CUANDO LOS CIRUJANOS entraron, las cuchillas riendo entre dientes en sus estuches, para un examen preliminar a la mañana siguiente, Sissy, les sorprendió:
– Bueno, adelante y que hoy sea mi dedo índice derecho -dijo-. Creo que seguiré viviendo con mi pulgar izquierdo una temporada.
El cuñado se sintió vejado, pero el doctor Dreyfus comprendió:
– Como contestó el escultor Alexander Calder cuando le preguntaron si quería hacer una escultura móvil de oro macizo para el Museo Guggenheim: «Claro, ¿por qué no? Y luego la pintaré de negro.» Aunque no creo que esto signifique mucho para ti.
Acortar el hueso del dedo, girarlo, aumentar su ángulo, fue trabajo de precisión rutinario, que exigió intensa concentración, pero, a lo largo de todo el proceso de policerización, los cirujanos pudieron darse cuenta de que los pájaros cantaban.
Tras la operación, se hizo una incisión en el abdomen de la paciente y se cosió a ella el nuevo casi pulgar para iniciar el proceso de injerto. Al día siguiente, cuando el doctor Dreyfus entró en la habitación de Sissy, encontró a ésta de pie ante un espejo de cuerpo entero, con sólo las bragas, echándose un detenido vistazo.
– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó aquel cirujano plástico, aquel artista probable deudor de tres millones de dólares de indemnización.
– Terrible -dijo Sissy-. Parece como si hubiese tenido tanta prisa por masturbarme que me hubiese equivocado de agujero por unos centímetros.
ACABEMOS DE UNA vez por todas con ese rumor: Richmond, Virginia, no está enamorado de Inglaterra, no se espera ningún niño, ni hay boda a la vista. La internacionalmente famosa Inglaterra, por su parte, apenas si tiene idea de la existencia de Richmond, Virginia, y además, tiene un Richmond propio viviendo bajo su techo en Surrey Norte. En cuanto al próspero, conservador y prometedor Richmond, Virginia, lo que siente por Inglaterra (mucho más vieja que él) no es pasión romántica sino envidia. Admira los siglos de respetabilidad de Inglaterra y le gustaría que fuesen suyos. Anhela llevar los calzones de Inglaterra, no meterse en ellos. Acuérdate, lo leíste aquí primero.
Una forma que tiene Richmond de demostrar su admiración y su envidia es la imitación (¿no lo hacemos todos?). Por ejemplo, Richmond ha reproducido toneladas de arquitectura inglesa, dejándolas a la intemperie, permitiendo que la ocupen personas cuyos acentos moverían a un inglés respetable a llenarse los oídos de papas de maíz. En el West End, el tipo de edificación más popular es la versión ampliada de la casa de campo tradicional inglesa, con viejas vigas y tejados de libro de cuentos, pero normalmente engalanados con añadidos tan poco ingleses como piscinas, patios y porches cerrados con cristal térmico.
Fue precisamente en una de estas elegantes casas donde esperó Sissy a que su nuevo pulgar saliese del horno.
Entretanto, experimentaba un renovado placer con el viejo pulgar, el monstruoso izquierdo, el que hizo saltar la banca de Monte Extraño. Lo aceitaba y perfumaba, lo ponía al sol, lo abanicaba, lo flexionaba, lo giraba, trazaba con él asombrosas sombras ovoides en techos y paredes, lo enfocaba hacia estrellas y planetas, lo hacía chapotear en la bañera, lo hacía rodar por sus partes erógenas, lo agitaba hacia veloces vehículos en las Autopistas del Corazón y hablaba con él de los viejos tiempos. Fue como una segunda luna de miel. La única ocasión en que el reconciliado apéndice no la emocionaba ni la alegraba era cuando se ponía a pensar en cómo golpeaba cráneos. Entonces se estremecía como el basurero que tenía que recoger la basura del castillo de Frankenstein.
Sin embargo, Sissy portaba generalmente su pulgar izquierdo con una majestad que desconcertaba a Margaret Dreyfus, y hacía sonreír a Félix Dreyfus. Pero ambas reacciones importaban poco porque cuando Sissy no estaba absorbida por sus pulgares (el nuevo y pequeño en su horno, el viejo y grande tomando el sol) estaba igualmente absorta siguiendo las noticias de la historia de las grullas chilladoras.
UNA NOCHE DE la pradera en que el cielo parecía un cuenco de crema de sopa de luna batido por el largo cucharón del viento, el vehículo que las vaqueras conocían como «el carro del peyote» salió del Rosa de Goma y no volvió. Delores del Rubí iba al volante. Los medios especularon que la marcha de la «segunda al mando vestida de negro del látigo» resultaba significativa y quizá fuese indicio de disensiones en el «rancho misterioso».
Durante los días siguiente, los reporteros estuvieron pendientes de posibles indicios de disensión, pero por lo que pudieron detectar a través de sus prismáticos y en conversaciones ocasionales con los taciturnos guardianes de la entrada, la solidaridad prevalecía. De hecho, las vaqueras procuraban disfrutar de su vida de vaqueras como si el Ojo Nacional no interrumpiese nunca su escrutinio del nuevo Presidente para hacerles un guiño a ellas. Según el director del refugio de Aransas, que las veía cabalgar, echar el lazo, desollar y soltar cometas tántricas tibetanas, tenían «toda la apariencia de jovencitas retozando».
En sus reuniones de barracón, sin embargo, una cierta sobriedad presidía sus risillas, y mientras limpiaban las armas de fuego y analizaban la situación, nadie las habría tomado por Chicas Exploradoras. Brotaban de sus labios expresivos y vulgares tacos, dirigidas contra los elementos, que agostaban su huerto una semana, y lo inundaban a la siguiente.
– Los dioses de la pradera nunca fueron amigos de la agricultura -recordaba Debbie a sus compañeras-. Les gustaba más el bisonte.
Esto no aplacó gran cosa a Big Red.
– Nosotras no tenemos judías o bisontes -se quejó.
– Las cabras son nuestros bisontes -dijo Debbie-. Mientras las tengamos, tendremos leche, yogur y queso.
– Tenemos leche, yogur y queso -aceptó Jellybean-, pero no vamos a tener ningún Crosby, Etill & Nash… si la compañía eléctrica nos corta el suministro. Así que las que estéis a favor del estéreo frente a mi viejo Gibson, ¿por qué no trabajáis voluntariamente esta tarde en el molino de viento, aunque sea domingo?
– Yo tengo que respetar el descanso dominical y santificarlo -objetó Mary.
– Vale, Mary -dijo Jelly-, tú puedes pasarte la tarde rezando por las compañeras que se rompan el culo trabajando. Por cierto, Billy West nos va a dar los materiales del molino de viento gratis, bendito sea su corazón, bendito sean los ciento veinte kilos que pesa; me dijo esta mañana que no nos lo iba a cobrar. Así que, qué os parece si metemos la directa y lo construimos. ¿Alguna pregunta?
– Sí -dijo Heather-. ¿Y si todas las del rancho llevamos uno de esos casquetes con la hélice de plástico encima? Tal como sopla el viento por aquí, ¿no produciría eso suficiente electricidad extra para que yo pudiese encargar un vibrador?
– Los vibradores funcionan con baterías, maja -dijo Jelly, sintiéndose culpable, quizá, por sus sesiones de ñames semanales con el Chink-. Se levanta la sesión.
Un grupo de vaqueras se puso a construir el molino de viento, cantando mientras trabajaba. Los funcionarios que vigilaban el rancho no encontraron nada alarmante en aquella tarea. Pero al poco tiempo, las chicas emprendieron más obras, cuyas implicaciones complicarías aun más las cosas en el Rosa de Goma.
Oh si… Sissy, allá en Virginia escuchando las noticias, Sissy sospechó exactamente adonde había ido Delores. La capataz había ido a Nuevo México a buscar peyote.
BIEN, AQUÍ ESTAMOS, en el capítulo 100. Esto exige una pequeña celebración. Yo soy escritor y, en consecuencia, estoy en el mismo negocio que Dios: si digo que esta página es una botella de champán, es una botella de champán. Lector: ¿compartirás una copa de burbujeante conmigo? ¿Prefieres francés o nacional? Vale, lo haré francés. ¡Salud!
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