Fuera del barracón, había dos hombres sentados en la valla del corral. Uno era un compinche de Elaine, un poeta de treinta y cinco años, de San Francisco, que había estado haciéndole visitas clandestinas a Elaine de vez en cuando desde que ésta vivía en Dakota. El otro era un viejo amigo de Debbie, de los tiempos del avatar del ácido atómico, un traficante de LSD reformado que se había puesto a leer las obras completas de Albert Einstein y estaba aprendiendo a pensar (no a razonar sino a pensar). Elaine y su compinche y Debbie y el suyo, querían dirigir el rancho juntos. Planeaban cultivar girasoles y vender las semillas.
Se aceptó la propuesta. Se confiaría el rancho a Elaine y a Debbie, pero continuaría siendo refugio permanente de las veintiséis vaqueras, por si alguna necesitase alguna vez un lugar seguro donde apartarse de las pedradas y flechazos que pudiesen caer sobre ellas.
Por último, las mujeres decidieron por votación cambiar el nombre del Rosa de Goma por El Rancho Jellybean. Y así es como se le conoce actualmente.
Y una cosa más. Heather quería saber quién había robado la fotografía de Dale Evans del cagadero.
UNA MAÑANA, LOS perrillos de la pradera se asomaron a las puertas de sus sótanos y vieron que el veranillo de San Martín se había largado. Ni siquiera había dejado una nota de despedida. Los perrillos de la pradera se encogieron de hombros, tiritaron y se metieron otra vez en sus sótanos, con la esperanza de quedarse dormidos antes de que el invierno empezase a patear en el piso de arriba con sus botas de clavos. Ese mismo día, se largó también el Chink.
Cuando Sissy y Delores regresaban batidas por el viento de dar un paseo, se lo encontraron caminando apoyado en una vara de cerezo con sus pertencias envueltas en una piel. Sissy había confesado su embarazo a Delores y las dos habían decidido que el Chink debía saberlo. Y ahora allí estaba él, disponiéndose a huir del rancho a los dos días de levantarse de la cama. Además, no se dirigía a Cerro Siwash.
– Me vuelvo con el Pueblo Reloj -dijo-. Echo de menos a esos chiflados pieles rojas y tengo curiosidad por saber qué es de ellos. Además, necesitan alguien como yo que les pinche para seguir siendo honrados. La anarquía es como el flan que se hace al fuego; hay que revolverlo constantemente para que no se pegue y se apelmace, como el gobierno.
– No puedo creer que vayas a abandonar el cerro -dijo Sissy. Pero podía creerlo. El hueso había curado mucho más deprisa de lo previsto por los médicos, y aunque le viesen apoyado en una vara, y tan flaco y pálido, era difícil imaginarle escurriéndose por la impredecible arquitectura del Cerro Siwash otra vez. Lo que Sissy realmente quería decir era que no podía creer que fuese a abandonarla a ella.
– Lo que viene fácil, fácil se va -dijo el Chink.
– Desde luego, no se te dan muy bien las palabras -dijo Delores.
El Chink se ruborizó realmente.
– No fue culpa mía que me educara en una cultura antipoética -dijo-. Pero mi lenguaje será diferente cuando esté con el Pueblo Reloj. Ellos proceden de una tradición oral. Y no estoy hablando de lo que vosotras, lujuriosos sapos saltarines, hacéis en la cama todas las noches.
Ahora le tocaba enrojecer a Delores. Y también a Sissy. Las paredes las habían traicionado, después de todo.
– Bueno -suspiró Sissy, intentando conseguir que sus lágrimas no se levantasen de sus asientos-, si el Pueblo Reloj te da alguna información confidencial sobre el fin del mundo, mándanos una postal.
– El mundo no va a acabarse, tonta; creía que por lo menos sabías eso -Se puso extrañamente serio-. Pero va a cambiar. Va a cambiar radicalmente. Y puede que durante tu vida. El Pueblo Reloj considera que los terremotos, unos terremotos terribles, serán el agente de ese cambio, y puede que tengan razón, pues hay unos cien mil terremotos al año y hace ya demasiado tiempo que no se producen terremotos grandes. Pero nos aguardan catástrofes mucho peores…
– ¿Y es inevitable? -preguntó Delores.
– A menos que la especie humana pueda llegar a abandonar los objetivos y valores de la civilización; en otras palabras, a menos que rompa con el hábito del consumo… y estamos tan condicionados a consumir como forma de vida que para la mayoría de nosotros la vida no tendría sentido sin los anhelos y satisfacciones del consumo progresivo. Así que yo diría que sí, que es inevitable. No es sólo que nuestros malos hábitos provoquen catástrofes mundiales, sino que nuestra filosofía práctica, política y económica nos tiene tan atrapados que nos impide prepararnos para desastres naturales que no son culpa nuestra. Así pues, la mierda apocalíptica va a llegar, desde luego, pero algunos de nosotros nos libraremos. Pequeñas bolsas de humanidad, como el Pueblo Reloj. Como vosotras dos, queridas, si os decidís a aceptar mi oferta de vivir en la Cueva Siwash. Apenas si hay calamidades mundiales (hambre, accidente nuclear, plaga, guerra meteorológica o reducción de la capa de ozono) a las que no pudieseis sobrevivir en esa cueva.
– Magnífico para nosotras -dijo Sissy- y para el Pueblo Reloj. Pero ¿y el resto del mundo, los millones que ni siquiera tienen conciencia del peligro, y no digamos ya de las alternativas? ¿No crees que deberíamos consagrarnos en cuerpo y alma a educar a las masas y a intentar movilizarlas para la supervivencia?
– De eso nada -dijo el Chink; se apoyaba pesadamente en su bastón-. La supervivencia no es importante. Lo que importa es cómo se sobrevive. Todos los planes de supervivencia a largo plazo que han concebido nuestros tanques de ideas y nuestros científicos y estrategas sociales son en definitiva variedades de totalitarismos: sociedades-colmenas o sociedades-hormi-gueros. En fin, los insectos son buenos en lo de la supervivencia; mejor que las demás criaturas, sin duda. Pero eso se debe a que en el mundo de los insectos no hay ningún tipo de individualismo. La vida del insecto es rígida y predecible; su psique sólo se preocupa de la supervivencia; la supervivencia de la colonia, de la colmena, del enjambre. Creo que es preferible que la humanidad muera a que recurra a un tipo de vida totalitario para sobrevivir. Deberíamos tomar como modelo a la grulla chilladora más que a la termita. Extingámonos si es necesario, pero hagámoslo con cierta dignidad, con humor, con gracia. Los hombres hormigas y las mujeres abejas no son dignos de sobrevivir.
El Chink extendió la mano y acarició el pulgar de Sissy, el izquierdo, la enormidad transcontinental. Tan lento fue su movimiento que ella ni siquiera retrocedió.
– La supervivencia en sí no me interesa en absoluto. Pero aquí hay algo que me parece interesante. Suponed que entre los veinte y cincuenta años próximos, una serie de desastres naturales y de origen humano, destruyen nuestra estructura social y eliminan a la mayor parte de la especie humana. Hay muchas probabilidades de que suceda. Sólo sobrevivirían grupos pequeños y aislados. Ahora bien, supongamos que tú, Sissy, figurases entre los supervivientes… y si aprovechas tu posibilidad de residir en Cueva Siwash, figurarías entre ellos. Y supon que tuvieses hijos…
Y dicho esto, retiró su arrugada y amarillenta mano del perpetuamente embarazado apéndice de Sissy y empezó a acariciar su vientre temporalmente preñado. Había una sonrisa en sus ojos. ¡Dios mío! ¿Lo sabía también?
– Supongamos que se cumple la profecía de Madame Zoé y que tienes cinco o seis hijos con tus características. Todos en la Cueva Siwash. En el mundo que siga a la catástrofe, inevitablemente tus descendientes se casarían entre sí y formarían a la larga una tribu. Una tribu cuyos miembros tendrían todos pulgares gigantes. Una tribu de Grandes Pulgares se relacionaría con el medio de modo muy especial. No podrían utilizar armas ni fabricar herramientas complicadas. Tendrían que basarse en su ingenio y en sus sentidos. Tendrían que vivir con los animales (¡y las plantas!) prácticamente como iguales. Me resulta sumamente agradable pensar en una tribu de excéntricos físicos que viviesen pacíficamente con animales y plantas, aprendiendo sus lenguas, quizás, y respetándoles como se merecen. Es sencillamente divertido pensarlo, nada más.
Читать дальше