Maruja Torres - Fácil De Matar

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La oveja negra de una influyente familia es asesinada en un atentado. Diana Dial, reportera prejubilada metida a investigadora amateur, siente ese pequeño pellizco en el estómago que le indica que algo no encaja en la versión oficial. Dos son los sospechosos: la viuda, exuberante y ambiciosa, y el hermanísimo, heredero del imperio familiar. Con la ayuda de su fiel criada filipina, un singular chófer y un investigador todoterreno, Diana Dial se dejará guiar por su instinto hasta dar con la verdad.
Maruja Torres se estrena en la novela policíaca y lo hace por la puerta grande. Fiel a su inconfundible estilo. Fácil de matar es una adictiva e irónica historia que confirma que las apariencias siempre engañan.

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Salva y su grupo, todos pertenecientes a la nómina de la Fundación Quijote, forman un apretado pelotón. Al mirarles, Diana comprende que, en parte, lo que la ha desazonado durante los últimos días, ese pensamiento de estar perdiéndose algo que podría resultar importante, tiene que ver con esa gente. Ahí está Matas, formando bloque compacto con el director y otros cargos de la casa, así como algunos profesores. Dial ha cometido el error de ignorarlos, de juzgarlos a través de Salva, de permitir que su voz burlona y sus descripciones de los otros, tal vez inventadas, afiancen ante ella una imagen que probablemente no corresponde a la realidad. Él cierra sus puertas respecto a sí misino y cuelga carteles que engañan sobre los demás, envoltorios. Como esos gigantescos embalajes beirutíes, lonas pintadas con anuncios de falsos mundos que detienen la revelación de la verdad. Comprende Diana que su desconocimiento es total. De ellos, de él. Total e irremediable.

Es tarde. Ya no le importa. Quiere resolver este asunto y partir. Quedar en paz con las víctimas etíopes -y de paso, con el hijo tonto de los Asmar y con su alocada viuda- y abandonar Beirut. Irse deprisa, sin mirar atrás.

La cuna de Yara. Nada le ha dicho a Joy esta mañana del panorama que halló en su piso la noche anterior, pero le ha pedido prestada a la criatura y la ha tenido un rato en brazos, cantándole nanas cuyo recuerdo le ha venido de muy lejos, sin forzarse. Luego le ha prometido a la joven filipina que arreglará lo de su visado de una manera u otra. «Es posible que no puedas viajar al mismo tiempo que yo, pero nos veremos en El Cairo, eso te lo aseguro. Lady Roxana tiene contactos con gente cercana a Mubarak. Además, vete pensando en venirte a Barcelona más adelante. Con la niña, con Mohamed, si todavía no te ha repudiado. Este país se ha puesto insoportable.»

No es Líbano lo que ha cambiado, sino su percepción. La aventura se ha oscurecido. Se lo ha confiado esta mañana al inspector Fattush, que la ha llamado a primera hora, interesándose por su seguridad: «Tengo miedo y siento asco», le ha dicho Diana. Han quedado en verse en la ceremonia, pero el hombre no ha comparecido.

Los miembros de la legación y algunos empleados se arremolinan en torno al ataúd de caoba y al hijo del difunto. Ramiro de la Vara y de Oyarzun es una réplica de su progenitor, con treinta años y veinte kilos menos, sudoroso y como aprisionado por su terno gris marengo más adecuado para el otoño madrileño que para el beirutí. Diana se le acerca y musita una frase de pésame.

– Pobre papá. -Ramirito la abraza efusivamente-. Tenía sus cosas, pero era muy buena persona. Me hablaba muy bien de ti, sé que te quería mucho. ¡Morir en la misma semana que su amigo Tony! ¡Qué casualidad! Seguramente le ha matado el disgusto. Pero descansa en paz, abrazado a su cruz predilecta, la que perteneció a Rasputín.

Contempla Diana con no poco escepticismo al hombre adulto, y sin embargo tan infantil en su pomposidad, tan desvalido dentro de su inflado ego, preguntándose si, al suponer un vínculo entre las dos muertes, no actúa con sabia intuición. La idea germina a suma velocidad en el cerebro de la mujer -Asmar y De la Vara, muertos por la misma razón-, produciéndole instantáneos y dolorosos pellizcos en el estómago.

No, reconoce Diana. Los pellizcos se han presentado antes, durante los parlamentos. Exactamente al registrar, sin ser consciente de ello y mientras, aburrida, observaba a los asistentes, que las dos únicas personas ausentes en el acto son dos importantes módulos del rompecabezas: Cora Asmar, la viuda de su gran amigo, y su amante y masajista, Tariq.

Recibe la llamada de Cora mientras se dirige al Audi de Georges, quien aguarda con la puerta que corresponde a su asiento abierta.

– ¡Por fin! -casi grita Diana-. ¿Dónde te has metido? ¡Tengo mucho que contarte, he visto a tu suegra y está que arde!

– Calma, calma -susurra la viuda-. Escucha, es muy importante que me prestes mucha atención. Tienes que entender…

– Escúchame tú -interrumpe la periodista-. Corres peligro. Y yo también. Ayer entraron en mi casa y me dejaron un mensaje muy poco agradable.

– Cálmate -repite la otra.

Esa histérica le recomienda calma. A ella. Dial se apoya contra el muro exterior de la embajada, haciéndole un gesto al chófer para que él también se tranquilice y siga esperándola.

– No sé qué se trae la vieja entre manos pero me parece que se le ha ocurrido una solución nada agradable para quitarte de en medio. A mí ya me han mandado un aviso, y no me ha hecho ninguna gracia.

Lo ha dicho con voz lenta y firme, buscando afianzar su superioridad sobre la otra. Pero ni siquiera conoce su paradero.

– ¿Dónde te has ocultado? -pregunta.

– Eso es cosa mía. -Cora suelta una risa corta y seca-. Todo es cosa mía. Has hecho un buen trabajo y te lo agradezco. Te mandaré un cheque. Pero ahora quiero que lo dejes, ¿me entiendes? Que lo dejes.

– Una cosa es tener miedo y otra dejarse vencer -argumenta Diana-. Si estás escondida y no quieres decírmelo, vale, me parece bien. ¡Pero dejarles en paz! ¡Tienen que pagar por su crimen! ¿Qué es lo que ha ocurrido para que cambies tan radicalmente?

– Puede que el hecho de no esperar un hijo. -La otra vacila, como si ella misma buscara explicaciones-. Fue una falsa alarma y, contra lo que pensaba al principio, me parece que me he quitado un buen peso de encima. En cuanto pueda me largo de este país, y que les den por culo a todos los Asmar.

– ¿Y la escena con la que me obsequiaste? Que si mi Tony, que si mi venganza… Oye, el miedo es libre, dímelo a mí que fui reportera de guerra. Pero de eso a permitir que los asesinos queden impunes…

– Ay, hija, qué quisquillosa. Ya te he dicho que te mandaré un cheque por las molestias. ¿O prefieres una transferencia directamente a España?

Diana distingue en el tono de su interlocutora una nota de aburrimiento. Estalla:

– ¡Ya te dije que yo no cobro nunca, idiota! -Tiene razón la vieja Yumana, a esta cretina hay que llevársela por delante-. No en dinero.

– ¿Qué pretendes? ¿Cobrar en lingotes?

– En justicia, Cora. Yo cobro en justicia. O, por lo menos, descubriendo a los culpables.

Y cuelga. Ha llegado el momento de hacerle una visita al tal Tariq. Antes, telefonea a Fattush para contarle lo de la viuda.

– Pánico -resume el otro-. No todo el mundo posee tus agallas. ¿O debería llamarlo inconsciencia?

– ¡Menudo escándalo! Lo han tapado como han podido, ¿no es cierto? ¡El gordinflón descansa en paz, sí señor, y el whisky también!

Al volante, Georges se troncha como un adolescente que acaba de contar un chiste guarro. Diana le hace notar lo irrespetuoso que le parece que hable así de un muerto, y más aún saliendo de la ceremonia.

– Pobre hombre -murmura, remilgada, aunque a ella también se le ocurren un par de comentarios soeces-. En el fondo era una buena persona.

– Lo siento. Estaba recordando lo que pudo haberte hecho la otra noche -se disculpa el chófer.

– Hay que perdonar -concluye Dial, tajante.

Pero siente un escalofrío al pensar que la figura grotesca -y sudorosa, palpitante: viva- que la noche del sábado la aplastó contra su camilla de masaje se encuentra ahora encerrada en el interior de un ataúd.

– Así es la vida. Un día estás y al otro ya no estás -comenta Georges, con voz de circunstancias.

Diana telefonea al hotel Sun Beach y pregunta si ese día el entrenador de natación tiene clase. Le indican que se encuentra en la piscina con sus alumnos y que su trabajo finaliza a la una.

Georges, que la ha escuchado hablar con su oído atento -y cotilla-, no le pregunta adónde se dirigen. Anticiparse a sus deseos es una de sus muchas cualidades de doble filo, y le basta escuchar un nombre -el de una calle, el de un edificio- para salir disparado hacia el lugar.

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