– Mantienen a las grullas como rehenes, en realidad -dijo el jefe del FBI-. Nos tienen cogidos.
Luego cedió la palabra al Pentágono, a quien representaba un general de cuatro estrellas de las fuerzas aéreas. El general, sacando datos y cifras de una carpeta azul de plástico, explicó al nuevo Presidente que aquella bandada de grullas chilladoras había sido una espina en la carne de los militares durante más de treinta años. Desde 1942, la mejor zona de bombardeo, con mucho, y la más utilizada de Norteamérica, había sido la de la isla de Matagorda, en la costa texana del Golfo de México. La mayoría de las tripulaciones de los B-52 que servían en Vietnam se habían entrenado en el sector de Matagorda, por ejemplo. Además, los helicópteros armados habían utilizado con frecuencia y eficacia la zona para sus entrenamientos. Como las grullas chilladoras invernaban en Matagorda o en la tierra firme próxima a la bahía de San Antonio, en lo que se conoce como la Reserva Nacional de Aransas, la fuerza aérea y el ejército habían sido acusados frecuentemente por los ecologistas de provocar la extinción de la especie. Presionado, hasta el Departamento del Interior había empezado a incordiar a la fuerza aérea por este motivo. Las operaciones navales y de guardacostas de la zona habían sido también criticadas y obstaculizadas, según el general. Explicó al Presidente que el Pentágono consideraba a las grullas perjudiciales para el interés primordial de la defensa del país.
No es que el nuevo Presidente fuese una belleza, desde luego, pero era bastante más guapo que su predecesor. El nuevo Presidente tenía una cara que podía haber confortado a un orangután solitario. Podría dibujarse una buena caricatura del nuevo Presidente con una salchicha mojada en esa pintura que se usa para pintar con los dedos. Había algo muy próximo a la farsa en la forma en que el nuevo Presidente cabeceó casi sabiamente, al concluir el testimonio del Pentágono y en la forma en que estiró la cabeza para mostrar absoluta atención cuando el represenante de los intereses petrolíferos, sacando datos y cifras de una cartera de cuero, inició su exposición.
No hacía falta recordar al nuevo Presidente la crisis energética, pero el representante del petróleo lo hizo. Luego pasó a informar al jefe del ejecutivo de que había grandes cantidades de petróleo desperdiciándose en el lecho del mar porque se había prohibido sondear en la costa de la región Matagorda-Aransas a causa de aquella bandada de aves, aves que no aportaban ni un céntimo al producto nacional bruto y que nada significaban en las negociaciones con los árabes. ¿Te haces idea del cuadro? El nuevo Presidente se la hizo. Quizá fuese exagerado decir que las grullas chilladoras eran quebradiza gravilla entre las sábanas de la cama de la economía, pero constituían sin duda un obstáculo más en la tarea de estirar la ropa de tan deshecha cama.
Una vez más, tomó la palabra el Presidente del FBI. Era casi seguro, dijo, que habría un enfrentamiento en el rancho de Dakota. Describió a las supuestas vaqueras como subversivas fanáticas violentamente opuestas al sistema de vida norteamericano. Aquellas mujeres querían derramamiento de sangre, dijo. Se habían burlado de una orden judicial. Se habían negado a negociar. En aquel mismo instante, estaban apuntando con armas de fuego, posiblemente de origen comunista, a agentes del gobierno.
Al Director del FBI le parecía inevitable que los abogados federales se enfadaran. Esto no le preocupaba lo más mínimo, pues la capacidad de acción y los medios de los agentes del FBI y de los agentes federales se impondrían rápida y absolutamente. Además, del enfrentamiento podrían derivarse beneficios positivos. Si al responder al fuego de las vaqueras los agentes acribillasen «accidentalmente» a las grullas chilladoras… Si latas de gases lacrimógenos superpotentes, dirigidos teóricamente contra las vaqueras cayesen enmedio de las aves, muy susceptibles, al parecer, a los gases lacrimógenos… En la operación de captura de las cuatreras, la bandada de grullas podría quedar tan diezmada que el gobierno se viese obligado a capturar a las escasas supervivientes y colocarlas en zoos. Así, de una sola barrida, los Estados Unidos podrían librarse de una banda de malhechoras y de la molestia de las grullas chilladoras. ¿Podía el Presidente (en secreto, por supuesto) apoyar esta acción?
El nuevo Presidente deseó estar en la pista de golf, deseó tener un vaso de whisky, deseó que un ayudante le entregase una declaración para leerla, deseó esto y deseó aquello, pero ninguna hada madrina ayudó al Presidente. Era el 29 de septiembre, cumpleaños de Brigitte Bardot; quizá todas las hadas que concedían deseos estuviesen en Francia esperando que Brigitte Bardot apagase las velas de su tarta.
El Presidente abrió al fin sus muerdeplátanos para conceder que el plan tenía su mérito, pero, ay, él no creía que el público aguantase que los agentes federales dispararan contra muchachas, casi adolescentes.
La otra media docena de asistentes a la conferencia no estaban de acuerdo. Señalaron que aquellas chicas eran delincuentes, estaban armadas y constituían un peligro, una inmoralidad, una influencia alteradora, que eran, en fin, enemigas del bien público… lo mismo que las jóvenes que habían sido aniquiladas en Los Ángeles. No habría más protestas populares que en las ejecuciones de Los Ángeles, y muchas menos que en la representación efectuada en la Universidad Estatal de Kent. Además, si la prensa ayudaba un poco, el gobierno no tendría problema para achacar el trágico destino de las grullas a las acciones violentas e ilegales de las vaqueras. La mayoría bienpensante creería que las chicas habían recibido su merecido.
– Además -dijo el hombre al que el nuevo Presidente había nombrado nuevo Vicepresidente-, políticamente no hay ningún problema. Los corazones tiernos me pusieron verde por permitir que se tratase con rigor a los sublevados de la prisión de Attica, pero eso no perjudicó lo más mínimo mi carrera. Quizá subestime usted, señor Presidente, el sentido moral del pueblo norteamericano.
Era un argumento convincente, aunque tal como fue formulado hizo poco por suavizar la textura de la bilis del Presidente. La mirada del nuevo Presidente fue del Pentágono al Petróleo, del Petróleo al Pentágono. Estaba atrapado y lo sabía. Achicando los rayos de sus ojos simiescos, para sugerir que era a la vez concienzudo e independiente, dijo:
– Tendré que pensarlo un poco.
Se levantó, en una versión actor aficionado de dignidad, golpeándose dolorosamente el muslo contra la mesa de conferencias. Caros zapatos de artesanía, que recordó de pronto que eran un regalo del grupo de presión petrolero, le condujeron fuera de la sala.
En cuanto pudo, cambió aquellos zapatos por zapatos de golf. Antes de salir para el club de campo Árbol Ardiendo, el nuevo Presidente llamó a su ayudante de más confianza.
– Quiero que dentro de dos horas… no, mejor de tres, digas al FBI que he decidido aprobar la Operación Apaga Chillido.
El nuevo Presidente salió a la Tierra Verde y se dispuso a lanzar su pelotita.
SISSY HANKSHAW HITCHE jamás consiguió volver al Lago Siwash. Ningún pulgar fue lo bastante grande, ninguna capacidad de movimiento lo bastante perfecta, ningún dominio del paisaje y sus viajeros lo bastante fuerte como para llevarla hasta allí. Guardias y agentes del FBI la hicieron volver atrás. Habían aparcado sus vehículos blindados en la cima y tomaban posiciones desde más cerca para la inminente lucha. Las fuerzas federales la retuvieron para interrogarla y, una vez en libertad, quedó bajo la desagradable custodia de un guardia que la escoltó hasta la entrada del Rosa de Goma y le indicó la dirección de Mottburg.
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