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Lorenzo Silva: El Ángel Oculto

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Lorenzo Silva El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida. El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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– Lamento no haber podido serle de más ayuda -alegué, sin mucha cortesía.

Liana torció el gesto.

– Eso es lo que me pudre de vosotros los españoles -dijo, con un graznido-, que siempre lo hagáis todo de cualquier manera y sólo valgáis para andaros con excusas.

Aquella salida tuvo el efecto de colmarme. Además debí perder el juicio, o era que el influjo de aquella mujer trastornaba realmente, como todos aseguraban. Pudo pesar también en mi ánimo que alguna vez alguien me había contado que los chinos se consideraban más lejanos del mono que los blancos, y por tanto superiores, porque tenían menos vello en el cuerpo. Fuera cual fuera el detonante, mi respuesta fue visceral e inmoderada:

– Si eso es lo que cree, la próxima vez mande un puto chino con un cuchillo.

Liana no saltó. Se me quedó mirando con sus ojos rasgados y relucientes, acostumbrados, decían, a la contemplación de hombres débiles y actos monstruosos. Luego se irguió, dejando que se le abriera el albornoz bajo el que sólo llevaba un escaso traje de baño, y llamó sin alzar mucho la voz:

– Roberta.

La india apareció al cabo de un par de segundos, con el rostro vuelto al suelo y los hombros encogidos. No pidió órdenes, sabía bien que tenía que esperarlas. Liana sólo indicó:

– Lleva a este hombre fuera.

Salí sin perdida de tiempo, sintiendo aquellos ojos en la espalda y toda su lástima por mi destino de gusano a sueldo demasiado susceptible.

Conduje a través de la urbanización, y después por la autopista y la ciudad, con la mente en blanco. A las doce tenía que estar en una presentación para analistas financieros y me concentré en seleccionar un trayecto que me permitiera no llegar tarde. Aun así, entré en el edificio donde se celebraba la sesión con un cuarto de hora de retraso. Declaré mi nombre y empresa a la azafata de labios muy rojos y piel muy empolvada que había a la puerta y ella me facilitó la documentación que se entregaba a los asistentes.

Armado con mi parca carpeta, entré en la semioscuridad de la sala y me senté en una de las últimas filas. Al fondo se proyectaban cifras y gráficos, que coincidían con los que hojeé sin mucho interés en los folletos que me habían suministrado a la entrada. El auditorio estaba compuesto por sujetos en su mayoría bastante zafios, pese a las costosas inversiones indumentarias que exhibían. Repantigados en sus asientos, cuchicheaban entre sí o usaban su teléfono móvil sin hacer mayor caso de la información que facilitaba el orador. Alguno apoyaba el zapato en la lujosa tapicería de la butaca que tenía delante, e impulsándose de esta guisa con ella se columpiaba hacia adelante y hacia atrás. Muchos mascaban chicle o chupaban caramelos.

A ambos lados del pasillo, impecables y tiesas como cirios, sujetando el micrófono inalámbrico que después ofrecerían a quienes quisieran intervenir en el coloquio, había otras dos azafatas. Eran tan pálidas como la de la puerta, y llevaban también los labios delineados en un rojo sangriento. Ninguna tenía más de veinte años y vestían faldas muy cortas, bajo las que asomaba la mitad del muslo. Aguantaron a pie firme toda la presentación, y cuando llegó el coloquio corrieron solícitas a donde se las reclamaba, para evitar cualquier espera y cualquier esfuerzo al patán de turno que quería preguntar. Terminada la sesión de trabajo, durante los canapés que eran, por cierto, lo que había llevado allí a casi todos, ambas se mantuvieron en las proximidades, resplandecientes, abnegadas, para atender cualquier deseo de aquellos miserables.

Mientras miraba a las azafatas y me desentendía de lo que me decía el tipo con el que me había visto obligado a entablar conversación, hice repaso de los acontecimientos y los personajes de la mañana, desde el notario de Toledo y el hombre que vendía pañuelos en el semáforo, hasta Liana y la india. Las azafatas sonreían sin cesar, con una sonrisita quebrada que se me antojaba un poco melancólica. De vez en cuando levantaban imperceptiblemente uno de los pies y hacían girar el tobillo para atenuar el tormento de los tacones, que ya arrastraban durante tres horas sin sentarse. Comparando su esmero con la ostentosa desidia de los que se beneficiaban de sus servicios, obtuve una nueva prueba de la iniquidad del mundo. Como las que había sacado al poner al notario al lado del vendedor de pañuelos o a Liana al lado de la india. Aunque aquellos muslos estaban hechos de la misma sustancia que los que le había atisbado a la china bajo el albornoz (lo que alimentaba la sospecha de que cualquiera de las azafatas podía convertirse en una hija de perra igual que Liana había pasado del taller de confección a firmar pagarés de diez millones), en aquel momento, si había un Dios, estaba de su lado. Del lado de su valerosa y desperdiciada belleza adolescente y enfrente de la canallesca fealdad de los otros. Una de las azafatas tenía una diáfana mirada azul, que iba nerviosamente de una punta a otra del salón donde se daban los canapés. Imantado por ella, ardió dentro de mí el deseo de estar siempre de aquel lado, aunque la vida me invitara a la trinchera de los satisfechos y no tuviera el coraje de abominarlos, aunque las azafatas, como todos, acabaran traicionando a Dios en cuanto se les diera ocasión y se convirtieran en seres vanos y tal vez dañinos. Siempre habría una frágil mirada azul como aquélla, una india con la cabeza gacha, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, para saber dónde estaba la verdad a despecho de todos los cambios y todas las deserciones. Incluso a despecho de la más grave: la mía propia.

Sabía que esa tarde tendría que contarle a mi jefe que había perdido los estribos con Liana Xiao y que era posible que uno de nuestros mejores clientes exigiera que se me despidiese. En un primer momento había planeado justificarme, relatarle en detalle todas las injurias de que aquella desalmada me había hecho objeto. Pero en aquel instante, quizá por una inconsciencia burda y sentimental, eso había dejado de preocuparme. Que pensara e hiciera lo que le diera la gana. Aquel día ya había agotado mi ración de envilecimiento. Les debía un poco de entereza, al fin, a las azafatas melancólicas y a todos los demás postergados del mundo.

6.

La señal de los sueños

Hacia mediados de julio, vino una serie de noches con viento del norte y bajo su influjo se pudo dormir como no se había podido en semanas. Aquel año, el calor había empezado a finales de mayo en Madrid. Siempre que refresca de pronto y puedo dormir mejor se me aclaran los sueños y los recuerdo con bastante exactitud por la mañana. En aquellos días de julio tuve dos de los que me todavía hoy me acuerdo. Siempre he distinguido de mis sueños entre los que reproducen la realidad, deformándola, y los que me enseñan otra realidad, que no me es estrictamente desconocida, porque siempre me suena y en ocasiones es la segunda o la tercera vez que la sueño, pero que no tiene nada que ver con la realidad de cuando estoy consciente. Mis dos sueños de mediados de julio fueron de la segunda clase. De ellos, no importa tanto el significado, si puede adjudicárseles alguno, como la conmoción en que me sumieron. Eso y que cinco semanas más tarde estaba volando hacia aquí con una sola maleta y la ropa imprescindible.

La mujer y yo paseábamos junto al canal. Era por la tarde y hacía mucho sol. El agua del canal se rizaba con la brisa templada que soplaba sobre su superficie. La mujer y yo íbamos discutiendo acerca de la posible existencia de otra vida. Ella la afirmaba con vehemencia y yo dejaba traslucir con cierta frialdad mi propensión a descartarla. En un momento de excitación, la mujer me insultó y se separó de mí. Desapareció casi instantáneamente. Continué solo el paseo. Iba por una de las amplias aceras de cemento que habían hecho a ambos lados del canal, y advertí que ése no era el único cambio desde la última vez. Habían derribado algunas casas, reconstruido otras, remozado el resto. Los jardines habían sido cuidadosamente organizados para que nadie se sintiera invitado a entrar en ellos, sino más bien abrumado por el temor de distorsionar el equilibrio de un férreo orden vegetal. Habían subido las verjas y habían cambiado las cancelas por puertas macizas. Todo estaba más nuevo pero también más vacío. Aquel paisaje restaurado me era completamente ajeno, frente a la familiaridad de otra época. Todavía guardaba mi alma la impresión de los rosales indómitos, las fachadas desconchadas y los senderos de tierra donde se olvidaban viejas butacas de mimbre. En aquella otra disposición de las cosas, me habría considerado autorizado a entrar en cualquiera de los jardines y a sentarme bajo los frutales. Ahora, no me atrevía siquiera a tocar la campanilla de la entrada. Fue entonces cuando se abrió una de las puertas y tras ella apareció la mujer que creía en la inmortalidad.

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