Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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– Fue la Serpiente, Adán. Dijo que ahora que habías matado, te correspondía conocer el fuego. ¿Qué hiciste?

– Salgamos. Te lo explicaré todo, pero sal de aquí.

Caía la tarde. El cielo estaba hecho jirones rosa y púrpura. La cálida piel de Eva rozaba la suya. Adán sintió pena por el Fénix. Lo habían creído inmortal, pensó. La silueta de fuego ardía en su memoria. Conmocionado, le mostró a la mujer los restos calcinados. Mientras él buscaba hojas con que limpiarse el hollín de la cara y el cuerpo, Eva se sentó sobre unas rocas. Miraba la cueva, las higueras muertas, cuando notó la mano del viento moviendo suavemente las cenizas del ave. Las alzaba y dejaba caer una y otra vez, tal como si buscara darles un orden antes de llevárselas. Sobre la roca el montículo de ceniza se agitaba sin dispersarse, cambiaba de color, lentamente se convertía en plumas rojas y doradas que revoloteando se acomodaban en una forma que parecía guardada en la memoria del aire. En un instante, del plumaje emergió la cabeza del ave. Alzándose de la ruina, como si recién despertara, el pájaro se sacudió y, al hacerlo, la miríada de plumas retornó a su disposición primigenia. Con júbilo, comprendiendo quizás en ese instante el ciclo que su naturaleza repetiría por toda la eternidad, el Fénix abrió sus alas descomunales y, con un impulso grácil y un sonido gozoso, se remontó en el aire. Perplejos, Adán y Eva lo vieron fundirse con los colores del crepúsculo y perderse en el horizonte.

– ¿No crees que nos sucederá lo mismo si morimos?

– No lo sé, Eva, no lo sé.

El sol se ocultó. Hombre y mujer se refugiaron de la noche en un ángulo entre las rocas, al descampado. Habían intentado entrar a la cueva pero las paredes despedían intenso calor y ardía la piel al tocarlas. Desde donde se encontraban veían resplandores naranja que provenían del interior. Brasas. Adán abrazó a Eva. Su pelo olía a humo. Traicionera la Serpiente, pensó. Dual. Amiga y enemiga. Lo confundía.

– No tenemos nada que comer -dijo Eva, mirando las higueras calcinadas.

– Tengo algo -dijo Adán.

Se levantó y fue a buscar el conejo que había dejado acomodado en la horqueta de un árbol cercano. Lo puso frente a Eva. Esperó su reacción. Donde él veía alimento, ella vio un animal yerto y sangrante. La mujer dio un grito y se tapó los ojos.

– ¿Está muerto, Adán, o volverá a la vida como el Fénix?

– No. Está muerto.

Ella abrió los ojos. Tocó la carne floja, inanimada del animal, observó las pupilas opacas.

– ¿Esto es lo que quieres que coma, la muerte?

– Esta mañana, el gato vio un pajarillo, lo mató y se lo comió. Luego Caín atrapó un conejo y también lo comió. Cuando lo vi atrapar otro más, se lo quité y lo traje para que lo comamos nosotros. Tendremos que matar otros animales y comerlos, si es que queremos sobrevivir. Me lo dijo la Serpiente. Ella ha comido ratas y venados. No podemos comer sólo higos. La carne del conejo no está mal. La probé.

– ¿Y tú le crees a la Serpiente, Adán? ¿Crees que tengamos que matar para vivir?

Eva lo miraba incrédula, asustada.

– Sólo sé que apenas vi al gato comer el pajarillo, comprendí que eso es lo que debemos hacer. Hay muchos conejos, Eva.

Eva inclinó la cabeza, cruzó las manos por detrás del cuello en un gesto de desesperación.

– ¿Quién es el Otro? ¿Quién es la Serpiente? ¿Quiénes son estos seres, Adán? ¿Qué quieren de nosotros? Uno nos engaña, el otro nos castiga. Pretenden ser nuestros amigos, pero se contradicen entre ellos. Si comer una fruta nos ha traído este castigo, ¿qué crees que sucederá si matamos para comer? Yo no quiero matar, Adán. ¿Cómo sabremos qué matar y qué no? Matar para comer -repitió ella, con expresión de repugnancia y asombro-. ¿A quién se le ocurrió?

– Te dije que hay muchos conejos. Elokim los haría con ese propósito.

– Te aseguro que al conejo que mates le tiene sin cuidado que haya muchos más. ¿Y si otro animal decide que nosotros somos sus conejos?

– Día a día tendremos que vivir y aprender. No puedo responder todas tus preguntas.

– No debes matar. Me lo dice todo el cuerpo. Si la muerte es semejante castigo, ¿por qué tenemos que dársela a otros? A Elokim parece que le resulta difícil ponerse en nuestro lugar, piensa que sabe lo que más nos conviene, pero yo sí puedo ponerme en el lugar del conejo. Pobre criatura. Míralo, hecho un despojo.

– No se trata de matar por matar, sino de matar para sobrevivir.

– No era así en el Jardín.

– Tú querías conocer el Bien y el Mal. Quizás esto sea el mal. Tendremos que probarlo. Si no, moriremos.

– De cualquier manera moriremos.

– Elokim dijo que nuestro tiempo no ha llegado.

– Así que te parece que éste es el mal que debemos probar.

– Sí.

– Pero somos libres, Adán, podemos escoger. Si crees que nos equivocamos una vez, ¿por qué equivocarnos de nuevo? Nos han dejado solos. Es nuestra la decisión de cómo queremos vivir.

Adán la miró largamente. Admiró su vehemencia. Pero era ella quien los había puesto en aquella encrucijada. No había tenido miedo de conocer el Bien y el Mal y ahora tenía miedo de lo que tendrían que hacer para vivir.

– Tú comiste la fruta.

– Quería saber, Adán. Ahora sé más de lo que sabía cuando estábamos en el Jardín. Por eso te pido que no mates.

– Si no hubiésemos comido la fruta, quizás nunca hubiésemos tenido que matar, pero ahora estamos solos. No puedo hacer lo que pides. Yo también sé lo que tengo que hacer. Quizás no te toque a ti matar. Quizás por eso seamos diferentes.

– Quizás, Adán. Piensa eso si quieres.

– Soy más grande y fuerte que tú. Me siento responsable de que logremos sobrevivir.

– Yo me siento responsable de cuidarte. Y parece que tendré que empezar por cuidarte a ti de ti mismo. No somos animales, Adán.

– ¿Cómo lo sabes? Lo único que nos diferencia de ellos son las palabras que usamos.

– Y el conocimiento.

– Sé que debemos comer. Los animales lo saben también. Sólo a ti te disgusta.

– Me perturba tener que matar.

– Así está dispuesto. No lo dispusimos nosotros.

– Tendrás que endurecerte para hacerlo. Aprenderás a ser cruel.

– Quizás esté mal, Eva, pero el Mal también es parte del conocimiento.

Eva pensó con nostalgia en la luz y quietud del Jardín. En la eternidad. Recordó el reposo de su ánimo, los pensamientos simples de su mente ajena al sobresalto, al llanto, a la angustia o la rabia; aquel flotar leve de hoja sobre la superficie del agua.

– Si no hubiésemos comido la fruta -dijo ella mirándolo a los ojos- yo jamás habría probado un higo, o una ostra. No habría visto el Fénix resurgir de sus cenizas. No habría conocido la noche. No reconocería que me siento sola cuando te vas, ni habría sentido cómo mi cuerpo tan frío aún en medio del incendio se llenó de calor apenas oí que me llamabas. Seguiría viéndote desnudo sin que me turbaras. Nunca habría sabido cuánto me gusta cuando te deslizas como pez dentro de mí para inventar el mar.

– Y yo no habría sabido que no me gusta que tengas hambre. Me parece cruel verte palidecer y no hacer nada por evitarlo. Yo no decidí que las cosas fueran así, Eva. Yo aprendo de lo que veo a mi alrededor.

El hombre no dijo más. Ella también calló. ¿Por qué pensarían de tan diferente manera? -se preguntó-. ¿Quién de los dos prevalecería? Al descampado, junto a las rocas que circundaban la cueva, se acurrucó junto a él y más tarde, a horcajadas sobre Adán, con la luna menguante rodeándole la cabeza, hizo que el hombre olvidara el hambre y la necesidad de matar.

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