Maruja Torres - Fácil De Matar

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La oveja negra de una influyente familia es asesinada en un atentado. Diana Dial, reportera prejubilada metida a investigadora amateur, siente ese pequeño pellizco en el estómago que le indica que algo no encaja en la versión oficial. Dos son los sospechosos: la viuda, exuberante y ambiciosa, y el hermanísimo, heredero del imperio familiar. Con la ayuda de su fiel criada filipina, un singular chófer y un investigador todoterreno, Diana Dial se dejará guiar por su instinto hasta dar con la verdad.
Maruja Torres se estrena en la novela policíaca y lo hace por la puerta grande. Fiel a su inconfundible estilo. Fácil de matar es una adictiva e irónica historia que confirma que las apariencias siempre engañan.

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– Tariq, que es un excelente entrenador físico, me obliga sudar la gota gorda ahí, todos los días. Me ha hecho instalar una sauna, y me da masajes.

– ¿Tariq, el de Cora?

Un poco sorprendido, el embajador asiente.

– Ella me lo recomendó. Le conoció no sé dónde, en una obra de caridad, y se ha propuesto que trabaje en las mejores casas de la ciudad. Es un chico con porvenir, muy listo. De una aldea del norte. Su familia huyó a Canadá al principio de la guerra civil. Él creció en Montreal. Habla francés e inglés perfectamente. Parece que trabajó con su hermano en un negocio de artículos deportivos. Tariq decidió venir aquí, instalarse en la tierra de sus padres. Ya sabes cómo tira Líbano. Es musulmán, pero muy buen chico. Al principio, las cosas no le fueron muy bien, según me contó.

– Pero conoció a Cora -tercia la mujer, súbitamente interesada-, y Cora le ayuda a salir adelante.

– Él tiene amigos en todas partes, en los campos palestinos y hasta entre los salafistas de Trípoli, y también le recibe lo más distinguido de la sociedad. Es un caballero y gusta mucho a las mujeres. -Guiña un ojo-. Ya sabes, guapo y discreto. A mí me consigue lo mejor de lo mejor para mi narguile. Luego nos fumaremos uno, verás qué rico. Es mi único vicio, lo reconozco. Me lo fumo mientras me doy un baño, después de mi sesión de ejercicio. ¿Has probado a fumar pipa en la bañera? Te deja muy bien, relajado, pura sensualidad…

La mira golosamente mientras apura la segunda copa de Rioja, pero Diana no le presta atención. Así que el embajador y la viuda comparten a Tariq, el prodigioso. Deberá hacer que se lo presenten.

– ¿Por qué me has invitado? -Dial va directa al asunto.

– Conoces mi especial deferencia hacia ti -replica él, ceremonioso-. Enterado de tu interés por el terrible atentado que causó la muerte del querido Tony, creo que obra en mi haber información reservada que puede resultar de tu incumbencia.

Se sientan, con sus respectivos platos en las rodillas, en un sofá de mimbre. Diana contempla la oscuridad del jardín de abajo, interrumpida sólo por los lunares amarillos de las farolas. Al fondo del paisaje, el cielo reverbera con la iluminación de las estribaciones meridionales de Beirut.

Ramiro se acerca a Dial, tanto que sus muslos como mortadelas forradas de gris marengo se interponen entre ella y cualquier intención de huida. Las zarpas de oso del diplomático se ciernen sobre sus manos. Aguanta, guapa. Por Joy. Maldita filipina, maldito visado.

– ¿Qué te parece mi colección de cruces? -pregunta, con voz dulzona.

– No me gustan las acumulaciones. -Aparta las manos. Al diablo con Joy-. Y soy atea.

– Y sin embargo, nos unen tantas cosas. -Los ojillos del embajador despiden lujuriosos destellos que se desploman poco después, como gusanos muertos, en el escote generoso de la otra.

Diana se suelta y ataca un canapé de salmón.

– Gimnasia y masajes. Dice Tariq que puede esculpirme en unos seis meses. Y que esculpido luciré mucho mejor. Son décadas sin mujer, ¿comprendes? Mi dolor de viudo hizo que me abandonara, entregándome a consuelos inmediatos. La gula me pierde, pero es un pecado que el Señor perdona. Te juro que en nuestra boda no haré el ridículo, te lo prometo.

Diana le mira sin entenderle. Cuando lo hace, se atraganta y tiene que escupir restos de canapé en una servilleta.

– Podríamos anunciar nuestro compromiso por entonces -continúa De la Vara-, en cuanto esté debidamente esculpido. Comprendo que ahora te avergüences de mí, una mujer con tanta clase. Claro que ya eres talludita, y tienes que admitir que un buen partido como yo no volverá a presentársete.

– ¿Un qué? -balbucea la periodista.

Y el otro, impertérrito:

– Mis hijos no nos molestarán, ya están colocados, y ni siquiera tendrás que luchar contra el fantasma de mi primera esposa, Claudine, que era tan sacrificada que ni con seis partos tuvo bastante como sufrimiento, y solía llevar puesto un cilicio con pinchos. Yo no estaba a su altura, el dolor físico me aterra. Por eso, sin duda, Dios me envía tentaciones, te lo puedes imaginar… Ay, esas tetitas…

Se produce un rápido viaje de manos. La del embajador se desplaza de improviso al escote de Diana y la de Diana a la mejilla derecha del embajador, al tiempo que le suelta una indignada retahila, ocurrencia instantánea que piensa que quizá funcione:

– ¡Excelencia! ¡Recuerda quién eres y lo que representas! ¡El buen nombre de España!

Como al conjuro de palabras mágicas, Ramiro recupera la compostura, oronda pero impecable, de las ocasiones oficiales. Se levanta, se pone firme, se recoloca la chaqueta.

– Imperdonable. Imperdonable -balbucea-. Un comportamiento a todas luces deleznable. El embajador solicita excusas. Te mandará flores, hará lo que sea.

¿En tercera persona? Como una cabra.

Dispuesta a terminar pronto la noche, Diana le recuerda:

– Tienes algo que contarme, o eso me has dicho.

– Ah, sí.

Vuelve a sentarse, esta vez en una silla, en una declaración muda de intenciones.

– Cora Asmar no es lo que parece.

La frase resulta lo bastante ambigua como para que la periodista mantenga un discreto silencio.

– No es una mujer decente. Tiene un amante. -De la Vara deja caer la frase con evidente esfuerzo, ya que ha regresado a su papel de caballero español.

– ¿Y quién es? -Aunque, en realidad, Diana se pregunta cómo un miembro numerario del Opus Dei puede creer que Cora Asmar parece una mujer decente.

– Tony creía que era una joven como Dios manda, y yo también… Con esa cara de virgen flamenca pintada por el maestro Campin, esa piel pálida, ese pelo rojo…

Diana comprende que la ignorancia y el deseo se mezclan en la percepción que el embajador tiene de las mujeres.

Loco y lelo. Oh, por los clavos de Cristo, ¿qué hago aquí? Menos mal que Diana ha prometido enviarle una llamada perdida a Georges, que la espera a la entrada, en cuanto necesite abandonar la embajada y a su desquiciado inquilino. Una pregunta atraviesa su mente.

– Dime, embajador. -Insiste en nombrarle por el cargo, usándolo a manera de protección-. ¿Crees que Salva es gay? Tú le conoces, coincidiste con él en otros países. La otra noche… Aquel chico.

– Te refieres al baile, ¿no? Terminó fatal. Ali, el efebo, se enfadó con Salva y Carlos Cancio, con Ali. Muy desagradable. El pobre muchacho sigue enamorado…

– ¿Quién, Ali? ¿Enamorado?

– De Salva. Hace tiempo de eso. Al poco de llegar Matas a Beirut, antes de que tú vinieras. No sé por qué, el chico concibió esperanzas y le montó unas cuantas escenas, al ver que no era correspondido. Cuando Carlos lo recogió acababa de intentar suicidarse.

– ¿Tú crees que Salva…? -pregunta Diana, con un hilo de voz.

– ¿Mariconcete? No, no creo que nuestro amigo lo sea, aunque a veces… Confieso que su excesiva discreción… Te seré franco. Tanto en la Fundación Quijote como en la carrera diplomática se dan casos… Cómo decirlo sin faltar a mi más escrupuloso sentido de la delicadeza. No deseo ofender, no deseo ofender… Pero casos raros. Frustraciones. Gente que va cambiando de ciudad en espera de esconder que en el destino anterior no le ocurrió nada personal digno de memoria, y que necesita mimetizarse con el resto de frustrados. Nos movemos con seguridad entre los nuestros, desconfiamos del resto de los mortales. Hay gente entre nosotros que se hace pasar por normal y no lo es. Con esto no quiero decir que todos… Por Dios, no me malinterpretes. Y no me tomes por un tipo raro… Estoy convencido de que Jesús me quiere y me guía.

Despliega los brazos en un gesto entre simple y confiado. Diana frunce el ceño:

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