Se necesitaba, por supuesto, más que eso para detenerla. Volvió atrás, siguiendo el pie del Cerro Siwash y adentrándose en las colinas del sur, con el propósito de llegar al lago por el oeste, o por el lado de la pradera, el único que no estaba ahora guardado por el gobierno. A cada paso que daba, sin embargo, el viento aumentaba en alguna notable fracción de nudo. Cuando empezó a doblar por la pradera, Dakota había levantado su polvo. Como una niebla de puntas de cuchillos, como un huracán de hormigas rojas, el polvo la envolvió, la mordió, la asfixió, la cegó. Luchó contra la tormenta, pero no pudo detenerla. Intentó hacer autoestop a la tormenta, pero la tormenta no quiso llevarla.
La tormenta no tenía el más mínimo sentido del humor. Pocas cosas en la naturaleza lo tienen. Quizás el animal humano no haya aportado al universo realmente más que el beso y la comedia: pero, Dios mío, eso basta.
La tormenta recordó a Sissy esa criatura que es a la vez lo más peligroso y lo más patético de la tierra: un viejo asustado con un título. Fue más la frustración que el miedo lo que la empujó de vuelta al Cerro Siwash, refugio cuyas disparatadas cuñas aparecían de cuando en cuando entre el polvo. Tardó horas en llegar allí, y cuando por fin se arrastró, exhausta, al interior de la cueva, se sentía como papel de lija de los almacenes del Infierno.
El Chink quiso aplicarle algún barniz (aceite de ñame, para ser exactos), pero Sissy le rechazó.
– Ahora no -dijo-. Estoy enviando toda mi energía a Jellybean. Quiero que sienta que estoy con ella en este lío.
El amor se puso pulgares. E hizo autoestop cruzando sin que nadie le molestase entre la tormenta y las milicias hasta el lago. Llegó aproximadamente en el mismo instante que la Tercera Visión de Delores. Al mismo tiempo aproximadamente que una cascadísima, flaquísima y agotadísima serpiente con una carta (la sota de corazones) debajo de la lengua.
TENEMOS UN REPTIL en nuestro tótem. Lleva allí desde el Edén. Vive en la base del cerebro y tiene una relación especial con las mujeres. Está asociado con el mundo obscuro, la conciencia obscura, el necesario opuesto de la luz. Pero, no funciona como símbolo porque es demasiado impredecible. En el varón, su veneno puede producir violencia o arte. En la mujer, produce una locura peculiar que el hombre no comprende. En los niños, es el carrito rojo pintado de azul.
Delores comió siete botones de peyote, después de eliminar sus ponzoñosos penachos. A Donna, LuAnn, Big Red y Jody les dio tres a cada una. Quedaron con esto en el saco sólo cuatro botones. No había suficiente para las grullas, que mostraban ya señales de bajada (desasosiego, inquietud, bullicio) y ninguna de las otras vaqueras quiso subir. Así que Delores se comió ella misma las cuatro últimas plantas. El peyote es feo de aspecto (los «botones» parecen verdes cojines para los pies enfermos de gnomos malévolos) y de un sabor horrible. Sus siete alcaloides producen siete variedades de retortijones abdominales (había cinco vaqueras vomitando al cabo de una hora) y sucios eruptos de acidez.
Con náuseas, Donna, Big Red, LuAnn y Jody vagaban por la orilla del lago, posando los ojos en todo lo que se moviese, que era todo. Tenían la cara ardiendo, las piernas flaccidas, los pensamientos planeando. Los coches blindados de la colina parecían ridículos, infantiles. La forma en que el viento aumentaba su velocidad, sin contentarse nunca con ésta o aquella velocidad concreta, parecía también divertido. Pero el viento no tiene sentido del humor y, cuando empezaron a alzarse olas de polvo, las cargadas vaqueras se refugiaron en las barricadas, agrupándose en ansioso estupor, quizá reviviendo los polvorientos instantes de la Creación.
Pero Delores… Delores yacía tendida entre las cañas, al borde del agua. Dormida aunque despierta, tan profundamente se había hundido en el agujero de su mente que ni tormenta ni polvo podían seguirla. Jellybean renunció a levantarla y conducirla a un lugar resguardado, y la dejó allí, salpicada de vómito verde, comunicándose con su tótem. Delores gemía. Abría y cerraba la mano en la empuñadura del látigo. Parecía a punto de reptar sobre el vientre, de deslizarse entre las aguas azotadas por el viento del lago.
Fue allí, en aquel estado, donde la encontraron ellas. «¿Ellas?» Niwetúkame, la Madre Divina, y la serpiente del servicio de reparto. ¿Habían venido juntas? ¿Estaban confabuladas la serpiente y la diosa? ¿Qué se dijeron? ¿Cómo fue el asunto de la carta? ¿Le mostraron a Delores joyas, colibríes, golpes de relámpago? ¿Conoció Delores a su doble? ¿Qué negocio se formalizó? ¿Fue algo pasmoso y aterrador o tuvo aire de asunto comercial? Delores nunca lo explicó.
Mucho después de la visión de San Antonio y de los ramalazos epilépticos de Paulo en el camino de Damasco, mucho después de que las voces hablasen a Juana de Arco y los ojos de Blake se llenasen de maravillas celestiales, mucho después de los trances profetices de Edgar Cayce y de la visión del ángel hip de Ginsberg llegaron las tres visiones de Delores del Ruby, la tercera de las cuales la envió tambalaéndose a las barricadas, en la oscuridad de la noche, al final de una tormenta de polvo de Dakota, a arrebatar los rifles de las manos de sus hermanas vaqueras.
Relampagueaban sus ojos negros como húmedos penachos de ánades; su rostro se había dulcificado en una plácida máscara de sangre eléctrica. Bajo la luz de la luna, se alzaba como una ciudad cercada por las llamas. Caminaba como en sueños. Con una lenta y subacuática ajenidad, arrojó las armas entre la hierba cubierta de polvo.
Nadie se atrevió a poner en entredicho sus acciones; nadie llegó siquiera a pensar en poner en entredicho sus acciones. Evidentemente, actuaba bajo autoridad divina. Había abandonado su látigo.
Cuando habló, fue como si alguien hubiese borrado los tonos guturales de sus consonantes y pulimentado sus vocales. Habló con sencillez pero con gran intensidad.
– El enemigo natural de las hijas no son los padres y los hijos -proclamó-. Estaba equivocada.
»El enemigo de las mujeres no son los hombres.
»No, y el enemigo del negro no es el blanco. El enemigo del capitalista no es el comunista, el enemigo del homosexual no es el heterosexual, el enemigo del judío no es el árabe, el enemigo del joven no es el viejo, el enemigo del hip no es el carca, el enemigo del chicano no es el gringo, y el enemigo de las mujeres no son los hombres.
»Todos tenemos el mismo enemigo.
»El enemigo es la tiranía de la mente embotada.
»Hay negros autoritarios con mentes embotadas, y son el enemigo. Los dirigentes del capitalismo y los dirigentes del comunismo son la misma gente. Y son el enemigo. Hay mujeres de mente embotada que intentan reprimir el espíritu humano, y son el enemigo igual que los hombres de mente embotada.
»El enemigo es todo técnico que practica manipulación tecnocrática, el enemigo es todo el que propone la uniformidad y el enemigo es toda víctima que sea tan embotada y perezosa y débil como para dejarse manipular y uniformar.
Las vaqueras se agruparon alrededor de Delores en un apretado círculo. No faltaba ninguna. Varias estaban transfiguradas. Sus ojos habían empezado a brillar en pálida aproximación a los de su capataz.
– Es misión de la mujer destruir además de dar la vida -les decía Delores-. Destruiremos la tiranía de lo embotado. Pero no podemos destruirla con armas, ni con látigos. La violencia es el Desayuno de los Campeones del imbécil, y el lógico producto final de su orgullo mal enfocado. La violencia fertiliza aquello que despoja. Pero, Debbie, no podemos amar lo estúpido así por las buenas. Sólo contaminamos nuestras propias aguas cuando intentamos extender nuestro verdadero afecto a aquellos que no saben cómo recibir o dar amor. El amor es muy poderoso, pero tiene límites y es un craso error extenderlo demasiado.
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