Penetran en la embajada por la puerta posterior, la del consulado, ahorrándose el alboroto que reina en la entrada principal y en el jardín. El edificio aparece iluminado como en las noches de fiesta, sólo que ahora los focos se le antojan a Diana tan ominosos como los de un campo de prisioneros.
El inspector les está esperando. Salva se ha empeñado en acompañarla, y Fattush ni le saluda. Expedita el paso hacia una oficina contigua a la ventanilla en donde se reciben las peticiones de visados, un pequeño espacio dotado de una insulsa mesa, cuatro sillas desparejas, alineadas en la pared bajo un retrato del rey Juan Carlos I, y varios archivadores arcaicos.
Fattush se dirige a Diana ostensiblemente, desdeñando a Matas:
– Lo que voy a decirte sólo te concierne a ti.
La mujer se encoge de hombros, impaciente. No es momento para tontas rivalidades masculinas.
– No importa. Suéltalo.
– El forense acaba de examinar el cadáver. No me dejan intervenir. Territorio español y todo eso. Se están entendiendo directamente entre tu cancillería y mis superiores. Supongo que desean sofocar el escándalo.
– ¿Cómo ha muerto? -interviene Salva.
Sin mirarle, el policía le explica a Diana:
– He podido asomar la cabeza. Un espectáculo. Ahogado en su bañera mientras fumaba un narguile cargado con hachís. Un vaso caído, una botella de whisky casi terminada. El baño y el dormitorio, inundados…
De poco le sirvió su colección de cruces, rumia Dial, no sin compasión hacia el pobre infeliz cuyo cadáver está siendo manipulado en el piso de arriba.
– Ese hombre era un peligro diplomático -sigue Fattush-, estaba fuera de sí, todo el mundo lo comenta. Y lo que es peor, los asuntos de la embajada marchaban manga por hombro. En los últimos días la situación se había deteriorado. Para empeorar las cosas, el consejero está de vacaciones en Madrid, y el secretario de embajada se encuentra en el sur, visitando la base española de la Finul, junto con el agregado militar. Ya les han avisado. -El inspector reflexiona antes de continuar-: Por lo que me han dicho mis fuentes, en la embajada todos temían que De la Vara acabara mal. Le habían perdido el respeto hasta los guardias de la puerta, que en los días de fiesta se ausentaban cuando les daba la gana. Hoy mismo sólo estaban en la entrada principal dos libaneses. Nadie guardaba este otro acceso.
– ¿Qué dice el forense?
– Ahogamiento. Le resulta difícil establecer la hora de la muerte. El grifo del agua caliente ha manado sin parar. Debido a ello, la temperatura del cuerpo presenta alteraciones… Tiene la piel llagada por las ampollas.
Sentados contra la pared, cabizbajos, parece que también ellos esperen el obligado interrogatorio previo a la consecución de un sello en el pasaporte. Dial piensa que, en efecto, podrían encontrarse en cualquier rincón de cualquier ministerio u organismo oficial de su país. O de cualquier país.
Si no fuera por ese viejo loco muerto en su bañera.
– ¿Va a haber autopsia? -pregunta ella.
– ¿Tú qué crees? No. Muerte por paro cardíaco, lo más conveniente. Su hijo mayor, que es director general de no sé qué institución oficial, ya está en camino. Viene en un Hércules desde Madrid, con el consejero. Mañana, a mediodía, se le dispensará un breve homenaje póstumo en el jardín, y a volar. A volar en féretro sellado.
– ¿Quién ha encontrado el cadáver? -inquiere Diana.
– Felicio, el mayordomo, cuando se disponía a apagar las luces de la residencia, al poco de regresar de su día libre. Vio que del artesonado del salón caían gotas. Subió corriendo y se encontró con los aposentos inundados y el cuerpo en la bañera.
– ¿A qué hora fue eso?
– A ver… Ahora son las doce y cuarto. Hace menos de una hora. Parece que el embajador solía dar libranza a todo el servicio cada dos por tres, y que aprovechaba para traerse prostitutas. Creía que nadie se enteraba, pero era un secreto a voces entre el personal.
Diana Dial le confirma a Fattush esa peculiaridad de Ramiro de la Vara con los criados.
– Les daba fiesta incluso cuando no esperaba a rameras, sino a una incauta como yo. ¿Crees que alguna de esas damas de alterne habrá sucumbido al impulso de hundirlo en la bañera? Yo no lo hubiera dudado, de haber tenido la oportunidad.
– No, con su volumen físico tendría que haber sido un transexual campeón olímpico de halterofilia. -Fattush sonríe ante su propia ocurrencia.
Diana se levanta y se pone a dar cortos paseos reflexivos alrededor de la mesa, mientras se golpea el estómago para calmar los crujidos que nota por dentro. Otra vez lo que Joy llama el presentimiento.
– No me gusta. Aunque, pensándolo bien, tiene su lógica. ¿Quién va a matar a un tipo inofensivo como De la Vara?
Observa que Salva la contempla con curiosidad. Él no la ha visto nunca en acción, tal vez esté impresionado.
– Recuerdo que Georges me contó algo acerca de los GEO de la escolta -continúa-. Se quejaron a Madrid. Temían que su propensión a meter mano a toda mujer que se le ponía por delante acabara metiéndolos en líos.
– ¿Insinúas que le ha matado un marido celoso? -inquiere Fattush, francamente divertido-. ¿A esa foca? El hecho de que usara furcias significa que, por escandaloso que resultara su comportamiento en público, es improbable que tuviera éxito. Contigo no lo tuvo.
– En efecto -concede Diana-. ¿Qué dicen los que guardan la puerta?
– Hoy eran los libaneses, ya te lo he dicho. Aseguran que no ha venido nadie.
– ¿Y tú les crees? ¿Mantuvieron la guardia todo el rato o aprovecharon para relajarse un poco?
– ¿Y eso qué importa? -El policía esboza un gesto de desaliento-. Ni tú ni yo tenemos vela en este entierro.
Fattush se levanta, dispuesto también a dar paseitos, y Dial comprende que uno de los dos tiene que volver a sentarse, dado el reducido espacio del que disponen. Lo hace ella, no sin fijarse en la mirada irónica que le dedica Matas.
Es muy tarde cuando regresa a su apartamento y se encuentra exhausta. Aunque no tanto como para no ver que alguien ha cambiado de sitio la camita de Yara. No puede haber sido la propia Joy, en una visita inesperada a la casa porque, además, la cuna está volcada.
Es una amenaza. Se dirige a la cocina, se llena un vaso de whisky, se pone una camiseta y se acuesta sin desmaquillarse ni cepillarse los dientes. Antes de dormirse le envía un mensaje a Fattush. «Me han hecho una visita de cortesía, pero no te asustes para que no me asuste. Déjame dormir. Hablamos mañana.»
Lunes, 5 de octubre de 2009
Faltan muy pocos días para que Diana Dial, asomada a un mirador que da al Nilo en la villa que Lady Roxana posee en Luxor, reconozca que fueron el azar y la tan denostada frivolidad beirutí los factores que la condujeron a solucionar el caso Asmar.
Por ahora asiste a la culminación de la ceremonia de despedida que se le tributa a Ramiro de la Vara en el patio de los naranjos de la embajada.
Contra la claridad de la mañana, los muros de piedra caliza que delimitan el patio parecen volúmenes dispuestos en torno a los asistentes como descomunales piezas de Lego. La arquitectura puede desmoronarse, reflexiona Diana, si la atmósfera, límpida aunque sólo se encuentran a unos 400 metros de altitud respecto a la ciudad, se carga con una sola alabanza más acerca del finado. El discurso de cierre recaé en el patriarca maronita, con quien el embajador mantenía lazos de amistad. El anciano, casi centenario y refulgente en su púrpura, canturrea tal letanía apologética, mezclando las cualidades del muerto con los inapelables designios de Dios, que la periodista teme que la función pierda su carácter de sentido adiós y acabe convirtiéndose en una oda política de las que el prelado acostumbra a perpetrar durante sus excesos patrióticos dominicales. «Irreparable pérdida del mejor cristiano y amigo de nuestro país en la cristiana España, solidario con la persecución a que somos sometidos los creyentes en Nuestro Señor.» Por fortuna, con esto termina y los asistentes inician la dispersión con urgencia de figurantes de opereta. Demasiadas honras fúnebres para una sola semana.
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