Maruja Torres - Fácil De Matar

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Fácil De Matar: краткое содержание, описание и аннотация

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La oveja negra de una influyente familia es asesinada en un atentado. Diana Dial, reportera prejubilada metida a investigadora amateur, siente ese pequeño pellizco en el estómago que le indica que algo no encaja en la versión oficial. Dos son los sospechosos: la viuda, exuberante y ambiciosa, y el hermanísimo, heredero del imperio familiar. Con la ayuda de su fiel criada filipina, un singular chófer y un investigador todoterreno, Diana Dial se dejará guiar por su instinto hasta dar con la verdad.
Maruja Torres se estrena en la novela policíaca y lo hace por la puerta grande. Fiel a su inconfundible estilo. Fácil de matar es una adictiva e irónica historia que confirma que las apariencias siempre engañan.

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Quizá su amigo ama en serio a Cora Asmar. Quizá es, como ella, alguien que espera una migaja de cariño. Siente una oleada de ternura maternal hacia el hombre. No. Salva no sufrirá. Será feliz tal como desee serlo o ella no será nada. En esto consiste llevarle quince años, en desear su bien, aunque a veces la ira que le provoca impulsaría a Diana a abofetearle como a un niño cruel. Su ira por haber aparecido tan a destiempo. Por el desencuentro.

Sus contradicciones la asfixian.

– ¿Nos vemos luego? -pregunta él.

Quedan para cenar. Pero la detective o periodista rechaza que sea en su apartamento. Eso terminó para siempre. No se ve con fuerzas para soportar una reedición de lo que ya ha enmarcado para el futuro como su última terraza compartida, la noche en que él apareció con ingredientes para cocinar adquiridos antes o después de ver a la viuda, puede que aconsejado por ella, mintiéndole a Diana. Da la espalda a la mentira, como al pájaro muerto, y sugiere un restaurante de los muchos que en Beirut brotan tan súbitamente como los sobresaltos. Uno con menú de fusión resultaría adecuado. El desapego de Salvador Matas más la frustración de Diana Dial. Hielo y fuego.

Templar ambos. Recomponer la amistad. Tarea para el final de este día que se presenta denso.

Cuando cuelga ve que, mientras hablaba, la ha llamado Fattush. Marca retorno.

– Precioso día. Estoy en la Corniche -anuncia el hombre-. ¿Te vienes a correr?

– ¿Correr? No lo tengo en mente -replica Diana-. Además, he de acudir a una cita a mediodía.

– Caminaremos en una sola dirección -propone Fattush, que conoce su aversión a las idas y vueltas-. No te robaré mucho tiempo. Tengo algo para ti.

– Y yo necesito que hagas una averiguación.

En la calle Damasco, Diana detiene un taxi Mercedes desvencijado -Georges libra hoy- que le recuerda el Beirut más ingenuo de los primeros tiempos. ¿O era ella, la crédula? El conductor tiene puesta la radio con estentóreas oraciones a juego con el rosario musulmán que se balancea, colgado del retrovisor. Ella le indica la dirección en su mejor árabe, que es escaso pero sirve para estas circunstancias, y el otro interrumpe la charla especial para turistas con que había empezado a obsequiarla. Cuando la deja en Ain el-Mressié, la generosa propina que recibe le sorprende. «Por no hablar», zanja Dial, didáctica.

Fattush la espera apoyado de espaldas en el pretil de tubos de hierro que bordea la Corniche. A su lado, una mujer mayor que Diana hace flexiones para la espalda. Detrás de él, el impecable azul claro del Mediterráneo, ceñido por el sombrero algo más pálido de un cielo sin nubes. El viento, vigoroso, las ha ahuyentado.

– Voy a pasar el domingo trabajando -dice el hombre-. ¡Mi madre y mi mujer se han vuelto a pelear! Mi madre quería que me pusiera ya la camiseta de invierno, mi mujer la ha llamado loca, mi madre le ha reprochado que no cuida lo bastante de mí. Las niñas se han añadido a la trifulca. Yo… En fin, bienvenida seas.

– Te invito a un café -propone Dial, iniciando resueltamente el cruce de la Corniche, que a esa hora todavía está en calma. No tiene ganas de caminar.

Ocupan una mesa, en la esquina de una terraza protegida por cortavientos de plástico.

– Te he traído algunos papeles sobre el estado de las cuentas del muerto. -Fattush le tiende un sobre grande-. Tienes mala cara.

– Sueños agitados -replica Dial, comprobando el contenido del sobre-. Pídeme un expreso doble.

Se quita el chal de seda y se desabrocha los dos primeros botones de la blusa, se arremanga. El inspector permanece callado mientras ella lee, relee, comprueba y toma notas en su cuaderno. Cuando por fin termina:

– Vaya, se ha enfriado el café.

Piden otra ronda.

– ¿Puedo quedármelos? -inquiere.

– Hice dos copias. Una para ti y otra para mí. Por si acaso.

– Bien. Estado de cuentas, investigaciones bancadas, balances, saldos hipotecarios, préstamos… Muy completo, Fattush, gracias.

Cuando el camarero se va con el pedido, Dial le dice:

– Dispongo de veinte minutos, luego tengo una cita.

– ¿Relacionada con el caso? -pregunta el otro.

– Mucho. Al menos para mí -replica, sin más explicaciones.

No tiene ganas de hablar. Recuesta la cabeza en el respaldo de la silla y cierra los ojos, como si quisiera olvidarse de todo y sentir únicamente el mordisco del sol en el rostro. Cuando los abre sorprende a Fattush mirando con aprensión a una pareja que se abraza estrechamente al otro lado de la calzada, junto al mar.

– Dan ganas de avisarles -comenta el hombre-. Peleas, niños. El futuro.

La periodista golpea el sobre con el índice.

– Debía dinero a todo el mundo. A su familia, varios bancos, socios, ex socios… Su hermano Samir era uno de sus principales acreedores. Según esto, le había prestado dinero para todos sus negocios ruinosos, incluido el último. Y sin intereses.

– ¿Sigues creyendo que es el asesino? -pregunta Fattush.

No hay más clientes que ellos en el café. El camarero, aburrido, se ha sentado en otra mesa, frente a una hilera de servilleteros y un gran paquete de pañuelos de papel que dobla y va colocando en los soportes.

Diana se encoge de hombros.

– No sé qué creer. Si Samir y, en general, la familia Asmar, ponían su fortuna y sus fincas a disposición del pequeño inútil… ¿Qué les costaba comprar su silencio sobre la estación de telecomunicaciones esgrimiendo esas deudas? Tony dependía de ellos por completo.

– A lo mejor la versión de la viuda es la buena -insinúa el policía-. Era un patriota. Se disponía a denunciar a su hermano.

Dial arruga la nariz, escéptica.

– Cuanto más reflexiono, menos sólida me parece la explicación de Cora. -Observa con cuidado al camarero-. Me parece más factible que Tony Asmar pretendiera cortar para siempre con su dependencia de la familia y la sombra omnipresente del hermano mayor. Pongamos que discutió con él, que le advirtió de lo que iba a hacer. Por lo que sabemos, el benjamín era un capullo bastante fanfarrón. Si le dijo que se disponía a hablar con el Anciano… A propósito, me gustaría entrevistarme con él.

– ¿Con el viejo? Eso es imposible…

– Dime una cosa… -empieza Diana, cortándole. Se interrumpe también ella.

Observa al camarero en su tarea, empeñado en introducir en el servilletero más pañuelos de los que éste admite. Los apretuja, los contrae. Cuando consigue meterlos se desbordan, desparramándose sobre la mesa. Impaciente, Diana se levanta, se dirige hacia él. Se los quita. Con su habitual sonrisa irónica, Fattush la ve gesticular, y seleccionar la cantidad exacta de servilletas, agitarlas en el aire, colocarlas en un servilletero con gran teatralidad, como si aleccionara a un niño. Cuando, terminada su misión, Diana vuelve a su mesa, se desploma en su asiento como si acabara de realizar una tarea hercúlea y pregunta:

– Recuérdame cuáles son aquí, en Líbano, en esta pequeña y convulsa república y demás pamemas, los principales móviles con que te topas cuando se ha cometido un crimen.

Ahora es Fattush quien se encoge de hombros:

– Lo de siempre. Dinero, amor, celos. Como en todas partes. Honor machista.

– Exacto. Lo esencial. No podemos perderlo de vista. Demasiadas conjeturas sólo sirven para estorbar. Como las servilletas a ese chico. -Señala al camarero.

Cuando salen del café agarra al inspector por el brazo, familiarmente.

– Es un placer contar contigo -confiesa-. Qué conveniente que trabajes en domingo.

– Vas a pedirme algo -pregunta Fattush, apretando el brazo de Diana contra su costado.

– Informes sobre un tal Tariq. Desconozco el apellido. Profesor de gimnasia, yo creo que también un poco gigolò. Entrena a gente de clase alta, entre ellos nuestro embajador y Cora. Podría estar liado con la viuda. Es urgente.

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