Una noche mi padre sacó a Esteban a gritos y empujones: al llegar tardísimo de su clase de inglés, lo encontró en la sala a media luz con la mano metida bajo la falda de Isabel. Héctor lo golpeó en la calle, lo derribó y lo siguió pateando hasta que Esteban pudo levantarse ensangrentado y huir como un perro. Isabel le retiró la palabra a Héctor y se dedicó a hostilizarme por cualquier motivo, si bien yo había tratado de frenar a mi hermano cuando pateaba en el suelo al pobre de Esteban. Isabel y Esteban no volvieron a encontrarse jamás: poco después, aniquilado por el fracaso, la miseria y el alcoholismo, Esteban se ahorcó en un ínfimo hotel de Tacubaya. A veces pasan por televisión sus viejas películas y me parece que contemplo a un fantasma.
Pero en aquel momento la única ventaja fue quedarme con un cuarto propio. Hasta entonces había dormido en camas gemelas con Estelita, mi hermana menor. Cuando me declararon perverso, mi madre juzgó que la niña corría peligro. La cambiaron a la pieza de las mayores, con gran disgusto de Isabel, que estudiaba en la Preparatoria, y de Rosa María que acababa de recibirse de secretaria en inglés y español.
Héctor pidió que compartiéramos la habitación. Mis padres se negaron. A raíz de sus hazañas policiales y su último intento de forzar a una criada, Héctor dormía bajo candado en el sótano. Sólo le daban cobijas y un colchón viejo. Su antigua recámara la utilizaba mi padre para guardar la contabilidad secreta de la fábrica y repetir mil veces cada lección de sus discos. At what time did you go to bed last night, that you are not yet up? I went to bed very late, and I overslept myself. I could not sleep until four o'clock in the morning. My servant did not call me, therefore I did not wake up. No conozco otra persona adulta que en efecto haya aprendido a hablar inglés en menos de un año. No le quedaba otro remedio.
Escuché sin ser visto una conversación entre mis padres. Pobre Carlitos. No te preocupes, se le pasará. No, esto lo va a afectar toda su vida. Qué mala suerte. Cómo pudo ocurrirle a nuestro hijo. Fue un accidente, como si lo hubiera atropellado un camión, haz de cuenta. Dentro de unas semanas ya ni se acordará. Si hoy le parece injusto lo que hemos hecho, cuando crezca comprenderá que ha sido por su bien. Es la inmoralidad que se respira en este país bajo el más corrupto de los regímenes. Ve las revistas, el radio, las películas: todo está hecho para corromper al inocente.
Así pues, estaba solo, nadie podía ayudarme. El mismo Héctor consideraba todo una travesura, algo divertido, un vidrio roto por un pelotazo. Ni mis padres ni mis hermanos ni Mondragón ni el padre Ferrán ni los autores de los tests se daban cuenta de nada. Me juzgaban según leyes en las que no cabían mis actos.
Entré en la nueva escuela. No conocía a nadie. Una vez más fui el intruso extranjero. No había árabes ni judíos ni becarios pobres ni batallas en el desierto -aunque sí, como siempre, inglés obligatorio. Las primeras semanas resultaron infernales. Pensaba todo el tiempo en Mariana. Mis padres creyeron que me habían curado el castigo, la confesión, las pruebas psicológicas de las que nunca pude enterarme. Sin embargo, a escondidas y con gran asombro del periodiquero, compraba Vea y Vodevil, practicaba los malos tactos sin conseguir el derrame. La imagen de Mariana reaparecía por encima de Tongolele, Kalantán, Su Muy Key. No, no me había curado: el amor es una enfermedad en un mundo en que lo único natural es el odio.
Desde luego no volví a ver a Jim. No me atrevía a acercarme a su casa ni a la antigua escuela. Al pensar en Mariana el impulso de ir a su encuentro se mezclaba a la sensación de molestia y ridículo. Qué estupidez meterme en un lío que pude haber evitado con sólo resistirme a mi imbécil declaración de amor. Tarde para arrepentirme: hice lo que debía y ni siquiera ahora, tantos años después, voy a negar que me enamoré de Mariana.
COLONIA ROMA
Hubo un gran temblor en octubre. Apareció un cometa en noviembre. Dijeron que anunciaba la guerra atómica y el fin del mundo o cuando menos otra revolución en México. Luego se incendió la ferretería La Sirena y murieron muchas personas. Al llegar las vacaciones de fin de año todo era muy distinto para nosotros: mi padre había vendido la fábrica y acababan de nombrarlo gerente al servicio de la empresa norteamericana que absorbió sus marcas de jabones. Héctor estudiaba en la Universidad de Chicago y mis hermanas mayores en Texas.
Un mediodía yo regresaba de jugar tenis en el Júnior Club. Iba leyendo una novelita de Perry Mason en la banca transversal de un Santa María cuando, en la esquina de Insurgentes y Álvaro Obregón, Rosales pidió permiso al chofer y subió con una caja de chicles Adams. Me vio. A toda velocidad bajó apenadísimo a esconderse tras un árbol cerca de "Alfonso y Marcos", donde mi madre se hacía permanente y maniquiur antes de tener coche propio y acudir a un salón de Polanco.
Rosales, el niño más pobre de mi antigua escuela, hijo de la afanadora de un hospital. Todo ocurrió en segundos. Bajé del Santa María ya en movimiento, Rosales intentó escapar, fui a su alcance. Escena ridícula: Rosales, por favor, no tengas pena. Está muy bien que trabajes (yo que nunca había trabajado). Ayudar a tu mamá no es ninguna vergüenza, todo lo contrario (yo en el papel de la Doctora Corazón desde su Clínica de Almas). Mira, ven, te invito un helado en La Bella Italia. No sabes cuánto gusto me da verte (yo el magnánimo que a pesar de la devaluación y de la inflación tenía dinero de sobra). Rosales hosco, pálido, retrocediendo. Hasta que al fin se detuvo y me miró a los ojos.
No, Carlitos, mejor una torta, si eres tan amable. No me he desayunado. Me muero de hambre. Oye ¿no me tienes coraje por nuestros pleitos? Qué va, Rosales, los pleitos ya qué importan (yo el generoso, capaz de perdonar porque se ha vuelto invulnerable). Bueno, muy bien, Carlitos: vamos a sentarnos y conversamos.
Cruzamos Obregón, atravesamos Insurgentes. Cuéntame: ¿Pasaste de año? ¿Cómo le fue a Jim en los exámenes? ¿Qué dijeron cuando ya no regresé a clases? Rosales callado. Nos sentamos en la tortería. Pidió una de chorizo, dos de lomo y un Sidral Mundet. ¿Y tú, Carlitos: no vas a comer? No puedo: me esperan en mi casa. Hoy mi mamá hizo rosbif que me encanta. Si ahora pruebo algo, después no como. Tráigame por favor una coca bien fría.
Rosales puso la caja de chicles Adams sobre la mesa. Miró hacia Insurgentes: los Packards, los Buicks, los Hudsons, los tranvías amarillos, los postes plateados, los autobuses de colores, los transeúntes todavía con sombrero: la escena y el momento que no iban a repetirse jamás. En el edificio de enfrente, General Electric, calentadores Helvex, estufas Mabe. Largo silencio, mutua incomodidad. Rosales inquietísimo, esquivando mis ojos. Las manos húmedas repasaban el gastado pantalón de mezclilla.
Trajeron el servicio. Rosales mordió la torta de chorizo. Antes de masticar el bocado tomó un trago de sidral para humedecerlo. Me dio asco. Hambre atrasada y ansiedad: devoraba. Con la boca llena me preguntó: ¿Y tú? ¿Pasaste de año a pesar del cambio de escuela? ¿Te irás de vacaciones a algún lado? En la sinfonola terminó La Múcura y empezó Riders in the Sky. En Navidad vamos a reunimos con mis hermanos en Nueva York. Tenemos reservaciones en el Plaza. ¿Sabes lo que es el Plaza? Pero oye: ¿Por qué no me contestas lo que te pregunté?
Rosales tragó saliva, torta, sidral. Temí que se asfixiara. Bueno, Carlitos, es que, mira, no sé cómo decirte: en nuestro salón se supo todo. ¿Qué es todo? Eso de la mamá. Jim lo comentó con cada uno de nosotros. Te odia. Nos dio mucha risa lo que hiciste. Qué loco. Para colmo, alguien te vio en la iglesia confesándote después de tu declaración de amor. Y en alguna forma se corrió la voz de que te habían llevado con el loquero.
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