– ¿Matar un ave que está al borde de la extinción? -preguntó con un gemido el Subsecretario; su úlcera salió del armario-. Vamos, nos lincharían en las escaleras del Museo de Historia Natural.
El nudo corredizo se apretaba ya alrededor de su úlcera. ¿Alguna declaración final, úlcera? Sí. ¡Uajuajua-juajuaj!, chilló.
– Considere lo siguiente -replicó la profesora Nelsen-: Las grullas no emigraron al Canadá a pasar el verano. ¿Cree usted que emigrarán a Texas en invierno? Supongo que sabe, señor Subsecretario, cómo son los inviernos en este rincón del bosque. Las grullas no llegarían a Navidad. Es mejor un ave muerta que sesenta. Y sólo tenemos sesenta.
– Permiso concedido.
Pero cuando la profesora intentó realizar su propósito las vaqueras la acorralaron. La tacharon de verdadera desgracia para las tradiciones fecundadoras de la femenidad. La amenazaron con pintarle un bigote y arrancarle a tiros los pezones.
En ese punto, el gobierno decidió presionar un poco. Qué demonios, el Presidente estaba a punto de abandonar la Casa Blanca por la salida de incendios. ¿Qué más podía pasar? El FBI descubrió que las vaqueras no tenían título de propiedad del Rosa de Goma. Buscaron al legítimo propietario para convercerle de que desahuciara a las jóvenes y/o concediese al gobierno permiso para entrar sin restricciones; pero el propietario resultó ser un ricacho de los cosméticos que había sufrido recientemente varias heridas en la cabeza y ahora se dedicaba a guiñar el ojo a las figuras del empapelado mientras escuchaba silbar vientos distantes por cuellos de etéreas botellas de Ripple.
Las autoridades tuvieron mejor fortuna en su maniobra siguiente. Se descubrió que el Rosa de Goma operaba como granja lechera sin licencia, y que vendía cierta cantidad de leche de cabra a una fábrica de quesos de Fargo. Un día, precisamente el mismo en que el Presidente salía por la puerta trasera en calcetines y con la cartera rebosante de acciones, un inspector del departamento de sanidad del condado hizo una visita al rancho, contabilizó dieciséis infracciones y cerró la granja lechera. ¡Ay! ¡Privadas de su única fuente de ingresos, las vaqueras se vieron presionadas de veras!
Todo esto supo Sissy por los medios de difusión, y aunque los medios no la informaron de si Delores había tenido o no su tercera visión del peyote o si los problemas urinarios de Elaine se habían resuelto, o si Debbie había llegado ya, por una u otra vía, a la paz que sobrepasa todo entendimiento, era sin duda bastante, y lo llevó consigo en la cabeza cuando la readmitieron en el O'Dwyre para la segunda amputación.
¡ALTO, SISSY! ALTO, no puedes hacerlo. Es injusto e irresponsable. Comprendemos tus motivos; sabemos que tus intenciones son buenas; podemos incluso percibir cierto valor tras tu intransigencia, un honroso sentido del sacrificio. Y bien sabe Dios que somos sensibles al sufrimiento que a veces ha llegado a alzarse de tus apéndices como los acres vapores de las ballenas… parece a menudo que en esta vida la experiencia y adaptación pagamos igual de caros triunfos y fracasos. Pero Sissy… ¡aguanta!
En la medida en que este mundo entrega su riqueza y diversidad, entrega su poesía. En la medida en que abandona su capacidad de sorpresa, abandona su magia. En la medida en que pierde su capacidad para tolerar excepciones ridiculas e incluso peligrosas, pierde su gracia. Cuando sus opciones (por muy absurdas e insólitas que sean) disminuyen, disminuyen sus posibilidades de futuro.
Sissy, el mundo necesita esos dedos tuyos, tan poco halagadores, esas desconcertantes serpientes globo, esos toscos calabacines, esos puntos de admiración que terminan con tal fuerza las modestas frases de tus brazos; necesita tus pulgares (¡uno de ellos ya desaparecido!) igual que necesita el rinoceronte, el leopardo de las nieves, el panda, el lobo y, sí, la grulla chilladora; lo mismo que necesita cazadores de cabezas e indios «salvajes» y auténticos gitanos de carromatos tirados por caballos. Igual que necesita un poco de tierra sin acceso por carretera ni por aire, tierra con grandes bosques que se dejen allí para siempre y petróleo bajo ella para completar sin interferencias su destino fósil. Igual que necesita borrachos y lunáticos y viejos de sucios hábitos; igual que necesita los espejos, las alucinaciones y las metamorfosis del arte.
Si necesitas el solaz de la normalidad más de lo que necesitas tus poderes únicos, es una cuestión personal que sólo tú puedes decidir. Pero, Sissy, no permitas que personas como Julián Hitche influyan en tu decisión. Julián necesita tus pulgares, rumorosos e inmensos como bocas de ríos inexplorados (exactamente como los hizo la naturaleza) aunque no sea lo bastante sabio para comprender esa necesidad.
Jamás hubo en la historia pulgares comparables a los tuyos, ni en tamaño ni en hechos. Responde a esto: ¿Qué puede reemplazarlos? Vale, si, están los niños que profetizó Madame Zoé, pero eso es un juego, como el Cielo, la Eternidad del Gozo o la economía en equilibrio permanente. Sissy, los mastodontes desaparecieron todos; también las amazonas. Tomboctú es hoy un zoo de carretera y nadie consiguió jamás encontrar Eldorado.
¿Recuerdas cómo veneraba el Chink esos pulgares? ¿No sería beneficioso para muchos otros hacer lo mismo? Tus pulgares no eran metáforas ni símbolos; eran reales. Ese que queda, aún canta en el terror y el éxtasis de la carne. Tu pulgar nos desorienta, Sissy, y para quien sea lo bastante valiente para verlo, la desorientación conduce siempre al amor.
No nos prives de la oportunidad de amar sin egoísmo aquello que, como Cristo cuando vivía, es difícil amar. No destruyas nuestro gozo.
LA CENA FUE buena aquella noche y el doctor Robbins estaba de nuevo asombrado por la col lombarda, cuyo color le hacía preguntarse dónde estaría la comida azul. Cuando se permitía un suave erupto, sonó el teléfono.
– Yo contestaré -dijo, cosa extraña pues había cenado solo. Quizás hablase con su bigote.
Era Sissy Hankshaw Hitche. Llegaba su llamada con dos meses de retraso.
– Siento haberte dado este plantón.
– Oh, no te preocupes -contestó el doctor Robbins-. Soy muy comprensivo cuando estoy loco.
Sissy telefoneaba desde el Hospital de Veteranos O'Dwyre. Su segunda operación estaba programada para la mañana siguiente muy temprano, y el doctor Dreyfus le había hecho ingresar la noche antes para que tuviese una buena noche de sueño. La gente aún usaba esa frase, «una buena noche de sueño». Probablemente fuese una expresión muy antigua, aunque pareciese sugerir los Años Eisenhower. Antes de que los sesenta nos despertaran.
Con frecuencia, los gritos de socorro son inaudibles. Algunas personas, incluso cuando están ahogándose, son demasiado tímidas o se sienten demasiado avergonzadas para gritar. Sissy necesitaba hablar de un asunto con el doctor Robbins, pero no conseguía hacerlo. Así pues, en lugar de taladrar sus tímpanos con una palabra extremecedora como amputación, se vio de pronto preguntando:
– Bueno, doctor, ¿qué piensas de las grullas chilladoras?
– Bueno, yo soy pro-grullas -dijo él-. Van de maravilla con mi cielo azul.
– No, lo que quiero decir es, ¿cómo te explicas su tenacidad? ¿Por qué aguantan de este modo? Quiero decir, están completamente fuera de lugar en el mundo civilizado moderno. Si van a seguir negándose a adaptarse a otras condiciones, ¿no sería mucho más razonable seguir adelante, extinguirse y evitar el ocaso y el sufrimiento? ¿Qué intentan demostrar?
– Quizá -dijo el doctor Robbins muy lentamente-, quizás estén esperando que nos vayamos nosotros.
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