Una mujer, la bella aviadora Hanna Reitsch, consiguió llegar al bunker, en compañía de Von Greim, herido. Escenas de indignación, de emoción y de lágrimas tuvieron lugar entre el Führer, el herido y la aviadora. Hitler aulló contra la traición de Goering y a través de ráfagas de esperanza gimió por su suerte fatal. Su estado físico -decía- no le permitía morir con las armas en la mano, ni quería caer vivo en manos de los rusos; entonces, pondría fin a sus días.
Hanna Reitsch y Von Greim le pidieron el favor de compartir su suerte. Hitler rehusó, nombró mariscal a Von Greim y le ordenó que se pusiera al mando de la Luftwaffe y se fuera al frente. Pero no había ningún avión preparado para el vuelo y habría que esperar.
Entretanto, los rusos entraban en Berlín, ocupándolo poco a poco, en una batalla que duró una semana. Todo iba cayendo al compás de los bombardeos. Una formidable detonación conmovió a toda la ciudad cuando un depósito de Panzerfaüste saltó en Potsdamreplatz, causando una horrible carnicería. Una tragedia todavía más horrible tuvo lugar debajo de la calzada. Los zapadores habían dado orden de hacer saltar las compuertas del Ladwehr Kanal, para inutilizar los túneles del Metro que utilizaban los rusos. En las tinieblas, los millares de civiles que se habían refugiado allí huían a tientas ante la subida de las aguas. Centenares de no combatientes, con una fuerte proporción de niños, perecieron ahogados o asfixiados.
Tres millones de berlineses y de refugiados se agazaparon en los sótanos, en los túneles del Metro, en los bunkers de la defensa pasiva. El miedo, el hambre y la sed se habían apoderado de ellos.
Algunos salían un momento y bebían en los charcos, buscando las ruinas de un almacén de alimentación o la gran suerte de un caballo muerto. Volvían a su cueva cargados con un trozo de carne sangrante o un cubo de agua procedente de las alcantarillas.
En otros sitios, había ahorcados balanceándose al soplo de las explosiones. Soldados desbandados que habían tenido la mala suerte de encontrar una de las patrullas de jóvenes SS encargados de hacer obligatorio el heroísmo, llevaban letreros en el pecho: "Cuelgo aquí porque soy un desertor". "Cuelgo aquí porque soy un cobarde". "Cuelgo aquí porque he dudado de mi Führer".
El día 28 trajo un nuevo desgarrón: un comunicado de la agencia Reuter reveló que Himmler había tratado de negociar, por mediación del conde de Bernadotte, la rendición del Reich a cambio de la sucesión de Hitler. Éste clamó: "Otro traidor!". Eva Braun no tuvo más que un suspiro: "Pobre Adolfo! Todo el mundo le traiciona!".
El día 29 tuvo lugar la boda de Eva Braun e Hitler. Los testigos fueron Goebbels y Bormann. El funcionario del registro civil se llamaba Walter Wagner. La escasa corte, una decena de hombres, tres o cuatro mujeres, entre las cuales se encontraba la cocinera vegetariana de Hitler, Manzialy de nombre, desfilaron ante los recién casados. Éstos se retiraron luego para un desayuno nupcial y luego Hitler dejó a su mujer y se encerró con su secretaria, Frau Junge, en la celda que le servía de gabinete de trabajo. Dictó su doble testamento, el político y el privado, los cuales habían de serle muy útiles al doctor Andújar para sus carpetas sobre la personalidad del Führer.
El testamento político era un alegato y una maldición. Hitler se defendía de haber querido la guerra y hacía responsables de su pérdida a los oficiales cobardes y traidores. Estigmatizaba a Goering y a Himmler; designaba su sucesor: el almirante Dóenitz y se ocupaba de los principales puestos del Estado. Concluía con un grito de odio: el pueblo alemán debía mantener con todo su rigor las leyes raciales y de manera implacable "contra los envenenadores de todas las naciones, los judíos".
En su testamento privado, Hitler legaba todos sus bienes personales al Partido; si el Partido no existía, al Estado; si el Estado también era destruido, "toda disposición sería superflua". Pidió que las obras de arte que había reunido constituyesen un museo en Linz, su ciudad de origen. Explicó su matrimonio. Tras de muchos años de sincero afecto, Eva Braun había decidido libremente compartir su camino hasta el fin y él había querido llevarla consigo como su mujer a la gran partida. "Mi mujer y yo hemos decidido morir para evitar la vergüenza de una captura. Queremos que nuestros cuerpos sean inmediatamente quemados en el lugar donde, durante doce años, he cumplido la mayor parte de mi esfuerzo al servicio de mi pueblo".
Goebbels quiso seguir el ejemplo. Redactó lo que él llamó un apéndice al testamento político de Hitler. "En el torbellino de traiciones que rodea al Führer, debe haber al menos un hombre que siga a su lado, incondicionalmente fiel hasta su muerte. Pasaría el resto de mis días considerándome un traidor despreciable y vulgar si obrara de otro modo". Goebbels, pues, declaró que se quedaría en Berlín hasta el final, poniendo fin a su vida ya sin objeto. Su mujer compartió su decisión, en lo que la concernía y en lo que concernía a sus seis hijos, demasiado pequeños para poder pronunciarse por sí mismos. No era concebible para ellos ninguna existencia fuera del nacionalsocialismo; morirían con su muerte.
Hitler declinó toda proposición de posible huida, por lo demás harto inverosímil. No quedaba más que morir. Ya había dado orden de suprimir a su perra alsaciana, Blandí, signo indudable de su resignación.
Al comienzo de la noche, Hitler se despidió de sus secretarias, excusándoles de no darles como último recuerdo más que un poco de veneno y lamentando no haber tenido generales tan fieles como ellas. Fuera había oficiales y gentes de las SS que se levantaban la tapa de los sesos, algunos en medio de festines últimos con champán y mujeres.
Hitler todavía almorzó. Estaba en la mesa, en el paso central del bunker, mientras su chófer, Erck Kempka, ayudado por cuatro soldados, transportaba al jardín de la cancillería los 180 litros de gasolina que debían servir para poder carbonizar su cuerpo y el de Eva. Se reunió con su esposa en la celda donde ella se había quedado durante la comida, volvió a salir con ella y pasó ante Goebbels, Bormann, Kregs, Burgdorf, Naumann y algunos subalternos y secretarias. No hubo manifestaciones oratorias; sólo silenciosos apretones de manos. En ese momento los rusos no estaban ni a cien metros del bunker.
Adolfo Hitler y Eva Braun volvieron a su apartamento. Se oyó una detonación. Hitler se había disparado con un revólver en la boca. La señora Hitler había muerto silenciosamente con un sello de veneno. Sus cadáveres fueron incinerados. Pocos días después, el 7 de mayo, el general Jold, en representación del almirante Dóenitz, firmó con el general Eisenhower la capitulación de Alemania.
* * *
En Berlín cesó el estrépito de la batalla. Multitudes lívidas salieron de los refugios. Lo que vieron era espantoso. Las ruinas eran las más extensas que nunca hubiera acumulado el furor de los hombres. Los rusos, dueños de aquella situación, hicieron lo que les vino en gana. Las mujeres quedaron entregadas al ultraje del vencedor. Asimismo llegó la orden de transportar las fábricas berlinesas a la URSS. El desmontaje llegó cuando aún se luchaba.
Ahora bien, entregado Berlín y firmada la capitulación de Alemania, quedaban aún muchos ejércitos alemanes en pie de guerra. Ocupaban Noruega, Dinamarca, la mayor parte de Holanda, incluidas Amsterdam y Rotterdam. En Francia, grandes extensiones. En el Mediterráneo, posesiones tan lejanas como Rodas y Creta. Toda Checoslovaquia. Tres millones de soldados alemanes estaban aún en armas desde el cabo Norte hasta el mar Egeo. Los refugiados agravaban la situación. Sumaban, quizá, siete millones.
El mariscal Keitel firmó la rendición sin condiciones de todos los ejércitos del III Reich. Poco después, varios generales alemanes se suicidaron. Himmler acabó por entregarse a un puesto inglés, pero en el momento de iniciarse el cacheo masticó una pastilla de cianuro y cayó rígido. La guerra en Europa había terminado. Sólo continuaba en Asia, donde la situación del Japón seguía siendo impresionante.
Читать дальше