Maruja Torres - Fácil De Matar

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La oveja negra de una influyente familia es asesinada en un atentado. Diana Dial, reportera prejubilada metida a investigadora amateur, siente ese pequeño pellizco en el estómago que le indica que algo no encaja en la versión oficial. Dos son los sospechosos: la viuda, exuberante y ambiciosa, y el hermanísimo, heredero del imperio familiar. Con la ayuda de su fiel criada filipina, un singular chófer y un investigador todoterreno, Diana Dial se dejará guiar por su instinto hasta dar con la verdad.
Maruja Torres se estrena en la novela policíaca y lo hace por la puerta grande. Fiel a su inconfundible estilo. Fácil de matar es una adictiva e irónica historia que confirma que las apariencias siempre engañan.

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Se quedan en la acera hasta que Fattush le elige un taxi. El inspector le hace prometer que le llamará por la tarde, en cuanto haya hablado con la matriarca.

El Mercado del Domingo -Souk el-Wahad-, aunque se rige por términos de estricta utilidad, no puede impedir que crezcan lujos residuales en su extenso y abigarrado recinto. Por eso algunos jóvenes hacen cola para conseguir un tatuaje o un piercingy, posiblemente -al menos, en opinión de la periodista, que observa las operaciones con recelo- una enfermedad contagiosa,

Diana ha quedado con Neguezt a mediodía, pero un buen rato después todavía la espera. La cita es en la entrada principal, debajo del puente. Bajo los puentes de los barrios periféricos de todas las ciudades del mundo, no importa el huso horario, piensa Dial, se adhieren como forúnculos mercados como éste: compra y venta de sobras para gente de segunda mano. Entretenida mientras el tipo del taladrador perfora las orejas de un punkielocal, Dial no advierte que tiene a Neguezt cerca.

Un golpecito en la espalda y la mujer se gira. Ante ella, envuelta en una coloreada túnica africana, la muchacha se muestra majestuosa, casi irreconocible. O es más alta o en su papel de sirvienta se encoge expresamente, piensa Diana. No viene sola. La acompaña un hombre pequeño, delgado y vestido formalmente de oscuro, con un traje barato de tergal y una camisa de cuello demasiado tieso y demasiado grande para su estrecho gaznate de ave intranquila, sujeto por el nudo de una corbata pasada de moda. Un cuervo, si los cuervos tuvieran una mirada amable.

– Nessim Blazer -se presenta.

Le tiende la mano y Diana se la deja estrechar, sin extrañarse por el blando roce. Los árabes te dan el apretón de contacto con los ojos.

– Abogado -añade el hombre, que la escudriña sin recato.

Diana le conoce por su trabajo. Desde su página web se hace eco de casos de explotación del servicio doméstico en Líbano, y en los últimos tiempos ha destapado no pocos suicidios de sirvientas procedentes de África. Mujeres desesperadas que se han lanzado desde un balcón o se han bebido un frasco de lejía. Sus cadáveres se pudren en la morgue, sin que nadie los reclame. Es un censo lacerante, un goteo que no cesa, contra el que se alzan pocas voces. La del hombre es una de ellas. No da tregua a las embajadas. Hace poco arrastró a una de las chicas, y a la patrona que la maltrataba, hasta el despacho del embajador etíope. A la criada todavía le sangraban la cara y los hombros, la señora aún llevaba en la mano el cinturón -de Annani, faltaría más- con que la había golpeado. El embajador se lo tomó en serio, y a la patrona le impusieron una multa. Cuando el caso se aireó en los periódicos, en las redacciones se recibieron indignadas cartas defendiendo el maltrato a la servidumbre como un derecho inherente a la condición de patronos.

Está distinta, reflexiona Dial, examinando a la joven. Risueña, Neguezt se dirige a un puesto de calzado. Selecciona un par en bastante buen estado, le cuestan tres mil libras, dos dólares. Los zapatos de plástico rojo, de tacón muy alto, centellean al sol como dos signos de admiración.

– ¿Le gustan? -inquiere.

Asiente Diana. Observa con alivio que ya no la llama señora -madam, madam: el inevitable apelativo de las criadas que tan incómodo puede resultarle, incluso cuando Joy lo utiliza con humor-, y que se muestra mucho más segura que en el apartamento de la viuda Asmar. Este mercado forma parte de su territorio.

– He venido como consejero de Neguezt. -Para el abogado, la etíope no es Marie, ese otro uniforme, el nombre falso, con que se las diluye.

– Me parece muy bien, si resulta necesario -se apresura a acordar Diana.

Hay una nota de interrogación en su voz a la que el hombre no resulta insensible.

– Es mejor que hablemos en mi despacho. Neguezt ha visto cosas, ha oído cosas. Cosas que no puede contar sin temor a sufrir represalias. Debo asegurarme de que su testimonio permanecerá en secreto.

En el zoco, el movimiento de transacciones se encuentra en su punto álgido. Neguezt niega con la cabeza cuando le preguntan si quiere seguir comprando.

– No siempre compro -aclara, como si fuera necesario-. Me gusta venir para ver mercancías que están a mi alcance.

Los tres, físicamente tan distintos -aunque sólo Diana Dial desentona, parece una representante del enemigo-, se dirigen a paso rápido hacia la entrada principal, en donde se concentran camionetas de carga y descarga, y hombres aparentemente ociosos en cuyas miradas, sin embargo, se advierte la vivacidad de quienes permanecen atentos a la más mínima oportunidad de hacer negocio.

Se abren paso a codazos por entre un compacto grupo que espera sin método, a la manera desordenada propia de la región, para comprarle pichones a un vendedor de animales domésticos. Diana aparta la vista de los cachorritos de perro, aprisionados en jaulas estrechas que tal vez serán el mejor lugar que conocerán en lo que les quede de vida.

Araña y pájaro muertos, perrillos condenados. Agobio.

Le entran ganas de largarse, de volver a Barcelona y meterse en su cama española, su cama, bajo las sábanas, pero ya con la seguridad de despertar en territorio materno. ¿Qué haces aquí, resolviendo un crimen que ni te va ni te viene, en un país del que ves todos los defectos, entre gente que puede resultar tan inhóspita? ¿Sufriendo por la falta de amor de un hombre una generación más joven que tú, alguien de quien lo ignoras casi todo?

Sigo mi camino, se responde. Ésta es, de momento, la caravana que me alberga. Vendrán otras.

Las mujeres como ella nunca toman la senda de retorno.

– Vamos -indica Nessim, adelantándolas para parlamentar con un taxista.

Se alegra de que Georges no les acompañe. Entre sus cualidades deprimentes se encuentra el menosprecio con que trata a los africanos.

Llegan a la calle en donde el abogado tiene su despacho, en Burj Hammud, un barrio en el que moran bastantes de los diversos grupos étnicos que componen el silencioso ejército de servidores domésticos que mantiene en orden la ciudad desde la profundidad de su ninguneo. Cada nacionalidad se recluye en su propio gueto, reproduciendo la esencia misma de la multiculturalidad, tan mítica como frágil, que cultiva Beirut y que los desinformados del exterior glosan con nostalgia cada vez que la convivencia salta hecha trizas.

El desdén de unos hacia otros, siempre latente, siempre intacto. Eso sí que es multicultural.

La calle por la que ahora discurren está tomada por mujeres que visten al estilo de Neguezt y cargan con sus compras del domingo. Casi todas son jóvenes. Las mayores o han regresado a África o están muertas. Hay risas, charlas en lenguas que Dial desconoce. Sigue dócilmente a la pareja -¿hay algo entre ellos?- hasta lo que Nessim denomina su despacho.

Es un cuchitril, un altillo en una tienda que vende especias. Una mesa de formica, de cocina, cubierta de papeles y carpetas; cajas de cartón en el suelo, llenas de carpetas y más papeles; dos taburetes y una silla de plástico blanco, que el abogado le cede caballerosamente a Diana. Además de absorber los aromas de la primera planta, el antro huele a polvo y a sudor recocido, el tufo de las prendas sintéticas poco aireadas.

– Será mejor que vayamos al grano -dice Dial-. Hace calor.

Nessim Blazer abre un ventanuco abocado a la tienda y una náusea de comino y de curry le trepa a la mujer por la garganta.

– ¿Qué es lo que sabes? -inquiere a Neguezt, decidida a terminar cuanto antes.

La otra mira a su abogado.

– Tiene que prometernos que lo que va a decirle Neguezt nunca le será atribuido a ella -exige el hombre-. Puede utilizarlo en su investigación, pero de ninguna manera le contará a nadie nunca, repito, nunca, que mi clienta es la fuente.

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