Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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El gato y el perro intrigaban a Adán. Apenas comían frutas y sin embargo parecían no padecer del hambre que a él lo mortificaba. ¿Qué hacían los largos ratos que se ausentaban de la cueva?

Descubrió la respuesta una mañana, al amanecer. Lo despertó una bandada de pájaros melodiosos que llegaron a posarse en las ramas de la higuera. Se sentó en una roca a contemplar los mirlos saltar, cantar y picar los higos. Excitados, el gato y el perro no cesaban de ladrar el uno y maullar el otro dando vueltas alrededor de los árboles. Caín se impulsaba sobre las patas como si quisiese volar. Arqueando el lomo, el gato se despojaba de su modorra y miraba a los pájaros con una expresión indescifrable. De pronto, tras arañar el tronco, el gato extendió el lomo y saltó ágil y diestro hasta una rama baja. Subió hacia la copa y se agazapó entre el follaje. Adán lo observó fascinado. Vio cuando, con un movimiento veloz de la pezuña, atrapó de un zarpazo a uno de los pajarillos y lo aferró del cuello con los dientes. Maullando fiero, usando sus largas uñas para amedrentar al perro, el gato bajó del árbol con la presa y corrió a esconderse en unos matorrales. Adán, en puntillas, se asomó a ver qué haría. Lo vio iniciar un juego desigual con el pájaro, acorralarlo, darle rasguños y dentelladas hasta dejarlo exangüe. Luego vio cómo le hundía los dientes en la carne y con parsimonia se lo comía. Asqueado, Adán se apartó. Poco después el gato salió de su escondite, relamiéndose, a echarse la siesta bajo el sol, satisfecho.

El hambre atacó a Adán tan repentinamente como la repugnancia. Se quedó quieto. Tomó un higo. Lo mordió. Se preguntó si la sangre del pájaro sabría diferente. Súbitamente comprendió el sentido de los huesos y olores que percibiera en sus exploraciones, los lamentos extraños, los sonidos de los tigres ocultos. Miró la higuera con empacho y desgano. Escupió la fruta. Pensó en el largo trayecto al mar y las ostras. Supo lo que debía hacer.

Entró a la cueva a buscar la vara larga cuya punta afilara con una roca para ayudarse a quebrar nueces y desenterrar amargas raíces. ¿Dónde vas?, preguntó Eva. Adán dijo que iría a indagar los sonidos de un rebaño de animales que rondaban en la planicie. Quería saber si permitirían que se les acercara. No atinó a explicarse por qué había evitado decirle la verdad. Ten cuidado, dijo ella. Lo tendré. Salió con el perro. El gato se quedó con Eva.

El sol calentaba en un cielo sin nubes. Decidió ir en dirección opuesta al Jardín, hacia las amplias planicies al fondo de las cuales se veían más formaciones rocosas y grupos de palmeras. Si los otros animales también andaban buscando cómo alimentarse, no podía estar seguro de que no lo consideraran a él un alimento. Tenía miedo, pero también urgencia. Caín también estaba inquieto, como si entendiera la misión del hombre.

No habían caminado mucho trecho cuando Caín alzó las orejas. Adán vio el conejo y se agachó. Intentó llamarlo para que el conejo se acercara por su cuenta.

Conejo, conejo. El pequeño animal se paró en dos patas, alzó las orejas. El perro salió tras él. Cuando Adán le dio alcance, ya Caín lo tenía sin vida entre las pezuñas y le arrancaba los pedazos a mordiscos. Se apartó. Dejó que el perro comiera. Observó lo que comía, lo que dejaba, la naturalidad sin aspavientos con que daba cuenta de la presa y el celo con que protegía su alimento aun de Adán mismo. Cuando él intentó acercarse, le enseñó los dientes, gruñó. El hombre esperó. Oteó el horizonte, perturbado. ¿Qué habría lejos de allí? ¿Habría debajo de ellos otro cielo como el que veían por la noche? ¿Qué sabor tendría la sangre de los animales? Con el palo azuzó al perro para que continuaran camino. No pasó mucho rato. Caín salió en pos de otro conejo. Adán corrió tras el perro poniendo a prueba la velocidad de sus piernas. Se lo arrancó de la boca. La cabeza del conejo le colgaba floja del tronco.

Esta vez fue el turno del hombre de ocultarse. Se sentó bajo un árbol. Cerró los ojos. Hundió los dientes en la piel del gazapo. Sintió la sangre, la carne bajo el pelo. Con los dientes, las uñas, separó el cuero, le arrancó una pierna. Comió la carne sangrante, cálida, con olor a almizcle.

Oyó la risa muy bajita. Una risa de burla.

– Mira en lo que te has convertido. Ahora tienes que matar para comer.

Pensó que era la voz en su interior, pero después reconoció el tono ronco, como si arrastrara pedruscos. Vio la Serpiente.

– Eres tú. Te reconozco. ¿Qué comes tú?

– He comido ratones, venados. El conejo no está mal. Pero mira, tú que te creías tan especial, aquí estás, comiendo como cualquier animal.

– ¿Así sobreviviremos en este mundo, comiéndonos los unos a los otros?

– La vida alimentándose de la muerte. Elokim se enfurece y hace estas cosas: condena a un tipo de naturaleza a vivir como otra. Pero ya ves. A mí me dijo que comería tierra, a ti que comerías hierbas y espinas, pero cambió de idea. Ahora deja que nos comamos unos a otros.

– Lo conoces bien.

– Hace mucho que estamos juntos. Mientras él exista, también existiré.

– Existes para contradecirlo.

– Sin mí la eternidad se le haría intolerable. Yo le suplo el asombro, lo impredecible. Te he hecho un regalo -añadió bisbiseando, maliciosa-, lo encontrarás al llegar a la cueva. Te servirá para comer, para calentarte. Pero debes apresurarte. Intenté advertir a Eva pero se negó a escucharme. Si no te apresuras, ella morirá.

El sentimiento de alarma envaró el espinazo de Adán. Sintió los músculos tensos, las manos crispadas. Dando voces llamó a Caín, y tan rápido como le permitían sus pasos tomó el rumbo de la cueva, llevando en sus manos los restos del conejo para compartirlo con Eva.

Yendo por la pradera, vio un grupo de tigres que rugieron feroces. Formando un círculo protegerían alguna presa. Tan despacio como pudo, procurando indicarles que no tenía intención de competir con ellos, se desvió detrás de unas rocas y reemprendió la carrera. Recordó la cantidad de bestias fuertes y de gran tamaño a las que pusiera nombre. Todas con hambre, pensó, ¿quién devoraría a quién?

Todavía le faltaba un trecho por recorrer cuando vio el humo y las llamas envolviendo la cueva y las higueras. Alguien había cubierto de arbustos y hierbas las piedras que formaban la entrada. El fuego crepitaba alzándose en altas llamaradas. Se detuvo sin saber qué hacer. Aun antes de conocer el miedo, el fuego lo acobardaba. Era, entre todos los elementos, el más potente y magnífico. Verlo ahora, sentir de cerca el calor y el humo e imaginar a Eva allí dentro lo llenó de terror e impotencia. El perro daba vueltas como loco, ladraba y aullaba. Él se acercó cuanto pudo, resistiendo el calor, tapándose la cara con las manos. Empezó a aullar también, a gemir, a golpear el suelo con los pies, llamando a Eva a grandes gritos. El humo lo ahogaba. No podía ser que Elokim permitiera que la Serpiente la matara. Él había dicho que no era tiempo de morir.

Lo llamó a grandes voces, imprecando, rogando, presa de la más absoluta desesperación.

– Elokim, Elokiiiiiiiiiim -gritaba, dando vueltas, mirando hacia el Jardín.

No pasó mucho tiempo. Vio aparecer al Fénix. Volaba veloz extendiendo sus enormes alas rojas y doradas. Apretó los puños. ¿Que podría hacer el pájaro para aplacar el fuego? Aturdido, lo miró posarse sobre la cueva ardiente con las alas abiertas. Súbitamente el fuego, que se propagaba en múltiples direcciones, empezó a replegarse y a converger sobre el cuerpo del pájaro como si fuese una mansa criatura atendiendo un llamado ineludible. El contorno del ave, toda ella se esponjó y acogió el fuego agigantándose para que le cupiera dentro. Las llamas lo abrazaban restregando sus lenguas contra sus plumas sin que la pose estática del pájaro se alterara. Finalmente, sobre la cueva, el pájaro colosal, encendido como un sol, abrió las alas y alzó la cabeza. Estupefacto, inmóvil, Adán contempló la figura incandescente que ardió sin consumirse por unos minutos hasta que, lentamente, sin que cambiara su porte de estatua magnífica, quedó reducida a un montón de cenizas. Apagado el fuego, el hombre salió de su estado de impotente terror y se abalanzó, evadiendo las ramas carbonizadas de la higuera, a la boca de la cueva. Las paredes despedían vaho hirviente, pero el paso estaba abierto. Encontró a Eva, temblando, acurrucada bajo el manantial donde apenas corría un hilo de agua.

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