El Gobernador y María del Mar, que estaba a su lado, húmedos los ojos, escucharon una cerrada, una prolongadísima ovación. Y poco después el salón del hogar del Gobierno Civil quedó vacío, con sólo la familia y, en el suelo, restos de pastas, con algunas botellas en un rincón y copas en todos los muebles.
Fue, para el camarada Dávila y los suyos, un momento un tanto difícil, mezcla de estupor y de nostalgia. Se miraron unos a otros. Les invadió una inevitable tristeza, que cortó Pablito diciendo:
– Bueno, me siento cansado, me voy a dormir… ¡Buenas noches! -Besó a sus padres y se retiró.
También Cristina los besó y tomó el camino de su cuarto. Pero apenas hubo andado unos pasos se volvió y dijo:
– ¡Has estado estupenda, mamá!
Entonces, al quedarse solos el Gobernador y María del Mar, se miraron… y se abrazaron. Y para evitar que aquello se convirtiera definitivamente en un "serial", el camarada Dávila le propuso a su mujer salir a dar una vuelta antes de acostarse.
– ¿Te apetece? Vamos a estirar un poco las piernas… A esta hora no habrá nadie por ahí.
María del Mar estaba agotada, pero aceptó. "Espera, que me arregle un poco". Se fue a la alcoba y regresó al instante. "El rímel se me había corrido, ¿sabes?".
Minutos después el Gobernador y María del Mar se encontraban en la calle de Ciudadanos. El Gobernador bromeó: "Bien, aprovechando que el señor obispo no nos ve, si me permites te cogeré del brazo…"
Efectivamente, la calle estaba desierta. Los impresionó oír sus propias pisadas en la noche gerundense. El sereno los reconoció y los saludó quitándose la gorra. En un establecimiento de ortopedia, iluminado, había un maniquí, un torso varonil, que arrancó de María del Mar un comentario sorprendente: "¿Por qué Agustín Lago no se coloca un brazo ortopédico articulado?".
– Habrá hecho una promesa… -comentó el Gobernador.
Al llegar a la plaza Municipal contemplaron el balcón del Ayuntamiento, el escudo de la ciudad, el reloj. Oyeron sonar la campana de la Catedral, que tanto emocionaba al profesor Civil. Los soportales de la plaza estaban oscuros y cerrados con tablones de madera los puestos de los limpiabotas. Llegaron al Puente de Piedra y se acodaron en el pretil, para ver el Oñar. De un vertedero a la izquierda salía un poderoso chorro de agua sucia. "Son los residuos de la fábrica Soler". Las casas sobre el río parecían sostenerse de milagro.
Calle de José Antonio Primo de Rivera… ¡En la Perfumería Diana había un espejo, también iluminado! El Gobernador se acercó a él, se quitó las gafas y se miró. Y le ocurrió lo que en su despacho: parecióle descubrir, esta vez en su rostro, algo que no había visto nunca: varias profundas arrugas a ambos lados de la nariz. "¿Estaban ahí -se preguntó- antes de recibir la orden de traslado?".
– Tengo frío -dijo María del Mar-. ¿Regresamos?
– Sí, querida. Ha sido un día duro para ti.
De pronto, el rayo caído del cielo. El mundo entero cerró por unos instantes los ojos para volver a abrirlos luego con estupor. El día 7 de diciembre, víspera de la Inmaculada, la aviación japonesa atacó por sorpresa las más importantes bases navales y militares norteamericanas e inglesas en el Pacífico y en el Asia Oriental. El bombardeo más intenso se concentró sobre Pearl Harbour, en Hawai. Parte de la flota de los Estados Unidos fue hundida, mientras tropas japonesas desembarcaban en la península de Malaca. Asimismo fueron bombardeados Singapur, Hong-Kong y diversos puntos de las Islas Filipinas. Entretanto, en Tokio, se declaraba oficialmente que el Japón se encontraba en estado de guerra con los Estados Unidos e Inglaterra. La declaración la firmaba el mismísimo Emperador.
El día 12, Alemania e Italia, solidarizándose con el Japón, declararon también la guerra a los Estados Unidos, los cuales la declararon a su vez a las dos potencias europeas.
¿Qué ocurría en la tierra? ¿Qué ocurría, Señor? ¿Y el mensaje de paz que Pío XII preparaba para la Navidad, ya presentida en los hogares?
¿Tales acontecimientos modificarían las opiniones del Gobernador? ¿Mateo Santos tardaría mucho en enterarse, en su isba, de que había caído del cielo aquel rayo?
Gerona se encogió. Desde Montjuich, las mujeres andaluzas, si hubiesen ido a la escuela y hubiesen tenido una idea aproximada del tamaño de los océanos, hubieran visto efectivamente que la ciudad tendida a sus pies se encogía, lo mismo que se encogía el cuerpo de Eloy cuando, alguna noche, soñaba con Guernica.
El general Sánchez Bravo se plantó ante el mapamundi, solo, sin testigos. Y meditó. Nebulosa, en el pasillo, aguardó por si lo llamaba, por si le daba alguna orden; pero el general no lo llamó. El general permaneció encerrado en su despacho más de una hora, mirando el mapa, sumido en el más completo silencio y en una casi inmovilidad.
Fuera, en cambio, por las calles, la gente andaba más de prisa. Encogida, pero más de prisa. Los gerundenses iban y venían un poco sin rumbo fijo, sin saber si debían mirar al río, a los escaparates navideños… o a los cuarteles.
'La Voz de Alerta' cerró su consulta de dentista por unos días. El padre Forteza bajó a la capilla del convento y se arrodilló ante el Sagrario, pensando en su hermano, misionero en Nagasaki. El notario Noguer hizo acto de presencia en la Diputación, pero le dijo al conserje: "No estoy para nadie". José Luis Martínez de Soria, camino de la Auditoría, recordaba una y otra vez unas palabras que habla pronunciado él mismo en Valladolid, durante la guerra: "Creo que la actual epidemia de fanatismo político durará poco. Todo lo más, un siglo: el tiempo justo para que se independicen las colonias. Luego… me temo que Satanás conquiste el mundo precisamente a través de la indiferencia".
Paz Alvear, sin saber exactamente por qué, experimentó una alegría indescriptible. ¡Los Estados Unidos…! El nombre sonaba fuerte, como sonaba fuerte y rotunda la trompeta de Damián, director de la Gerona Jazz. También en la cárcel de Salí, recién estrenada, los reclusos se miraron unos a otros ganados por una súbita e imprecisa esperanza.
Ocurrió eso. Un viento gélido se introdujo en el corazón de muchos "vencedores" de la guerra civil. Comprendieron de golpe que la apuesta era alzada y por un momento les penetró el temor de que el edificio que habían levantado, con la certeza de que iba a durar decenios, se desmoronase. Ya no estaba en sus manos hacer nada. Todo dependía del poderío real que tuviesen las naciones firmantes del pacto tripartito. Si esas naciones perdían la apuesta -porque era forzoso admitir que el nombre de los Estados Unidos sonaba fuerte-, tal vez un día, no se sabía cuál, regresaran a Gerona, montados en tanques ingleses, o belgas, o rusos…, el Responsable y Cosme Vila. Y Julio García, junto con su querida esposa doña Amparo Campo, ésta diciendo pardon y okey.
La imprecisa esperanza de los reclusos de la cárcel de Salt; y de Manolo y Esther; y de Paz Alvear; y de Jaime, el librero separatista; y de los colonos de Jorge de Batlle; y de Mr. Edward Collins; y de los millares de trabajadores forzados que a lo ancho de la geografía nacional reconstruían carreteras, iglesias y cavaban poco a poco sus tumbas era ésa: los Estados Unidos. ¡Bendito Japón, que había tenido la osadía de desafiarlos! ¡Un hurra por el general Tojo, que atacó por sorpresa a Pearl Harbour! ¡Un hurra por el emperador, fuera o no fuera dios, que había firmado la declaración de guerra!
La decoración había experimentado tal cambio que a Ignacio le resultó imposible remontarse, como aconsejaba Moncho, a tres mil metros de altura, para desde allí comprobar que el hombre era insignificante. No, el hombre estaba allí, en primer plano. Los hombres estaban tiñendo de sangre toda la tierra y todo el mar. Tiñendo de sangre incluso las altas montañas.
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