Esther quedó con Ana María que jugarían al tenis y le preguntó si estaba aficionada al bridge. "Me temo que no conozco siquiera las cartas francesas, excepto el as de corazones". "Pues tendrás que aprender -insistió Esther-. Aquí organizamos campeonatos locales. Últimamente, suelen ganar Chafo y la condesa de Rubí". Ignacio protestó. Lo que le convendría a Ana María sería el deporte. La natación, por supuesto y también excursiones. Y aprender a esquiar. "Moncho se lo ha aconsejado y creo que tiene razón".
Manolo tuvo buena cuenta de no advertir a Ana María que se aproximaba la fecha en que su "bufete" tendría que enfrentarse con los abogados de su padre, Rosendo Sarro. Por lo visto éste se había metido en un buen lío, al vender en Sabadell y Tarrasa tejidos a precio legítimo, de escandallo, pero obligando al comprador a adquirir como si fueran Coyas o Grecos cuadros pintados por cualquier aficionado local. Un buen truco, que casi suscitaba admiración.
Ana María, en un momento determinado, se reclinó en el diván -la chimenea, ardiendo- como si se desperezara y dijo: "Se está bien aquí… Esto es confortable. Y estoy segura de que vuestro chalet en S'Agaró lo será también". Ignacio, al oír esto, arrugó el entrecejo. Ana María se dio cuenta y dándole una palmada prosiguió: "Anda, no seas tonto, que yo, por ti sería capaz de vivir en la calle de la Barca e incluso en el palacio episcopal".
* * *
La última pregunta que le formuló Ana María a Esther fue por qué no tenían en casa un perro o un gato. "Hacen mucha compañía, no?". "Sí, es verdad -accedió Esther-. Pero dan mucho la lata. Y te prometo que Jacinto y Clara se bastan y sobran para no dejarme respirar".
Manolo se rió de las palabras de Esther.
– Ya lo habéis oído, muchachos… Los hijos producen asma. Así que, tenedlo en cuenta…
La última visita de Ana María fue al piso de la Rambla. Ignacio decidió, ya era hora!, presentarla a sus padres. Por fortuna, el microscopio de Moncho les había dado buenas noticias. Un poco de anemia y una cierta falta de cal en los huesos. "Lo repito una vez más. Ejercicio, mucho ejercicio! Y pásate por aquí, que Eva te dará unas pócimas de herboristería que ella sabe preparar". Por lo demás, Ana María no era la misma que cuando llegó a Gerona. Por lo visto, la presencia de Ignacio y el afecto de sus amistades la habían mejorado sensiblemente.
Al entrar en el piso de la Rambla y ver el perchero con el sombrero de Matías colgado se quedó inmóvil por unos instantes.
Cuánta modestia! Era posible? Sí, lo era. Y en medio de esta modestia se había criado Ignacio, había terminado su carrera y había aprendido lo que era la intimidad.
Carmen Elgazu y Matías se habían compuesto para recibir a la muchacha. Ana María no sabía si besarles o estrecharles la mano. Por fin les estrechó la mano, mientras Carmen Elgazu decía:
– Bien venida, hija…
Matías detestaba las situaciones equívocas.
– Anda, sentaos… Queréis una taza de café? Digo café, no digo malta.
Ignacio asintió, lo mismo que Ana María y Carmen Elgazu desapareció en la cocina. Ana María se disponía a sentarse, pero Matías se le dirigió de nuevo.
– Ven un momento, que quiero enseñarte nuestro Amazonas, el río Oñar.
Se acercó al ventanal y Ana María quedó a su lado, mirando. Había llovido bastante y el agua cubría el río de parte a parte.
– Te das cuenta? -añadió Matías-. Desde aquí, cuando no hace tanto frío, me dedico a pescar en caña.
– Sí, ya lo sé -se anticipó Ana María-. Y a veces el pescado va directamente del río a la sartén…
Matías soltó una carcajada.
– Ah, ese Ignacio! Te lo ha contado todo, verdad?
– Todo, no creo; pero sí bastantes cosas… -Ana María hizo un mohín-. Supongo, claro…
– Cómo que supongo?
– Todavía no me ha dicho cómo se las arregla usted para ganar siempre al dominó…
El resto de la velada fue feliz, sin el menor incidente, todos y cada uno comportándose de la forma más natural. Carmen Elgazu detectó al instante que Ana María llevaba cadenilla con una cruz colgada del cuello, y Matías, prestando atención a sus pendientes, que brillaban como el sol y a algún que otro gesto de la muchacha andaba rumiando: "Por supuesto, no es de nuestra clase". Esto le preocupó. Pero sólo un momento. El amor -amor, amor- con que miraba a Ignacio y el embobamiento de éste valían más que cualquier especulación dialéctica.
Ignacio había advertido a su madre: "No le digas que hemos instalado una ducha nueva… En cambio, puedes hablarle del teléfono, puesto que ya tiene el número y desde ahora sonará con frecuencia".
Carmen Elgazu no le habló de ninguna de las dos cosas. En cambio, le habló de Eloy, que estaba en la escuela. "Es nuestra mascota particular. Fíjate lo que me regaló el Día de la Madre!", y Carmen Elgazu fue en busca del balón con la firma del entrenador y de los once titulares del Gerona Club de Fútbol.
Ana María se encontró con el balón en las manos e iba dándole vueltas lentamente para observar las firmas. Tenía nociones da grafología y pensó: "Ninguno de éstos ha hecho siquiera el bachillerato". Por fin Ignacio le libró del balón y lo hizo rodar por el pasillo hasta el vestíbulo.
Carmen Elgazu se abstuvo de enseñarle el resto de la casa -cocina, alcoba conyugal, etc.-, pero, en cambio, Matías se empeñó en que viera el futbolín. Fueron a verlo y de pronto Ana María, rodando la vista por aquellas paredes atestadas de libros, con una mesa de buen tamaño y dos camas individuales, preguntó:
– Pero, éste es tu cuarto, Ignacio?
– El mío y el de Eloy… Se puede compaginar el meter goles con el Código Penal, no crees?
Ella le cogió del brazo y asintió.
Sí, Ana María se movió a gusto entre aquellos seres. Comprendió que debería adaptarse a determinadas costumbres; pero esto ya lo sabía de antemano, con sólo tratar a Ignacio. Por lo demás, Matías le pareció mucho más educado que Rosendo Sarro, su padre por la gracia de Dios.
La despedida fue emotiva. Ya en la puerta, de pronto Ana María dio media vuelta y mirando a Matías y levantando el índice dijo: Caldo Potax. Matías quedó mudo de asombro hasta que pudo balbucear: Caldo Potax…
La ronda se remató en la plaza de la Estación, en el piso de Mateo y Pilar. Todo se produjo con naturalidad, ante la sorpresa de Ana María, quien había imaginado qne Pilar la recibiría de uñas por su íntima amistad con Marta. Pilar había también doblado esta página… Por supuesto, se dedicó a observar a Ana María como Moncho los bichitos en el microscopio. Y dijo para sí: "No es una hija de papá. Es cariñosa y sabrá adaptarse. Y es alegre! No me sorprende que Ignacio la haya preferido. Ah, Marta, qué lástima, qué lástima de su camisa azul!".
Mateo estuvo un poco ausente, lo que molestó a Ignacio. A veces le ocurría esto a Mateo y seguramente provenía de algún problema que le había surgido en los cargos que ostentaba en la Falange. Sin embargo, el ex divisionario hizo un esfuerzo y se fue a la alcoba y regresó con el pequeño César llevándolo en alto como si fuese una bandera.
– Ahí tenéis! Es mi mejor condecoración…
Pilar le agradeció estas palabras. Rodearon al crío y los demás temas huyeron por la ventana. A Ignacio siempre le había preocupado que la presencia de un bebé hipnotizara de tal modo a los mayores que éstos olvidaban todas sus ideas y se convertían en seres de puro instinto, meramente zoológicos. Los diminutivos: "Ay, qué monada! Qué hermosura de crío! A ver, a ver, cómo te llamas? Cuántos años tienes?", le habían parecido siempre idiotas. Moncho compartía esta opinión y por ello, de acuerdo con Eva -por ello, y por razones más profundas-, no quiso tener hijos.
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