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José Gironella: Ha estallado la paz

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José Gironella Ha estallado la paz

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Después de Los cipreses creen en Dios (época anterior a la guerra) y de Un millón de muertos (época de la guerra), José María Gironella en Ha estallado la paz trata de la posguerra. La familia Alvear sigue siendo el núcleo de la acción del libro y Gerona vuelve a ser la ciudad protagonista. Finalizada la contienda, todos los personajes retornan a sus hogares, excepto los exiliados, que se reparten a voleo por el mundo… La obra abarca los años inmediatamente posteriores a la guerra, con una mezcla de dramatismo, de poesía y de ironía que subyuga desde los primeros capítulos. El clima de aquellos tiempos aparece recreado con singular maestría, de tal modo que para el lector de edad madura constituye la ordenación de sus recuerdos, y para el lector joven un descubrimiento impresionante. En Ha estallado la paz, Gironella alcanza su momento cumbre de novelista nato, gran narrador que consigue fundir la historia con la ficción novelesca.

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Sirvió a la Causa desde el 18 de julio de 1936 -por entonces era coronel- y tomó parte activa en la batalla del Norte, en la llegada al Mediterráneo y en el asalto a Cataluña. Bajito de estatura, de cuello corto, era enérgico y poco sentimental. Hablaba tajante y tenía una hermosa voz. Su rasgo más característico era la rectitud. Hubieran podido llamarlo "el insobornable". No admitía apaños y predicaba siempre con el ejemplo. Cuantos habían servido a sus órdenes guardaban de él un grato recuerdo. Su coronel ayudante, el coronel Romero, dividía los generales en dos clases: los que al término de una batalla decían "hemos sufrido tantas bajas" y los que decían "he perdido tantos hombres". El general Sánchez Bravo era de estos últimos.

La muerte de un soldado le dolía como una mutilación y, debido a su prodigiosa memoria, se acordaba de los nombres y apellidos de muchos de ellos, a los que gustaba de sacar motes. A su asistente lo llamaba Nebulosa, debido a que el muchacho, cuando abusaba del aguardiente veía turbio y parecía andar a tientas.

Llegado a Gerona, se comportó a tenor de su temperamento. Su primer acto de servicio fue ordenar el adecentamiento de los cuarteles, que las "hordas" habían dejado hechos un asco. A continuación, se dirigió al monumento levantado en la Plaza de San Agustín en honor de su glorioso antecesor Álvarez de Castro, héroe de la guerra de la Independencia, y se cuadró ante él. Luego subió a lo alto del Castillo de Montjuich, contempló a Gerona en la llanura, los campanarios y los tejados, y murmuró: "¡Hum! Hay aquí mucho que hacer…" De regreso al cuartel dirigió una proclama a la población advirtiéndole que estaba dispuesto a cortar de raíz cualquier intento de sabotaje: "La victoria ha costado mucha sangre y no nos la dejaremos arrebatar".

El notario Noguer y 'La Voz de Alerta', que se habían convertido en sus mentores y que lo acompañaban por todas partes con una mezcla de orgullo y timidez, advirtieron muy pronto que el gobernador militar que les había tocado en suerte era hombre de ideas precisas, dispuesto a avanzar en línea recta, y sospecharon que prefería la acción a la cultura. En efecto, en su obligada visita a la ciudad antigua, el general pasó como un rayo por delante de las bellezas arquitectónicas, incluidos los Baños Árabes, y se fue directo a las murallas, donde se estuvo más de dos horas. Su comentario fue: "Estas defensas están bien construidas. No me sorprende que los franceses cayeran aquí como moscas". ¡Como moscas! 'La Voz de Alerta' le explicó que precisamente existía una leyenda según la cual del sepulcro que había contenido los restos de San Narciso, primer obispo y patrón de la ciudad, salían moscas, cada una de las cuales mataba con su picadura a un francés. El general sonrió. "He ahí -dijo- un arma que no figura en los manuales de nuestras Academias".

'La Voz de Alerta' y el notario Noguer advirtieron muy pronto que la apreciación que habían hecho acerca del carácter del general era correcta. En efecto, resultaba difícil hablar con él de cuestiones no militares, aunque pudiera muy bien atribuirse a la proximidad de los acontecimientos. Por supuesto, se negó rotundamente a ir al cementerio a rendir honores póstumos al comandante Martínez de Soria, alegando que la decisión de éste de rendir Gerona a los milicianos fue injustificada y cobarde. "¡Imagínense ustedes que el Capitán Cortés, en Nuestra Señora de la Cabeza, hubiera hecho otro tanto! ¡Y el general Aranda en Oviedo! ¡Y Queipo de Llano en Sevilla! No, no, la obligación del comandante Martínez de Soria era defender esto a toda costa".

El notario Noguer sintió por el general espontánea simpatía, lo que le sorprendió, habida cuenta de que los uniformes, en principio, le inspiraban serios temores. Estimó que las dotes de mando de aquel recio castellano garantizaban que el inicio de la paz, siempre difícil, contaría con un buen puntal. Le agradaba de él que anduviera con parsimonia, procurando que sus botas no resonaran enfáticamente. También le agradaba que fumase en pipa. El notario había llegado a la conclusión de que los hombres que fumaban en pipa acertaban, en los momentos de crisis, a dominar sus nervios. También le gustó que comiera el mismo rancho que los soldados. "¿Es eso una costumbre, mi general?". "¡No, no! Es un deber…" La respuesta tenía rigor clásico. Sin embargo, 'La Voz de Alerta', amante de los estratos jerárquicos, valoró el detalle de distinta manera. "Pues a mí me parece que eso es un error -le dijo a su amigo, el notario Noguer-. La mesa de un general no ha de ser nunca la mesa de un soldado".

– Mi general, ¿está usted contento de que lo hayan destinado a Cataluña?

La pregunta sonó como un disparo en la Sala de Armas, donde el gobernador militar y sus mentores se hallaban reunidos. El general se atusó el bigote, blanquecino, y echó una mirada al enorme mapa de España que cubría la pared.

– Pues, si he de serles franco, no. Hubiera preferido Castilla, Levante o Andalucía…

El general se explicó, pues no quería equívocos. Sabía lo que Cataluña valía y significaba. No iba a cometer la torpeza de minimizar aquella tierra ilustre, laboriosa y amante del estudio. Pero le molestaba el problema separatista.

– La guerra me ha demostrado que hay entre ustedes muy buenos patriotas. He tenido a mi servicio varios oficiales catalanes y doy fe de que cumplieron como los mejores. Ahora bien, la mayoría de ellos han pedido ya la baja del Ejército… Es un detalle, ¿no les parece? Sí, hay algo, hay algo que no acaba de encajar… Apenas entré en Lérida me di cuenta de que entre ustedes y el resto de la nación existe una diferencia. Y lo demuestra el hecho de que hablan ustedes otra lengua.

Ésta era la clave de la cuestión. El general no ocultó que el asunto del idioma lo sacaba de quicio. "Oírlos hablar y no entenderlos me da la impresión de encontrarme en el extranjero". Por su parte, a gusto acabaría de un plumazo con semejante anomalía y se congratulaba de aquellos letreros -que tanto soliviantaban a mosén Alberto- y que decían: "Obligatorio hablar español". "En lo que de mí dependa, en este asunto seré implacable".

'La Voz de Alerta' y el notario Noguer se callaron. Comprendieron que el tema era tabú y que cualquier disquisición histórica caería en saco roto. Por lo demás, ambos sabían que el general había encontrado en la biblioteca de los Cuarteles de Artillería un montón de libros en catalán y que había ordenado hacer con ellos una inmensa hoguera, que crepitó como si protestase.

El notario Noguer no se arrepintió de su intervención, ya que prefería saber a qué atenerse. Pero decidió cambiar de tema. Le preguntó al general si era cierto que le interesaba la Astronomía y el general contestó que sí, que lo era. "Aquí donde me ven, en el frente, si había calma, me pasaba largos ratos mirando la luna y las estrellas". Podía decirse que aquélla era su distracción favorita. La bóveda celeste ofrecía un espectáculo impar. "En realidad -bromeó, mientras se atusaba de nuevo el bigote- mi mayor deseo hubiera sido servir en antiaéreos".

El notario Noguer, que había vivido la guerra desde lejos, desde Francia, valoró debidamente el inciso y aprovechó la oportunidad para sonsacarle al general varias opiniones respecto al desarrollo de la contienda. Ahí el gobernador militar se despachó a gusto, mientras se paseaba con los brazos a la espalda. Preguntado por la acción bélica que, técnicamente, consideraba más perfecta, declaró sin vacilar: "La batalla del Ebro". Preguntado sobre la acción heroica que tenía en mayor estima, declaró: "La defensa del Alcázar. Tengo un hijo y puedo juzgar debidamente el sacrificio del general Moscardó". Preguntado sobre la clase de tropa que mejor comportamiento había tenido a lo largo de la campaña, contestó: "Entiendo que la infantería española es, toda ella, la mejor del mundo. Pero, puesto a elegir, elegiría los Tercios de Requetés, que han estado insuperables".

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