– Te das cuenta, Silvia? Esta gente es triste. Cuentan chistes, palmotean, cantan, pero en el fondo es gente triste. Mucho traje de lunares, pero también mucho vestido negro. Las mujeres parecen bultos enlutados salidos de las plazas de toros. Y los niños, escuálidos. Cuánta mendicidad! Me gustaría saber el número anual de suicidios, sobre todo en el campo. Y los gitanos… No abundan mucho los Niños de Jaén. Aquí son pillos que no saben lo que son los zapatos con cordones. García Lorca fue un embustero. Se emborrachó con las palabras e idealizó la lenta agonía de esta tierra…
Silvia no sabía qué decir. Ella era intuitiva, temperamental. Por eso en la cama elevó a Padrosa al séptimo cielo. Pero considerarla una aguda observadora hubiese sido una calumnia. Lo que le gustaba eran los caballos. Caballos árabes, de pura raza? No importaba. Conformaban una estampa sensual de inusitada fuerza. En Sevilla les dijeron que Franco proyectaba canalizar el Guadalquivir, hacerlo navegable, hasta el mar. Ello sería un regalo de los dioses para quienes malvivían a sus orillas. Les hablaron del cardenal Segura… "Cuidado con los novios! -había alertado-. Se acarician en público sin ningún pudor". Silvia y Padrosa se enlazaron por la cintura y se pasearon por doquier como dos tortolitos.
– Yo no ordenaría ningún sacerdote sin que antes hubiera cursado ciertos estudios en casa de la Andaluza -propuso Padrosa.
Silvia se rió.
– Entiendo, entiendo -admitió-. Vamos a almorzar al hotel y a la hora de la siesta me fabricas nuestro primer hijo…
Les hubiera gustado ir a Cuelgamuros, al Valle de los Caídos, a visitar al padre de Félix. Pero la Agencia Gerunda les reclamaba y tampoco estaban seguros de conseguir el permiso necesario. Fue una lástima, porque en aquellos días Alfonso Reyes, en el economato, había capitaneado una protesta general por el mal rancho que les servían y sus pretensiones habían sido tenidas en cuenta.
En Cádiz fueron a un circo. Los circos encantaban a Silvia. Sobre todo, el número de los elefantes. Ella hubiera querido ser domadora de elefantes y no manicura en la barbería de Dámaso.
– Con que me domes a mí -le dijo Padrosa-, basta y sobra para que esta luna de miel se prolongue toda la vida.
* * *
Quincena del amor. Ricardo Montero recayó. Recayó en una profunda depresión, agravada por las copas de más que solía tomar en compañía del capitán Sánchez Bravo y porque en el póquer perdía todos sus dineros. En cuestión de ocho días fue perdiendo todo interés por la vida, llegando casi al estado catatónico. El doctor Andújar tuvo que aplicarle seis electrochoques. La medida era drástica, traumatizante, pero no existía otra fórmula para detener el avance del mal.
Gracia Andújar le vio en aquel estado y decidió cortar por lo sano. El muchacho le dio mucha lástima, pero comprendió que su padre tenía razón: los tiros de gracia con que remató en el cementerio a los condenados a muerte le perseguirían toda la vida.
Esperaría un tiempo prudencial y rompería sus relaciones con él. Llena de vida en la Sección Femenina -Coros y Danzas-, se sintió incapaz de casarse y convivir con un hombre enfermo que podía llegar a serlo mental.
De otro lado, Marta no había cesado de hablarle de su hermano, José Luis Martínez de Soria, quien estaba al acecho de lo que pudiera acontecer. Marta organizó un almuerzo en su casa con motivo de su cumpleaños y todo marchó sobre ruedas. La madre de Marta y de José Luis colmó de atenciones a Gracia Andújar, quien era como una gacela que en muchas cosas recordaba a Ana María y a Esther. José Luis quedó vivamente impresionado. La muchacha podía también llamarse Cascabel. Era capaz de bailar sobre la punta de los pies y lo sabía todo del arte de Diáguilev. Entendía que había que cuidar del cuerpo como lo que era: depositario del alma. Se había educado incluso la voz. Marta, cantando, era el puro desastre. Gracia Andújar, aconsejada por Chelo Rosselló, emitía un sonido puro, las palabras le fluían con matices que arrullaban al prójimo. Su padre siempre le decía: "Acércate… Habíame de lo que quieras y me quedaré dormido". O bien: "Acércate… Habíame en tono más alto y me espabilaré". Era un diapasón hecho carne.
José Luis quedó prendado de la muchacha y Gracia Andújar sintió por José Luis una oleada de súbito afecto que nunca hubiera podido sospechar. Comprendió que ahí podía estar la clave del enigma que, con Ricardo Montero, daba vueltas sin parar. José Luis era transparente como aquel hombre de cristal que habían expuesto en la farmacia Ribas. El uniforme le sentaba como si lo hubiera llevado desde la niñez, como si hubiera ido creciendo con él.
Alto, sobrio, se parecía a Marta en la claridad de su mirada y en sus breves afirmaciones. Peinado corto: orden del general. Admiraba mucho a Mateo, del que había copiado el mechero de yesca. Tenía una verruga en la sien izquierda -se la rascaba con frecuencia-, sin decidirse nunca a ir al dermatólogo. Olía bien, a colonia de calidad. Su profesión de teniente jurídico le había ido humanizando poco a poco desde que en Lérida, en plena guerra civil, mosén Alberto le dijo: "Los vencedores podríais dedicaros a perdonar". Hacía lo que estaba de su parte, con lo que se había ganado el aprecio de Manolo y del profesor Civil. Todo el mundo le respetaba. Y lograba amistades contradictorias, como la del fanático jesuíta padre Jaraíz, "enemigo potencial" del padre Forteza. El padre Jaraíz era partidario, como mosén Falcó, de la mano dura. José Luis se acordaba del final de "aquel que a hierro mata".
La madre de Marta, siempre con el espíritu enlutado, vio en aquella pareja una esperanza de resurrección. Gracia Andújar había arrancado de ella, sino carcajadas, por lo menos sonrisas que casi había olvidado. La mujer, al sonreír, se rejuvenecía. Se había propuesto -y lo había conseguido- amar a todo el mundo, excepto al general, por la causa de siempre, porque se había negado a ir al cementerio a depositar un ramo de flores a la tumba del comandante Martínez de Soria, al que calificaba de "traidor" porque se rindió.
Por descontado, mientras durara la crisis de Ricardo Montero no era cuestión de salir los dos a la calle "para conocerse mejor". Pero lo más probable era que no tardaran en hacerlo. Por de pronto, Gracia Andújar le dijo a su padre: "No sé si será falta de caridad, pero no me siento capaz de convivir con un depresivo, que además se emborracha". Al doctor Andújar le acosaron los escrúpulos. A lo largo de su vida había procurado convencer a los parientes de los depresivos de que debían dedicarles todo el cariño posible; y ahora que esta dolencia le tocaba directamente no podía por menos que alegrarse de la decisión de su hija. Ah, qué fácil resultaba teorizar, cuan difícil ser consecuente! Los dos hijos mayores del doctor Andújar, Carlos y Juan, que estudiaban en Barcelona, se alegraron mucho de la decisión tomada por su hermana. Si la cosa seguía adelante, celebrarían la Navidad en paz.
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Quincena del amor. El doctor Chaos había encontrado su víctima propiciatoria: un ayudante de mister Collins, el cónsul inglés. Se llamaba Alvin Stevenson y tenía el rostro tan pálido que parecía drogado. Se conocieron en la cafetería España. Casualmente juntos en la barra del bar, la gesticulación de Alvin llamó la atención del doctor Chaos. Éste le invitó en nombre de la "hospitalidad española". Hubo un intercambio de miradas, la intervención de un sexto sentido y el doctor Chaos le propuso al muchacho visitar su clínica.
Y allí se produjo el emparejamiento. El doctor Chaos cerró con llave la puerta de su despacho, ordenando a las monjas que no le molestaran hasta nuevo aviso. Apenas si el doctor tuvo necesidad de demostrar sus amplios conocimientos del idioma inglés. El idioma común fue la pasión. Alvin Stevenson era como una mujer. Desde que llegó a España -llevaba en Gerona más de seis meses-, siempre le había sorprendido que sus inclinaciones fueran consideradas tabú por la población. A su ver, eran de lo más normal y, en épocas anteriores, sólo remontándose a Grecia, consideradas incluso de signo superior. El doctor Chaos casi enloqueció de placer. Las monjas, entretanto, atendían a los pacientes internos o rezaban el rosario; él desgranaba las jaculatorias de la más ortodoxa homosexualidad. Los jadeos de Alvin casi traspasaron las paredes. Fue una unión perfecta, como la de la Torre de Babel y Paz, como la de Padrosa y Silvia. La palidez de Alvin intensificó los deseos del doctor Chaos. Una temporada le atrajeron los tísicos; tal vez Alvin lo fuera. Quedaron en verse en la clínica otra vez; aunque siempre con mucho tiento para que el cónsul, mister Collins, no se enterara y considerara aquello como una alianza bélica entre España e Inglaterra.
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