– ¡Señor! -exclamó Margaret Dreyfus-. Se comporta como si aquel gran pulgar hubiese sido su hijo.
– No -corrigió su marido-. Se comporta como si ella hubiese sido la hija del pulgar.
Dos semanas después de la operación, el día que le quitaron los puntos, telefoneó Sissy a Marie Barth, a Manhattan. Se enteró de que La Condesa había sobrevivido, aunque al parecer se le había descompuesto algún tornillo. Había una orden de detención contra Sissy, pero mientras permaneciera fuera del estado de Nueva York estaba segura: el delito no era lo bastante grave para la extradición; de hecho, en el Gran Renacimiento del delito que estaba disfrutando Nueva York, el pequeño ataque de Sissy no se consideraba más importante que, digamos, los garabatos que pudiese hacer fuera de horas uno de los aprendices de Boticcelli. Por Marie, envió Sissy palabra a Julián de que estaba bien y de que volvería algún día con él, pero que había de pasar antes por ciertos cambios.
Después de la llamada, Sissy se sintió algo más optimista. Acompañó varias veces a Margaret Dreyfus en expediciones de compra… al Kosher Meat Market de Richmond, de la calle West Cary, y a la panadería Weyman de la Diecisiete Norte. Con el doctor y la señora Dreyfus y su hijo, Max, que estudiaba derecho en la Washington & Lee University, asistió a películas en el Cine Colonial y en el Buyd. Había pocas visitas en casa de los Dreyfus desde el escándalo de Bernie Schwartz, y a Sissy el patio le pareció lo bastante privado como para tomar el sol desnuda. En una ocasión, llegó hasta el Byrd Park, arrastrada por el peso de orquídeas y murciélagos, y dio de comer a los patos. Volvió a casa saturada, jadeante, con bendita música de pato resonándole en los oídos, y ganó al doctor Dreyfus al ajedrez. Aquella noche parecía vagamente gozosa.
En general, sin embargo, Sissy se había incorporado a las filas de los Desdichados que esperan y matan el tiempo. ¡Oh Dios mío, cuántos de éstos hay en nuestro país! Estudiantes que no pueden ser felices hasta que se hayan graduado, militares que no pueden ser felices hasta que no se licencien, solteros que no pueden ser felices hasta que no se casen. Trabajadores que no pueden ser felices hasta que no se retiren, adolescentes que no pueden ser felices hasta que se hagan mayores, enfermos que no pueden ser felices hasta que no sanen, fracasados que no pueden ser felices hasta que no triunfen; inquietos que no pueden ser felices hasta que no salgan del pueblo; y, en la mayoría de los casos, a la inversa, gente esperando, esperando que el mundo empiece. Sissy sabía lo suficiente para no caer en la estúpida trampa (el Chink le había enseñado, desde luego, lo bastante sobre el tiempo para que ya no necesitase siquiera contabilizarlo), pero allí estaba, jugando el juego zombi, esperando, posponiendo la vida hasta que llegase la normalidad… mientras simultáneamente lamentaba la reducción de magia personal producida por la pérdida de aquel famoso Airstream Trailer de los dedos, el pulgar que había realizado mil despegues.
Pero una tarde, hacia el veinte de julio, la noticia llegó al hogar de los Dreyfus, lo mismo que llegó (imparcialmente y sin tener en cuenta si el padre de familia había convertido la nariz de un lindo muchacho judío en una pieza de museos de seis lados) a todos los hogares americanos; la noticia de que las grullas chilladoras… habían sido halladas. Y Sissy se sintió súbitamente despierta, vivificada.
SISSY UN PULGAR veía las noticias por televisión, las últimas y las primeras; Pulgar Solitario Hitche posaba su oreja en el pecho de la radio; la Señorita Nueve dedi-tos era la primera persona que se levantaba de mañana a recoger el Times Dispatch que lanzaba el repartidor. Casi nadie seguía la «historia» de las grullas chilladoras más detenidamente que Semipulgarcita, el obseso serafín posado en el West End de Richmond.
Pero los acontecimientos relacionados con las grullas chilladoras se vieron eclipsados por otros acontecimientos ocurridos en Washington, donde el Presidente tenía también un pequeño problema manual. Es decir, al Presidente le habían pescado con las manos en la masa, y las manos del Presidente se habían ruborizado, habían enrojecido, las manos del Presidente estaban más rojas que un crepúsculo del cartel de una agencia de viajes, rojo alcahuete, un rojo capaz de enfurecer a los toros y detener locomotoras, pero no rojo sangre, pues la sangre es sagrada y el rojo de las manos del Presidente era el rojo de las mentiras y los chanchullos y la codicia y la megalomanía arrogante. Sí, se había visto al Presidente, de costa a costa, con masa hasta los codos, y al público (con el cerebro irremediablemente lavado respecto al auténtico significado de los movimientos) le emocionaban más los frenéticos escamoteos de las bermejas manos del Presidente, que se retorcían y se zafaban y se sacudían el soborno, que se lanzaban en picado en busca de un bolsillo seguro, que intentaban abrirse paso en un distinguido par de guantes, que el grácil deslizarse de las grullas chilladoras, recién halladas en las colinas de Dakota.
En modo alguno ignoraron, sin embargo, los medios de comunicación la saga de las chilladoras; era la noticia número dos del país, y le dedicaron más tiempo y espacio que a la situación internacional, que era desesperada, como siempre. Y así Nuestra Señora del Dedo Perdido, aunque tuvo que serrar mucha madera política, consiguió llegar a la médula, estableciendo los siguientes hechos:
La Condesa no había tenido nada que ver con ello; el cerebro de La Condesa (y los cerebros tienen sus debilidades, como todos sabemos) había sido involuntariamente sincronizado a otra frecuencia, quizás a ese canal que radia para mongoloides, bellas durmientes y gatos domésticos. El aparato explorador del gobierno, para desdicha del Secretario del Interior, no había localizado a las grullas, aunque había pasado a un pelo aeronáutico de ellas en varias ocasiones. No, los cineastas de los estudios Walt Disney salieron un día de las ciénagas de Florida, donde habían estado filmando Hora de comer en los pantanos, se enteraron de la desaparición de las chilladoras y comunicaron a las autoridades: «Oigan, por qué no echan un vistazo en el pequeño Lago Siwash de las colinas de Dakota; las grullas paran allí, y en aquella zona pasan cosas realmente increíbles.»
Al día siguiente mismo, dos representantes del servicio de pesca y vida salvaje de la zona intentaron investigar el lago. Llegaron hasta las puertas de un rancho, donde una jovencita con un rifle les hizo dar la vuelta.
A la mañana siguiente, los agentes de pesca y vida salvaje sobrevolaron el Lago Siwash en un helicóptero del servicio forestal de Estados Unidos. Antes de que los disparos de una banda de jóvenes a caballo les expulsaran, observaron más grullas chilladoras de las que ojos humanos hubiesen visto en un solo lugar (es decir, ojos de humanos que no fuesen aquellas chicas locas, que, por cierto, ¿quién diablos podían ser?).
Aquella tarde, dos representantes del Servicio de pesca y vida salvaje volvieron al rancho. Iban con ellos dos rangers del servicio forestal, un guardabosques, el sheriff del condado, cuatro ayudantes, el condestable del pueblo de Mottburg, varios de sus ayudantes, el director de la Gazette de Mottburg (que era también corresponsal de zona de la Associated Press) un par de observadores de pájaros y dos o tres buscadores de emociones. A este grupo le recibió en la puerta otro de por lo menos quince hembras armadas, la mayoría entre los diecisiete y los veintiuno, de estrechos vaqueros, chaquetillas y sombreros y botas tipo oeste. Una de las jóvenes, a la que se describió como sumamente atractiva, se identificó como Bonanza Jellybean, jefe del rancho, y dijo a las autoridades: «Los bichos están aquí perfectamente. Están en muy buena forma, como pudisteis comprobar desde vuestra jodida máquina voladora, nadie los molesta, tienen libertad para ir y venir a su gusto. Pero esto es propiedad privada y ninguno de vosotros pondréis un pie aquí.» Los polis intentaron asustar a las vaqueras (pues vaqueras era lo que eran) pero no resultó. «Volveremos con una orden del juez y un puñado de órdenes de registro», advirtió el sheriff, a lo cual la señorita Bonanza Jellybean replicó: «Volved con un par de personas que sepan lo que hacen y les dejaremos entrar para que vean de cerca a los bichos.» Otra joven, que llevaba un látigo y vestía toda de negro, añadió: «Y procurad que esas dos personas sean hembras.» La señorita Jellybean enmendó esta exigencia: «Procurar que por lo menos una sea mujer», dijo. «Y será mejor que lo hagáis como decimos, porque si no habrá problemas.» Los abogados dijeron a los agentes del Servicio de pesca y vida salvaje que conseguirían llevarles hasta el lago inmediatamente si querían, pero el representante federal, de cabeza tan pelada como un tajo de cocina, replicó que el emplear la fuerza podía poner en peligro vidas, de grullas y de seres humanos, y él estaba seguro de que el problema podía resolverse sin riesgo al día siguiente. «Vamos a un teléfono», dijo a su ayudante, y como si una cabina telefónica de Mottburg fuese la última parada para tomar café del universo, allá se fueron todos corriendo.
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