Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Acabaré en la cárcel, si continúo haciendo aquello, si no logro curar aquella enfermedad, acabaré en la cárcel. Y aun sabiendo que acabaré en la cárcel introduzco la mano en el bolsillo de la chaqueta del hombre. El pasillo está oscuro, pero ya he aprendido a distinguir las monedas al tacto. Si tiene muchas, quizá me anime a hurtar cuatro, en vez de dos, para asegurarme una sesión doble de calle… Si me preguntaran si soñé o realicé esa escena, no sabría qué decir. La realicé, desde luego, y decenas de veces, pero cómo no tener en cuenta su calidad onírica…

Me quedaba dormido en cualquier parte, decía, lo que acabé aceptando como una facultad especial, como un don. De hecho, aunque fingía tragarme las vitaminas que me daban con el desayuno, las arrojaba por el retrete para que no me quitaran el sueño. Y empecé a dormir a escondidas, como los chicos mayores fumaban a escondidas, al objeto de no despertar la preocupación de mi madre. Después de comer, me echaba debajo del hueco de la escalera, que tenía también algo de nicho. Muchas veces, el tránsito del sueño a la vigilia era tan insensible como el paso del estado sólido al líquido en el hielo. ¿Tenía el agua memoria del hielo? ¿Guardaba yo memoria de los sueños? Quizá no, porque al despertar continuaba en ellos.

Muchos niños sueñan con ser invisibles. Yo era invisible en cierto modo. Jamás fui sorprendido mientras robaba dinero del bolsillo de mi padre ni mientras dormía en uno u otro de mis escondrijos. También entre mis hermanos parecía invisible, quizá porque, al estar en medio, los mayores me consideraban pequeño y los pequeños, mayor. La frontera, la tierra de nadie, la no pertenencia, el territorio de la escritura. Sólo mi madre me veía y me miraba con un gesto de preocupación que a mí me gustaba. Y me hacía daño. Quizá me gustaba porque me hacía daño. Tal vez ella sí sabía. Un día, en la comida, se refirió a una persona de la que dijo que era cleptómana. Cuando uno de mis hermanos le preguntó por el significado de aquella rara palabra, respondió dirigiéndose a mí, que me quedé sin sangre en el rostro durante unos segundos, hasta que, quizá por piedad, desvió la mirada. Mamá tenía capacidades adivinatorias.

Más adelante, animado por la impunidad de mis hurtos y en una carrera ya desenfrenada hacia la delincuencia, llevé a cabo una incursión en la cartera de mi padre, de la que cogí un billete de cinco pesetas (una fortuna). Con ese billete, convertido en monedas, podría ver la calle desde el sótano del Vitaminas durante el resto de mi vida (durante el resto de la suya, para ser exactos). Me temblaban las piernas cuando salí con el billete a la realidad, jadeando como un asmático. Realicé el hurto a la hora de la siesta y tuve el billete en mi bolsillo hasta las siete de la tarde. A esa hora comprendí que ni mi conciencia soportaría el peso de un delito de esa naturaleza ni la policía sería tan torpe como para no dar con el ladrón cuando mi padre denunciara la pérdida.

Pensé en restituirlo a la billetera, pero se trataba de una operación muy lenta, de enorme riesgo. Ni si quiera sabía cómo me había atrevido a robarlo. Decidí entonces destruirlo. Salí a la calle, dudando en esta ocasión de mi invisibilidad, pues tenía la impresión de que todo el mundo me miraba, y a medida que caminaba iba triturando el billete con los dedos de la mano derecha, introducida en el bolsillo del pantalón, donde lo había ocultado. Cuando obtenía un pedazo lo suficientemente pequeño (minúsculo, en realidad), lo arrojaba al suelo y cambiaba de acera, para no dejar un reguero de pruebas… En un momento dado, no obstante, temiendo que la investigación se centrara en las calles del barrio, fui hasta López de Hoyos y cogí el tranvía para destruir las pruebas lejos del lugar del crimen. Era la primera vez que tomaba el tranvía yo solo, lo que constituía otra trasgresión importante en mi carrera hacia la delincuencia. Pagué, intentando aparentar naturalidad, con parte de los céntimos ahorrados cuando sólo era un ladrón de céntimos y ocupé el centro del vehículo, lleno de adultos entre cuyos cuerpos me oculté para continuar destruyendo el billete.

Ocurrió entonces un suceso extraordinario: desde el tranvía, a través de la ventanilla, cuando ya habíamos recorrido un buen trecho, vi detenida en la acera, esperando la oportunidad para cruzar la calle, a una mujer del barrio, una vecina que había muerto dos o tres semanas antes. Ahora es fácil deducir que se trataba de una mujer parecida a ella, qué otra explicación cabría dar, pero aquel día concreto en el que yo me hallaba empeñado en destruir las pruebas de mi crimen se trataba de la mujer muerta sin lugar a dudas. Los muertos vivían en otro barrio, pues. Había un barrio ocupado por ellos. La idea me sobrecogió, aunque no tanto como para olvidar mi empeño: la destrucción del billete y su dispersión lejos del lugar donde había llevado a cabo el delito.

No sé por cuántas paradas pasé antes de tomar la decisión de bajarme del tranvía, pero cuando descendí de él me pareció que había llegado al extranjero. Las calles, en aquel lugar, estaban empedradas (en mi barrio, la mayoría eran de tierra) y los edificios, altos y distinguidos, tenían en sus bajos tiendas cuyos escaparates no podías dejar de mirar. Caminé por una calle ancha (quizá el tramo de Fuencarral que va de Quevedo a Bilbao) sin dejar de triturar el billete con una sola mano (cómo llegaron a dolerme los dedos) y una vez terminada la operación empecé a diseminar los restos, con enorme disimulo, por la acera. Cuando no quedó en el fondo de mi bolsillo una sola migaja del billete, recuperé la respiración, pero fue por poco tiempo, pues tras preguntar la hora a un señor advertí que tenía los minutos contados para volver a casa antes de la hora sagrada de la cena. Al pasar de nuevo por el barrio en el que había visto a la mujer muerta, cerré los ojos y los mantuve así durante un buen rato para no ver a los difuntos.

Sería una casualidad -qué otra cosa, si no-, pero esa noche en la cena, uno de mis hermanos dijo que cuando él fuera millonario encendería los puros con billetes de cinco pesetas, tal como solía hacer el personaje de un tebeo. Mi madre le respondió secamente que la destrucción de dinero era un delito.

Aunque se lo dijo a mi hermano, yo sentí que la frase se dirigía a mí. Lo cierto es que recibí el disparo en la mitad del corazón. Así pues, había cometido dos crímenes: uno, el robo; otro, la eliminación física de lo robado. Quizá terminara en la cárcel antes de lo previsto. No obstante, y contra todo pronóstico, mi padre no echó nunca en falta aquella fortuna, por lo que la policía tampoco apareció por casa.

Entretanto, descubrí que mi padre escondía el frasco de éter en un armario del taller al que se suponía que no llegaba nadie. Pero yo llegué con la ayuda de una silla y de una banqueta que colocaba encima de la silla, en precario equilibrio. Y lo olía de vez en cuando, pues había llegado a descubrir y a apreciar sus propiedades narcóticas. Cuando la casa se quedaba en calma, después de comer, pasaba por el cuarto de baño, tomaba del botiquín un trozo de algodón y me iba con él al taller, donde lo empapaba en el éter. Luego me tumbaba en el hueco de debajo de la escalera, en posición fetal, la misma que utilizaba para dormir, y me lo aplicaba a modo de mascarilla, entrando de inmediato en un sopor tan profundo que, al despertar y levantarme a media tarde, era como si me incorporara en el interior de un sueño. Lo que hacía a partir de entonces tenía esa calidad alucinatoria en la que nada, por extraordinario o asombroso que sea, nos sorprende. Por eso quizá el recuerdo que guardo de aquella época es el que se conserva de un sueño muy vivido, uno de esos sueños que nos hacen dudar acerca del grado de realidad de la vigilia.

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