Superada milagrosamente la crisis, y ya de regreso a la calle del tranvía, vimos a una chica muerta, de la edad de Luz, bellísima, pese a su palidez lúgubre, quizá gracias a ella. Estaba comprando golosinas extintas en un quiosco muerto, atendido por una difunta, que se cubría la cabeza con un velo negro cuyos bordes se confundían con las sombras del interior del puesto. El Vitaminas propuso que compráramos unas chucherías para comprobar su sabor («seguro que saben a esqueleto», dijo), pero ninguno de los dos nos atrevimos, por miedo a que la mujer se diera cuenta de que nuestro dinero estaba vivo y que éramos, por tanto, unos intrusos.
El problema era que nos habíamos extraviado y no encontrábamos la calle donde se tomaba el tranvía. Dimos dos vueltas, cuatro, seis, sin dar con ella. El Vitaminas no parecía asustado, pero yo, ahogado por la angustia, empecé a tener dificultades respiratorias. La idea de quedarme atrapado para siempre en aquel mundo fúnebre me dio tanto miedo que empecé a gemir, a balbucear palabras sin sentido, como un niño loco. Ésa era al menos la imagen que tenía de un niño loco.
– ¿Qué dices? -preguntó el Vitaminas.
– Que no tendríamos que haber venido -articulé al fin, entre lágrimas, sabiendo que nunca, hiciera lo que hiciese en la vida, lograría borrar de mi currículo aquel acto de cobardía. Mi miedo tenía efectos tan paralizantes que el Vitaminas, tomando las riendas de la situación, se acercó a un señor (muerto, evidentemente) para preguntarle dónde se tomaba el tranvía. El señor le dijo que estábamos al lado mismo, a tan sólo dos calles, y le dio las indicaciones pertinentes.
Ya en el tranvía, avergonzado por mi actuación, observé con disimulo el rostro de Vitaminas, para deducir si pensaba burlarse de mí, o echármelo en cara, pero viajaba abstraído, observando por la ventanilla algo que estaba más allá de las calles, quizá más allá de la vida. Lo recuerdo agarrado, con sus dedos de pájaro, a una de las barras verticales del vehículo, con todo su cuerpo bailando dentro de una camiseta desbocada, de rayas blancas y azules, con el pelo pegado por el sudor a la frente y la boca entreabierta, ansiosa, como esperando algo que no acababa de llegar… Se me ocurrió entonces la idea loca de que quizá había muerto tras la carrera. Tal vez lo que yo había tomado como una recuperación había sido en realidad el ingreso en una condición distinta. Desconfié de él quizá para desviar la atención de la desconfianza que acababa de adquirir en mí mismo, y al llegar al barrio, tras dejarlo en su casa, pues no había dimitido de mi tarea de cuidador, me fui a la mía y pasé el resto de la tarde leyendo tebeos, o fingiendo que los leía, mientras me hacía a la idea de que no era un héroe, quizá no lo sería jamás.
Al día siguiente me arranqué, uno a uno, diez pelos de la cabeza. Salían con una pequeña raíz en forma de bulbo que observé atentamente con una lupa, maravillado del parecido de estos bulbos con algunas raíces de los productos agrícolas. Abrí también la tubería de plomo, de la que extraje varias monedas que devolví al bolsillo de la chaqueta de mi padre. Por cierto, que estuve a punto de ser sorprendido en esta tarea de restitución de lo robado, lo que me hizo comprender el concepto de ironía aun sin conocer la palabra. También me comí las acelgas y rebañé el plato. Era, en fin, una persona completamente reformada. Quizá no terminara en la cárcel.
Con todo, la aventura en el barrio de los muertos había resultado excesiva. Durante algunos días apenas salí de casa y abusé del éter más de lo debido. Podía dormir en cualquier sitio, a cualquier hora. A veces me entraba el sueño mientras comía y se me cerraban los ojos llevando la cuchara del plato a la boca. Por la mañana, al levantarme, pensaba con enorme gratitud en la llegada de la noche. A menudo fantaseaba con que me atacara una de esas enfermedades que te obligan a guardar cama un año o dos. Mi madre se acercaba a mí, y me tocaba la frente, para ver si tenía fiebre. A veces decía: «Este niño está incubando algo.» La frase sonaba a amenaza. Todavía hoy, esa expresión, incubar algo, me aterra, porque, visto con perspectiva, sí, estaba incubando una adolescencia aciaga, quizá una existencia fatal.
Finalmente no me atacó ninguna de esas enfermedades que te obligan a guardar cama un año o dos, sino unas anginas cuya fiebre asustó a mis padres y a mí me proporcionó instantes de verdadera dicha. La palabra fiebre es la más bella de la lengua (fiebre, fiebre, fiebre). Ninguna de las drogas que probé luego, a lo largo de la vida, me proporcionó las experiencias alucinógenas de la fiebre. Deberían vender pastillas productoras de fiebre. No mucha: esas ocho o nueve décimas que nos extrañan de la realidad. Recuerdo todas y cada una de las ocasiones en las que he visto el mundo a través de la fiebre. Todas y cada una de las ocasiones en las que el mundo me ha mirado a mí a través de la fiebre. Me han producido fiebre las anginas, desde luego, pero también la lectura de ciertos libros. Algunos capítulos de Crimen y castigo, por ejemplo, me producían fiebre. Todavía me la producen si los leo con la concentración adecuada. He tenido, en ocasiones, una experiencia rara: la de detectar la fiebre en la realidad. No hace mucho, una mañana, a los cinco minutos de sentarme a trabajar, me pareció que la habitación tenía fiebre. Y no sólo la habitación, sino cada uno de los objetos que había en ella. Toqué los libros y tenían fiebre, toqué mis fetiches y tenían fiebre, acaricié el respaldo de la silla y tenía fiebre. Me puse a escribir un artículo y me salió, claro, un artículo con fiebre.
La fiebre.
En cierta ocasión, alguien me señaló que los personajes de mis libros siempre estaban a punto de escribir o de enfermar. A veces, enfermaban en el momento de ponerse a escribir, o escribían en el momento de enfermar. Las mejores cosas que he escrito están tocadas por la fiebre, quiero decir que están febriles. Tienen una febrícula. Qué palabra también, febrícula. Empecé este libro con un pequeño ataque de fiebre que aún no me ha abandonado. La fiebre crea una red de dolor dulce que te conecta a la realidad, al mundo, a la tierra… La fiebre daña y cura, como el bisturí eléctrico de mi padre.
El caso es que había estado incubando unas anginas que me condujeron en pleno verano a la cama de mis padres, donde, como he señalado, fui muy feliz. Tuve, entre aquellas sábanas, una alucinación productora de extrañeza y de serenidad. Sucedió por la tarde, cuando me subía la fiebre. Mi madre había dicho varias veces que aquellas anginas me provocarían «un estirón». Yo, para comprobar la magnitud de aquel alargamiento corporal, me colocaba a veces boca arriba, cuan largo era, intentando alcanzar con la planta de los pies el extremo más meridional de aquella cama gigantesca. Un día, estaba realizando ese ejercicio cuando las plantas de mis pies chocaron con las plantas de otros pies idénticos a los míos, como si debajo de las sábanas hubiera otro niño colocado en espejo respecto a mí. Con más asombro que susto, retiré los pies y me quedé meditando unos instantes. Luego volví a estirarlos y mis plantas volvieron a encontrarse con las plantas del otro niño. Me quedé dormido sintiendo su contacto. El tiempo transcurrido no ha aminorado en absoluto el sentimiento de realidad respecto a aquel suceso que atribuí al protagonista de El orden alfabético. Ocurrió para mostrarme que hay otro lado. Quizá no he hecho otra cosa en la vida que intentar alcanzar ese otro lado. A veces, sin llegar a traspasarlo, he podido asomarme a él. De eso en parte tratan estas páginas.
La expresión «me duele la cabeza» es una de las más torpes de la lengua, al menos desde la perspectiva de un niño. La cabeza incluye la barbilla, la nariz, la nuca, los pómulos, las orejas… Si uno escucha «me duele la cabeza», ha de incluir todas esas partes en el dolor. Pero cuando la fiebre era muy alta, me dolía el cerebro:
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