Entretanto, Montoya fatigaba su cuerpo en las caminatas, los placeres del vino y las mujeres. Buscaba exaltarse y, sin embargo, su alma continuaba girando sin cesar en el torbellino.
El mayor de carabineros, Pitaut, tenía una modalidad muy versallesca de expresarse; demoraba sus palabras con tantos y tan graciosos ademanes y empleaba un lenguaje tan florido que más que hablar dibujaba en el aire sus ideas.
Odiaba decididamente a esos individuos «dispuestos a comerciar con todo menos con las palabras».
Para el comisario Godoy constituía un verdadero tormento sus visitas a Coyhayque; se confundía ante él, lo desmoronaba tanto sutil razonamiento. Ahora lo escuchaba muy atentamente, procurando desbrozar del discurso del mayor Pitaut cuantos adornos ocultaban su sentido literal. Desconfiaba de aquella miel parlante.
– Mi muy querido y estimado comisario -y agitó suavemente su larga mano de finos dedos morenos, insinuando un saludo inconcluso-, me complace, ¡no sabrá nunca cuánto!, platicar morosamente con usted. El señor General Gobernador comparte este gozo… «Vaya, vaya pronto, amigo mío.» ¡Ah, él siempre me honra con tan inmerecido título! «Vaya y reúnase con el comisario Godoy. Estoy seguro, segurísimo, que él (se refería a usted, naturalmente) tendrá muchas cosas que contarle…» ¡Y aquí estoy, mi querido comisario, aquí estoy!… Vine con la florida primavera, ¡la dulce y fragante Pomona fue vencida por ella! ¡Ah, qué país tan primoroso este Chile nuestro! -y el mayor Pitaut acentuaba la rotundez de las «p» y saboreaba la líquida fluidez de las «1», mientras los dedos de su mano derecha repiqueteaban alegremente sobre el largo sobre sellado y lacrado que dejara encima del escritorio. Parecía jugar con la expectación del comisario, preocupado por el contenido del sobre y no por los largos períodos seudo literarios de su superior.
Se mantuvo silencioso, esperando como un toro agotado por espinas de rosas, otro diluvio verbal.
– Pues, como le decía a usted… El General Gobernador valoró sus informes sobre ese señor… ¿cómo se llama?…
– Montoya -cortó Godoy.
– ¡Qué prisa, amigo mío…!, debió usted permitirme ejercitar mi flaca memoria… En fin, no tiene remedio. Pues tenemos aquí otros informes harto interesantes sobre el señor Montoya.
El comisario Godoy entrevió confusamente que sus temores se confirmaban. Pero todavía el ambiente seguía sobrecargado para él de enredaderas gramaticales. Primavera, Pomona y el divertido mayor flotaban sobre su cabeza como una gruesa nube ominosa.
– Como le decía, distinguido comisario, en este hermoso Chile nuestro contamos con un inteligente servicio de Informaciones, y hasta él… ¡ fíjese bien!, hasta él hemos llegado en nuestra inquietud pesquisitoria. Y todo como consecuencia de un informe suyo, algo dubitativo, hay que admitirlo, ¿eh?…
Godoy empezó a sudar. La nube no se sosegaba sin el rayo.
– A propósito: ¿qué hace, de qué se ocupa en esta alejada población de nuestro (reiteraba insistentemente el posesivo con fruición sacramental) largo, sí que enmarañado territorio austral, el misterioso forastero? ¿Le molestaría ilustrar mi juvenil ignorancia, señor Godoy?… Pero, ¡venga, por favor!; no permanezca más de pie. Está usted en su casa y yo soy su huésped.
Ya era hora. El comisario Godoy aprovechó la tregua y suspiró abrumado mientras arrimaba una silla al escritorio y se sentaba en ella. El cumplido Pitaut ya lo había hecho en su sillón. Un rey no se hubiera sentado con mayor disciplicencia. Lo peor de todo era que la conducta del mayor no ofrecía resquicios. Impecable.
– Como le informé, mi mayor, el tal Luciano Montoya y su capataz, o ayudante, o socio… (por burla o por olvido, el Siútico alteraba continuamente su historia) entraron en Coyhayque en junio y…
Volvió a ser interrumpido. ¡Maldita sea aquella manía de perorar del mayor!
– «Principios de Psicología de James» -decía el mayor-, «Yeims», comisario; hay que aplicar los principios psicológicos… Omita lo obvio, que confunde, si gusta… Ya sé cómo y cuándo vinieron, comisario… También lo que dijeron… No me interesa tanto lo que dicen sino lo que hacen…
– …es que como hacer, no han hecho nada…
– ¿Cómo que no han hecho nada? ¿Nada policial reprensible o nada de nada?
– Nada de nada -confirmó el comisario, feliz de haber desconcertado al mayor-. Van y vienen. Montoya bebe whisky a litros. Casi no habla…
– Hum… humm… -ronroneó el mayor, como un gato olfateando el espinazo de una trucha.
– …Visitan los cabarets. Montoya suele llevar algunas mujeres a su casa. El Siútico ronda entonces como un perro desconfiado.
– Supongo que tampoco sabrá mucho de ese caballerito.
– Mi mayor… A ése lo entiendo menos que al otro -confesó Godoy-. Trae una cédula de Buenos Aires, donde figura como Artemio Suquía, natural de Santa Cruz, pero a veces me parece chileno, otras indio puro y también… -Godoy hesitó, buscando el término exacto.
– ¿También qué?… -insistió suavemente el mayor Pitaut, analizando profundamente el rostro requemado del comisario.
– Bueno, se me ha ocurrido, aunque parezca raro, que el Siútico tiene sangre china o japonesa.
– ¡Bravo, comisario!… Lo felicito; de veras lo felicito. Un japonés disfrazado de paisano, o un «chilote» de vikingo. En serio: creo que usted ha acertado… Un cocinero chino «afilando» con una «chinita»… Necesita un poco de crema para el cutis, mi querido comisario.
Godoy casi saltó de la sorpresa.
– ¿Quién necesita qué…?
– Usted, mi digno y sagaz comisario…, usted. Mis oficiales no tienen por qué arruinarse la piel. No se les exige tanto.
Aquello sobrepasaba toda capacidad de resistencia. Iba a protestar francamente enojado, pero no tuvo tiempo. El mayor extraía del sobre varios pliegos mecanografiados. Ahora se revestía de un frío y distante aire protocolar.
– Su señor Montoya, comisario, probablemente sea el ex coronel Luciano Montoya, argentino, y el otro parece ser su asistente, su «alter ego»… La historia es algo embrollada. Ha estado sometido, el tal coronel Montoya, a un corto proceso, no por un tribunal de Justicia Militar, sino de Honor, que lo ha privado de la jerarquía y reconocimiento del grado… Sospechosa identidad y sospechosa presencia… Todo resulta muy sospechoso… ¿Qué busca aquí este presunto coronel Montoya? ¿Es un puente para refugiados nazis? ¿No se habla acaso de que Hitler desembarcó en la Patagonia? ¿Murió realmente? ¿Será real o amañado el tal proceso? A lo mejor andan por Buenos Aires maquinando alguna trápala de límites… Los gendarmes levantan lindos, preciosos puestos del otro lado…
– Detengámoslo -dijo el comisario, yendo al grano.
– ¿Detenerlo? ¡Nunca! ¿Con qué pretexto? Bonito escándalo se armaría. A enemigo descubierto puente de plata… Detenerlo sería un mediocre golpe táctico al servicio de una pésima estrategia… ¿Por qué cree usted que estoy yo aquí?…
– Y… supongo que cumpliendo sus funciones -dijo Godoy, enteramente aturullado.
– Es obvio: estoy aquí para encabezar las nuevas fiestas de la Patria… Hoy estamos exactamente a 12 de setiembre. ¡Viva Chile y la primavera!
– No entiendo -afirmó Godoy, resignándose a oír cualquier nuevo disparate sin asombrarse.
Sin embargo, despojado de sus esnobismos verbales, Pitaut se desenvolvía con eficiente seguridad.
– Es bien sencillo y simple… En el Renacimiento italiano un florentino sagaz, luego de acompañar durante unos meses a un tal César Borgia, obtuvo suficiente material como para escribir un libro: «El Príncipe», donde es posible encontrar una larga lista de las argucias a que debe recurrir un gobernante avispado. Maquiavelo se equivocó mucho, pero nos legó la técnica… ¿me explico? No, bueno… Si el señor Montoya, o quienes lo envían, buscan algo o traen un propósito encubierto, pues les ofreceremos puerta ancha… Meteremos en casa al agente. Como quien dice, meteremos en la ciudad al caballo de los griegos…
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