Sissy apretó la mano del Chink. Era como un pedazo de queso rancio.
– La diversión es la diversión -dijo ella-, pero ¿cómo voy a ser progenitura de una tribu viviendo con Delores en la cima de un cerro aislado?
– Eso es problema tuyo -dijo el Chink-. En realidad, no creas que me preocupa más la situación de una tribu que la de las grandes poblaciones. La mayoría de los grupos son rebaños y todos los rebaños son basura. Debbie y todos los demás muchachos y muchachas despistados intentaron encasillarme como otro brujo oriental. Se equivocaban por completo. Los diversos filósofos orientales tienen al menos una cosa en común: eligen lo personal e intentan unlversalizarlo. Yo detesto eso. Soy lo contrario. Elijo lo universal y lo personalizo. Los únicos intercambios verdaderamente mágicos y poéticos que se dan en esta vida se dan entre dos personas. A veces no se llega siquiera tan lejos. A menudo la verdadera gloria de la vida queda confinada en la conciencia individual. Basta de eso. Vivamos para la belleza de nuestra propia realidad.
Bruscamente, el Chink apartó su mano del vientre de Sissy. Carraspeó. «Kaff». E hizo rodar sus ojos hasta que parecieron un par de judías que hubiesen acabado de recibir la noticia de que iban a trasladarlas a Boston.
– Ved cómo carraspeo. Esa dinamita debió aflojar uno de mis transmisores. No me hagáis caso. Tenéis que arreglároslas vosotras solas. El chacachá sale de Mottburg a las dos menos veinte. Quiero irme en él. ¿Me llevaréis a la estación?
Cuando las autoridades retiraron sus cargos contra Delores (buscando, al parecer, lavarse las manos para siempre del asunto de las vaqueras) devolvieron el carro del peyote. Las mujeres decidieron llevarlo al pueblo. Después de todo, la nueva furgoneta (un regalo de la Fundación Condesa) pertenecía al rancho y el rancho estaba ahora bajo el control de Elaine y Debbie. Condujo Delores; Sissy y el Chink a su lado con las manos entrelazadas. Luchando todo el camino con un desagradable viento, la furgoneta llegó a la estación sólo con cinco minutos de margen. El tren ya estaba allí.
– ¡Horarios! -dijo el Chink-. Resulta irónico que tenga que ajustarme a un horario para volver a los relojes. -Su expresión era de asombro-. Amigas, nunca apostéis contra la paradoja. Si no os derrota la complejidad, lo hará la paradoja.
En los ardientes conductos de Sissy, las lágrimas corrían, en vez de caminar, hacia la salida más próxima.
– ¿Pero y tus relojes? -preguntó gimoteando.
– ¿Mis relojes? Bueno, los llevo conmigo. ¿Vosotras no?
Dio a las mujeres besos de igual duración, aunque Sissy recibió un poco más de lengua. Luego se volvió y cruzó el andén cojeando.
Viéndole cojear hacia el tren, Sissy comprendió de pronto lo pequeño y frágil que había empezado a parecer. Ahora, también Delores estaba llorando.
En la puerta del vagón, el Chink se volvió de pronto, se abrió bruscamente la bragueta y agitó hacia ellas su pajarito.
– Ja ja jo jo y ji ji -rió.
El viejo cabrón.
CON SISSY Y DELORES acomodadas en la cueva, el rancho en buenas manos, el Chink dando cuerda otra vez al Pueblo Reloj, La Condesa sacando orinales de postparto y Jellybean lazando nubes en las praderas del Paraíso, parece ser que las cosas se han asentado para esas entidades cuyas aventuras ha narrado este libro.
Podríamos concluir que También las vaqueras sienten melancol ía ha alcanzado la entropía máxima, si no fuese por un inesperado fenómeno: la conducta de las grullas chilladoras.
Después de su partida del Lago Siwash, la bandada de grullas se detuvo muy brevemente en sus territorios de invernada de Aransas. Horas antes de que comenzase un festejo de bienvenida, emprendieron vuelo de nuevo, dejando en la estacada al Secretario del Interior, al Gobernador de Texas, a la Cámara de Comercio de Corpus Christy y a miles de patrióticos amantes de las aves.
Siguiendo rumbo al sur, se detuvieron un tiempo en Yucatán, siguieron luego hasta Venezuela y almorzaron ranas-leopardo en los pantanos del Orinoco. En Bolivia, sus excrementos cayeron sobre una revolución. En Paraguay, mancharon las catedrales de Asunción. Las tentativas de aproximarse a ellas de los científicos sudamericanos provocaron invariablemente su marcha. Se desviaron hasta Chile, quizá para rendir tributo al asesinado poeta Pablo Neruda. La siguiente parada fue la Patagonia.
En Estados Unidos y en Canadá, había muchas personas asustadas. El jefe de la Sociedad Audubon, empezó a emitir graznidos que sus camaradas identificaron como de somormujo y cuco. ¿Serían las secuelas de la dieta de peyote o sería algo a la vez más misterioso y más siniestro lo que hacía actuar así a las grullas? Discutían los naturalistas en laboratorios y salas de conferencias… y las chilladoras, cruzando el Atlántico camino de África, hicieron una visita a las islas Sandwich del Sur.
Después de que cazadores furtivos congoleños abatiesen unas cuantas, las Naciones Unidas aprobó una resolución unánime según la cual se castigaba a todo aquél que hiciese daño a las grullas con cárcel en todos los países del mundo. Justo a tiempo, además, pues pronto la gran bandada blanca se lanzó a cruzar regiones densamente pobladas. Las chilladoras destrozaron una playa en el sur de Francia, desplazaron a las famosas palomas de San Marcos de Venecia y realizaron, al parecer, un pintoresco vadeo del Támesis.
Las aves siguieron su ruta… y aún la siguen. Nadie sabe dónde aparecerán la próxima vez. Sus chillidos, recibidos con religioso fervor a lo largo del Ganges, apenas pudieron oírse sobre las bocinas y los chirridos de neumáticos del tráfico de Tokio. Cuando escribo esto, se las supone en algún punto del interior de China, donde en otros tiempos se producían poemas sobre grullas (no chilladoras, por supuesto) al ritmo de mil por día. Pero hoy son poquísimos los poemas sobre grullas que se escriben en China.
¿Busca acaso el ave más espléndida y grande de Norteamérica un nuevo hogar y explora el globo a la busca de un sitio donde vivir aislada y libre? Esto es una teoría. Naturalmente, han surgido leyendas sobre los viajes de las chilladoras. Una mujer de Borneo afirma haber tenido relaciones sexuales con una de las grullas. Sombras de Leda y el Cañarían Honker.
Quizá las grullas chilladoras lleven un mensaje e intenten transmitirlo por todas partes. Un mensaje de lo salvaje a lo ya no salvaje. ¿Es posible tal cosa?
Todo es posible. Y todo está bien. Y puesto que bien está cuanto termina bien, ¿hemos de concluir que éste es el final?
Sí, casi. Falta añadir la noticia de que las grullas acaban de cruzar la frontera del Tibet. Chillando.
Batir los brazos puede ser volar.
robert K. hall
HA PASADO EL TIEMPO. De siete a ocho, por el tamaño del vientre de Sissy.
Es medianoche en los relojes. Una medianoche de junio, lo bastante cálida para dormir en el nivel superior de la cueva. Sissy y Delores sueñan y, aunque sea muy extraño, pues han ido distanciándose en las últimas semanas, comparten un sueño similar.
Delores le ha dicho a Sissy que quiere irse. No se irá hasta que llegue el niño, hasta que Sissy esté bien y pueda valerse; ama a Sissy, después de todo; pero no se siente plena con ella. Es sobre plenitud lo que ahora sueña Delores: sobre los dos opuestos del Uno que, en equilibrio, le capacitan para que ambos existan y vivan. Una mujer sin su opuesto, o un hombre sin el suyo, pueden existir, pero no vivir. La existencia puede ser hermosa, pero jamás completa. Bajo la almohada de Delores está la carta, la sota de corazones.
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