SOR GENOVEVA, monja contemplativa, de las adoratrices -hermana de don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía-, estaba enferma. Sentía angustias de muerte, que en cierto modo recordaban las de santa Teresa. Había hecho los tres votos, que pronto debería renovar. Dicha renovación estaba prevista para el 1 de octubre, pero a mediados de septiembre sor Genoveva empeoró. Había momentos en que se quedaba como en éxtasis, pero no ante el Sagrario, sino ante un Cristo expresivo y sangrante que tenían en la capilla. Se abrazaba a él y le acariciaba las cinco llagas. Había leído la vida de la estigmatizada Teresa Neumann, que antaño interesara a Ignacio y a menudo se contemplaba las manos, los pies y el costado por si le brotaba sangre.
Mosén Alberto era el confesor de la comunidad. El convento estaba situado en un callejón estrecho próximo al seminario. En verano sólo se oían los cánticos de las monjas y los de los pájaros del jardín. Sor Genoveva, de cuarenta años de edad, se pasó toda la guerra escondida en casa de su hermano, don Eusebio Ferrán diz, y de la hija de éste, que murió en el accidente del santuario del Collell. Terminada la guerra regresó al convento, que había sufrido pocos daños y ya no se movió. Desde entonces -marzo de 1939-, apenas si había visto otros hombres que mosén Alberto, el obispo, que las visitó un par de veces y un fontanero que les arregló unas averías. También don Eusebio Ferrándiz, a raíz del accidente de su hija pudo visitarla en tal ocasión. Pero fue al otro lado de la reja y ni siquiera pudieron darse la mano.
Sor Genoveva estaba desconectada del mundo -no escuchaba la radio, no leía los periódicos-, y sólo estaba enterada de que una guerra mundial azotaba los cinco continentes. De vez en cuando la madre superiora las reunía para ponerlas al corriente de algo que estimase importante. Por ejemplo, las reunió el día en que se produjo el bombardeo del Vaticano y con ocasión de las rogativas por la paz solicitadas por el Papa. Sor Genoveva sabía de millones de muertos, de heridos y prisioneros, pero no hubiera podido recitar la lista de los principales beligerantes. Y lo que mayormente llamaba la atención de mosén Alberto era que las alusiones a la guerra la dejaban por completo indiferente. Para ella era aquello un mundo abstracto; en cambio, eran concretas las gracias que para tal o cual familia debía de pedir, a cambio de unas pequeñas limosnas o dádivas que recogía la madre superiora: "Para que mi hijo se cure". "Para que mi marido saque las oposiciones". "Para que mi esposa tenga un parto feliz". Un parto feliz! Esto la aturullaba, pues sor Genoveva no se había contemplado jamás desnuda ante el espejo.
Mosén Alberto había ensayado con ella todas las probaturas imaginables. Sor Genoveva era la responsable de que en el convento entero de pronto se notara un aire enrarecido, de escrúpulos y de hondos problemas de conciencia.
Llegó un momento en que el caso de sor Genoveva desbordó a mosén Alberto y éste no tuvo más remedio que redactar un informe para la madre superiora y para el señor obispo, aconsejándoles que permitieran intervenir al doctor Andújar, hombre de fe, psiquiatra, acostumbrado a tratar enfermos del cuerpo y del alma.
El doctor Andújar entró en el convento. Hubiera querido visitar a la monja en su propia celda, pero esto no era siquiera imaginable. La visitó en el llamado recibidor, escueto y frío, con un Sagrado Corazón presidiendo, un retrato del Papa y un ramo de florecillas silvestres.
Con una paciencia infinita el doctor Andújar fue interrogando a sor Genoveva, arrancándole medias verdades. Porque la monja se resistía. Un hombre, un médico! Temblaba ante la idea de que quisiera auscultarla o le ordenara quitarse el hábito. El doctor Andújar la tranquilizó. "De momento, no veo necesidad de nada de eso. No soy cirujano ni médico de cabecera. Mi profesión consiste en descubrir las causas de los sufrimientos del espíritu".
Poco a poco la paciente fue desembuchando pequeños detalles. De pronto, al oír de sus labios que acariciaba diariamente, largo rato, las cinco llagas del Cristo "expresivo y sangrante" -a Cefe le hubiera gustado ser su escultor-, el psiquiatra chascó los dedos, sin darse cuenta.
– Nota usted, sor Genoveva, algún consuelo al acariciar esas llagas?
– Sí… A veces… -Vaciló-. A veces todo lo contrario: me siento como si yo fuera también responsable.
– Ese consuelo… es muy profundo? Casi podría compararse a una alegría interior?
– Pues, casi… Y es entonces cuando me miro las manos para ver si me han brotado llagas también a mí.
– Y el rostro de Cristo…?
Sor Genoveva miró al suelo.
– Cuando veo la corona de espinas le amo con toda mi alma. Es algo… hermoso e inexplicable.
– Encuentra usted hermosa la sensación que experimenta, o encuentra hermoso el rostro de Cristo, el Ecce Homo?
Sor Genoveva vaciló de nuevo.
– Las dos cosas a la vez…
Inesperadamente, el doctor Andújar señaló con el índice la imagen del Sagrado Corazón del recibidor.
– Y esta imagen, la conmueve a usted?
– Conmover…? No sabría decirle. Creo que no -sor Genoveva se colocó a la defensiva-. Dios mío, me obliga usted a decir barbaridades!
– Cálmese, por favor. Si me equivoco, dígamelo. Según la madre superiora, ante el Sagrario no llega usted nunca a un estado previo al éxtasis…
Ella asintió con la cabeza, lentamente.
– Es verdad. Esto sólo me ocurre ante el Cristo sangrante que tenemos en el altar.
Una chispa iluminó el cerebro del doctor Andújar. Había visitado otras monjas, aunque no de clausura. Tuvo la sospecha de que sor Genoveva, sin saberlo, estaba enamorada físicamente de Cristo. Le preguntó si en alguna ocasión, mientras rezaba, le había visto alto, esbelto, resplandeciente, con una túnica blanca hasta los pies.
– Sí, sí! Muchas veces! Sobre todo, cuando me despierto durante la noche y cuando, al lavarme la cara, cierro los ojos y me los aprieto con los dedos.
– Ese Cristo alto y con túnica blanca que usted ve, podría compararse a la figura de Pío XII?
– No, no! De ningún modo! -sor Genoveva alzó un poco la voz-. El Papa es el Santo Padre, el Sumo Pontífice, pero es un hombre… A quien yo veo es a Cristo, el hijo de Dios -marcó una pausa, como si reflexionase-. Y es entonces cuando paso del gozo inexplicable a ese tormento que es difícil soportar.
El doctor Andújar tuvo la impresión de que se encontraba ante un ser humano gravemente enfermo, al que no le costaba nada mantener los votos de obediencia y pobreza, pero al que costaba mucho mantener la castidad. Era muy posible que sor Genoveva, al acariciar a Cristo, llegara al orgasmo, palabra que posiblemente la monja no había oído jamás. Durante la primera guerra mundial se habían hecho experimentos al respecto, en conventos de clausura y algunos médicos llegaron a conclusiones similares. La masturbación de los seminaristas era un precedente. El enamoramiento de las monjas por el sacerdote de turno, otro. Estudiando la historia de los papas del Renacimiento se encontraban ejemplos paralelos. Etcétera.
El doctor dio por terminada la primera visita. No quería agotar a su paciente. Habló con la superiora y le dijo: "Dentro de ocho días volveré. De momento, retrase la renovación de los votos".
El doctor Andújar meditó y se fue a ver a mosén Alberto. Éste abrió los ojos como platos. "No se me había ocurrido… Claro, claro que es posible! Dios mío, el alma es insondable -marcó una pausa-. Recuerdo que una vez me dijo que, cuando sudaba, el frescor de la imagen de Cristo secaba sus manos y le proporcionaba alivio… Claro, claro que es posible!".
En las próximas visitas -cinco en total-, el doctor Andújar se cercioró de que su diagnóstico era certero. Ya de niña, sor Genoveva cogía al Niño Jesús en sus brazos y lo acariciaba, cosa corriente, y hacía como si lo amamantase, cosa ya menos corriente. Y si entró en religión de clausura fue porque los hombres le daban asco, pensando en la pureza de los ángeles. De los piropos a Cristo Jesús lo que más le gustaba era que le dijeran que era su Esposa. "Esposa de Cristo, se da usted cuenta? Y Cristo me ama como ama a su Iglesia. Comprende, doctor? Pero si esto es así, si soy su Esposa, por qué tanto sufrimiento?". La conclusión del doctor fue tajante. Sor Genoveva, en aquellos cinco años de reclusión, había perdido el equilibrio y estaba a punto de enloquecer. Era preciso que no renovara los votos y sacarla de aquellas paredes cuanto antes. Tenía a su hermano, don Eusebio Ferrándiz, que era un santo varón, qué más podía pedir? Una temporada de libertad y verían cuál sería su evolución.
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