y estaba dispuesto a dar por él la vida.

Ahora bien, ello lo obligaba a acondicionar su vivienda en el propio cuartel -el general era friolero y quería estufas en todas partes- y a traerse cuanto antes a su mujer, conocida por doña Cecilia y que a la sazón se encontraba en Madrid. Ordenó al coronel Romero que le enviase un telegrama pidiéndole que se trasladase a Gerona en seguida, pues la necesitaba a su lado. La intención del general era que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, que tenía veintiséis años y se encontraba de guarnición en Almería, pudiera también reunirse con ellos en Gerona. Pero no estaba seguro de que sus gestiones al respecto dieran resultado.

El general quería a su mujer. Se habían conocido de niños, en León. A los doce años ya flirteaban… y hasta ahora. ¡Cuánto tiempo a su lado! Doña Cecilia había sido una compañera fiel que había soportado los mil inconvenientes de la vida militar sin protestar nunca. Tal vez la peor época la pasaron en África, cuando la dictadura de Primo de Rivera. El clima africano y "el olor moruno" asfixiaban a doña Cecilia, quien no cejó hasta conseguir que su marido fuera devuelto a la península. También a doña Cecilia el general le había sacado un mote. La llamaba Venus, lo que a los demás podía parecerles una calumnia.

El día 14 de abril, aniversario de la República, recibió un telegrama que decía: "Salgo en coche ahora mismo para Gerona". El general, mientras con un raspador vaciaba su pipa, regalo de un aviador alemán, contempló en el mapa de España -¡cuántas veces lo miraba al cabo del día!- el trayecto desde Madrid. Calculó los litros de gasolina que su mujer gastaría en el viaje. No le gustaban las ventajillas, pero ¡qué remedio! Doña Cecilia tenía sus pequeños caprichos: le gustaba cambiar a menudo de sombrero, llevar guantes blancos y pasearse en automóvil mirando a uno y otro lado…

La Prensa publicó la noticia. El nuevo obispo de Gerona, el representante de la Iglesia en la ciudad, había sido nombrado.

– ¿Cuándo llega?

– No se sabe la fecha exacta. Pero es de suponer que no tardará.

– ¿De dónde es?

– De Zaragoza.

– ¿Joven?

– ¡Quia! Sesenta años…

Se llamaba Gregorio Lascasas. Canónigo de la Seo de Zaragoza, el nombramiento lo pilló desprevenido. Nunca había soñado en ser elevado a tan alta dignidad. Sin embargo, el hecho no le desagradó. Tenía sus ideas y tal vez ahora, desde su sede episcopal, pudiera, ¡por fin!, llevarlas a la práctica.

El doctor don Gregorio Lascasas preparó en seguida su viaje. Llevaría consigo a un joven sacerdote, mosén Iguacen, que era diligente y que conocía su manera de hacer.

– ¿Tiene usted algún inconveniente en acompañarme?

– ¡Ninguno! Le agradezco mucho que me haya elegido.

– Pues andando.

El nuevo obispo tenía el carácter autoritario. Su infancia, y casi toda su época de Seminario, lo habían templado con una serie de ásperas enfermedades, que lo llevaron a aprenderse de memoria el libro de Job. Siempre decía que le agradecía a Dios que le hubiera enviado semejantes pruebas. "El Señor me vacunó contra la frivolidad". Por si fuera poco, la guerra civil lo había también herido en la carne. Perdió a una hermana suya, monja en un convento de Huesca. Los 'rojos' se la llevaron y nunca más se supo de ella. Asimismo murió, en el frente, uno de sus sobrinos; una muerte ejemplar. Apenas si le quedaba familia, pero no renegaba de la soledad. "La soledad es una gran escuela para fortalecer el alma". Mosén Iguacen, que iba a ser su amigo y su familiar, mientras preparaba sus maletas escuchaba estas sentencias del nuevo obispo con una mezcla de admiración y de temor. Porque él era de talante quebradizo, extremadamente afectivo y desde el primer momento se preguntó si estaría a la altura de las circunstancias.

– ¡Por favor, no ponga usted esa cara! Dios no nos exige nunca nada que no podamos cumplir.

Todo a punto, el ilustrísimo y reverendísimo doctor Lascasas hizo su triunfal entrada en la ciudad de Gerona el 20 de abril; es decir, pocos días después que las tropas italianas ocuparan, sin más, Albania. Siguiendo una inveterada costumbre, pese a ser él hombre austero por naturaleza, entró en coche descapotado y bajo arcadas de flores que adornaban todo el recorrido. Los gerundenses lo obsequiaron con un recibimiento apoteósico, ávidos como estaban, después de tanto ayuno espiritual, de contar con un pastor que los guiase. Colgaduras en las fachadas, palmas, cohetes e incluso palomas mensajeras, traídas de no se sabía dónde. Y, por supuesto, el profesor Civil y su mujer, en el balcón. Y la viuda de don Pedro Oriol en el suyo. Y, en el suyo, frente al Café Neutral -que ahora se llamaba Café Nacional- la familia Alvear… ¡Oh, cómo gritó, cómo se desgargantó Carmen Elgazu al ver aparecer en la Rambla el coche descapotado del señor obispo! "¡Viva el señor obispo…!". "¡Viva el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo…!". "¡Viva Franco! ¡Arriba España!". Matías Alvear, a su lado, intentaba calmarla y le decía, sonriendo: "Pero, mujer, ¿crees que su Excelencia Reverendísima va a oírte?".

El prelado siguió su marcha por la calle de las Ballesterías y se dirigió a San Félix, en cuya iglesia, limpia ya de chatarra y basura, penetró para implorar el auxilio del patrón de la ciudad, San Narciso, cuyas reliquias habían sido profanadas. Luego se dirigió a la Catedral, abarrotada como el día de la entrada de las tropas, y allí, rodeado de todas las autoridades, inició, como era de rigor, el canto del Te Deum, canto que fue coreado por la multitud. Finalmente, siempre acompañado por mosén Alberto, que había ido a esperarlo al término de la diócesis y que se había constituido en su lazarillo, dirigióse a tomar posesión del Palacio Episcopal, cuyos enormes salones vacíos recorrió a buen paso comentando: "¡Dios mío, cuánto costará reorganizar todo esto! ¡Cuánto costará…!". Hasta que, de pronto, en una de las habitaciones, la que había de ser su dormitorio, se detuvo vivamente impresionado, pues en la desnuda pared mosén Alberto había colgado un retrato del obispo predecesor, aquel que murió mártir en el cementerio, a mano de un grupo de milicianos capitaneados por Merche, la hija del Responsable. El nuevo obispo se arrodilló ante el retrato y rezó fervorosamente para que el cielo bendijese su labor.

El doctor don Gregorio Lascasas, esforzado pastor de la grey gerundense, desplegó desde el primer momento tal actividad que su figura, alta y ascética, con un mirar iluminado que contrastaba con su complexión atlética y con sus heredadas manos de campesino, se hizo muy pronto popular. Su tarea era, desde luego, tan ingente que concederse un minuto de descanso le hubiera parecido un pecado. Por suerte, a sus sesenta años cumplidos se sentía fuerte como un roble, excepto cierta propensión a resfriarse, sin apenas resabio de las dolencias que lo aquejaron en la juventud.

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