Me dieron ganas de gritarles: imbéciles, siquiera pónganse de acuerdo antes de seguir diciendo pendejadas en un lenguaje que ni ustedes mismos entienden. ¿Por qué tienen que pegarle etiquetas a todo? ¿Por qué no se dan cuenta de que uno simplemente se enamora de alguien? ¿Ustedes nunca se han enamorado de nadie? Pero el tipo vino hacia mí y dijo: Ya puedes irte, mano. Enviaremos el resultado de los tests a tu papi.
Mi padre me esperaba muy serio en la antesala, entre números maltratados de Life, Look, Holiday, orgulloso de poder leerlos de corrido. Acababa de aprobar, el primero en su grupo de adultos, un curso nocturno e intensivo de inglés y a diario practicaba con discos y manuales. Qué curioso ver estudiando a una persona de su edad, a un hombre viejísimo de 48 años. Muy de mañana, después del ejercicio y antes del desayuno, repasaba sus verbos irregulares -be, was/were, been; have, had, had; get, got, gotten; break, broke, broken; for-get, forgot, forgotten- y sus pronunciaciones -apple, world, country, people, business- que para Jim eran tan naturales y para él resultaban de lo más complicado.
Fueron semanas terribles. Sólo Héctor tomaba mi defensa: Te vaciaste, Carlitos. Me pareció estupenda puntada. Mira que meterte a tu edad con esa tipa que es un auténtico mango, de veras está más buena que Rita Hayworth. Qué no harás, pinche Carlos, cuando seas grande. Haces bien lanzándote desde ahora a tratar de coger, aunque no puedas todavía, en vez de andar haciéndote la chaqueta. Qué espléndido que con tantas hermanas tú y yo no salimos para nada maricones. Ora cuídate, Carlitos: no sea que ese cabrón vaya a enterarse y te eche a sus pistoleros y te rompan la madre. Pero, hombre, Héctor, no es para tanto. Nomás le dije que estaba enamorado de ella. Qué tiene de malo. No hice nada de nada. En serio no me explico el escándalo.
Tenía que suceder -se obstinaba mi madre-: por la avaricia de tu papá, que no tiene dinero para sus hijos aunque le sobra para derrocharlo en otros gastos, fuiste a caer, pobre niño, en una escuela de pelados. Imagínate: admiten al hijo de una cualquiera. Hay que inscribirte en un lugar donde sólo haya gente de nuestra clase. Y Héctor: Pero, mamá ¿cuál clase? Somos puritito mediopelo, típica familia venida a menos de la colonia Roma: la esencial clase media mexicana. Allí está bien Carlos. Su escuela es nuestro nivel. ¿Adonde va usted a meterlo?
LA LLUVIA DE FUEGO
Mi madre insistía en que la nuestra -es decir, la suya- era una de las mejores familias de Guadalajara. Nunca un escándalo como el mío. Hombres honrados y trabajadores. Mujeres devotas, esposas abnegadas, madres ejemplares. Hijos obedientes y respetuosos. Pero vino la venganza de la indiada y el peladaje contra la decencia y la buena cuna. La revolución -esto es, el viejo cacique- se embolsó nuestros ranchos y nuestra casa de la calle de San Francisco, bajo pretexto de que en la familia hubo muchos cristeros. Para colmo mi padre -despreciado, a pesar de su título de ingeniero, por ser hijo de un sastre- dilapidó la herencia del suegro en negocios absurdos como un intento de línea aérea entre las ciudades del centro y otro de exportación de tequila a los Estados Unidos. Luego, a base de préstamos de mis tíos maternos, compró la fábrica de jabón que anduvo bien durante la guerra y se hundió cuando las compañías norteamericanas invadieron el mercado nacional.
Y por eso, no cesaba de repetirlo mi madre, estábamos en la maldita ciudad de México. Lugar infame, Sodoma y Gomorra en espera de la lluvia de fuego, infierno donde sucedían monstruosidades nunca vistas en Guadalajara como el crimen que yo acababa de cometer. Siniestro Distrito Federal en que padecíamos revueltos con gente de lo peor. El contagio, el mal ejemplo. Dime con quién andas y te diré quién eres. Cómo es posible, repetía, que en una escuela que se supone decente acepten al bastardo (¿qué es bastardo?), o mejor dicho al máncer de una mujer pública. Porque en realidad no se sabe quién habrá sido el padre entre todos los clientes de esa ramera pervertidora de menores. (¿Qué significa máncer? ¿Qué quiere decir mujer pública? ¿Por qué la llama ramera?)
Mi madre se había olvidado de Héctor. Héctor se vanagloriaba de ser conejo de la Universidad. Decía que él fue uno de los militantes derechistas que expulsaron al rector Zubirán y borraron el letrero "Dios no existe" en el mural que Diego Rivera pintó en el Hotel Del Prado. Héctor leía Mi lucha, libros sobre el mariscal Rommel, la Breve historia de México del maestro Vasconcelos, Garañón en el harén, Las noches de la insaciable, Memorias de una ninfómana, novelitas pornográficas impresas en La Habana que se vendían bajo cuerda en San Juan de Letrán y en los alrededores del Tívoli. Mi padre devoraba Cómo ganar amigos e influir en los negocios, El dominio de sí mismo, El poder del pensamiento positivo, La vida comienza a los cuarenta. Mi madre escuchaba todas las radionovelas de la XEW mientras hacía sus quehaceres y a veces descansaba leyendo algo de Hugo Wast o M. Delly.
Héctor, quién lo viera ahora. El industrial enjuto, calvo, solemne y elegante en que se ha convertido mi hermano. Tan grave, tan serio, tan devoto, tan respetable, tan digno en su papel de hombre de empresa al servicio de las transnacionales. Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana. (En esto al menos ha sido de una coherencia a toda prueba.)
Pero en aquella época: sirvientas que huían porque "el joven" trataba de violarlas (guiado por la divisa de su pandilla: "Carne de gata, buena y barata", Héctor irrumpía a medianoche, desnudo y erecto, enloquecido por sus novelitas, en el cuarto de la azotea; forcejeaba con las muchachas y durante los ataques y defensas Héctor eyaculaba en sus camisones sin lograr penetrarlas: los gritos despertaban a mis padres; subían; mis hermanas y yo observábamos todo agazapados en la escalera de caracol; regañaban a Héctor, amenazaban con echarlo de la casa y a esas horas despedían a la criada, aún más culpable que "el joven" por andar provocándolo); enfermedades venéreas que le contagiaban las putas de Meave o bien las del 2 de Abril; un pleito de bandas rivales en los bordes del río de La Piedad: a Héctor de una pedrada le rompieron los incisivos; él con una varilla le fracturó el cráneo a un cerrajero; una visita a la delegación porque Héctor se endrogó con sus amigos del parque Urueta e hizo destrozos en un café de chinos; mi padre tuvo que pagar la multa y los daños y mover influencias en el gobierno para que Héctor no fuera a la cárcel. Cuando escuché que se había endrogado creí que Héctor debía dinero, pues en mi casa siempre se les llamó drogas a las deudas. (En este sentido mi padre era el perfecto drogadicto.) Más tarde Isabel, mi hermana mayor, me explicó de qué se trataba. Era natural que Héctor simpatizara conmigo: por un momento le había quitado su lugar como oveja negra.
ESPECTROS
También hubo líos a principios de año cuando Isabel se hizo novia de Esteban. En los treinta había sido famoso como actor infantil. Al crecer perdió su vocecita y su cara de inocencia. Ya no le dieron papeles en cine ni en teatro: Esteban se ganaba la vida leyendo chistes en la xew, bebía como loco, estaba empeñado en casarse con Isabel e ir a probar suerte en Hollywood aunque no sabía una palabra de inglés. Llegaba a verla borracho, sin corbata, oliendo a rayos, con el traje manchado y los zapatos sucios.
Nadie se lo explicaba. Pero Isabel era aficionada fanática. Esteban le parecía maravilloso porque Isabel lo vio en su época de oro y, a falta de Tyrone Power, Errol Flynn, Clark Gable, Robert Mitchum o Cary Grant, Esteban representaba su única posibilidad de besar a un artista de cine. Aunque fuera de cine mexicano, tema predilecto de las burlas familiares, casi tan socorrido por nosotros como el régimen de Miguel Alemán. ¿Ya viste qué cara de chofer tiene el tal Pedro Infante? Sí claro, con razón les encanta a las gatas.
Читать дальше