Hablar de tales cosas le resultaba a Sissy embarazoso, pero estaba a punto de explicarle a Debbie lo de aquel maravilloso mexicano cuando apareció Jelly trotando en su caballo. Jelly había estado observando el lío del Cerro Siwash desde más cerca, para asegurarse de que no tendría repercusión alguna en el rancho. Ahora llamaba a las vaqueras:
– Eh, socias, Delores quiere que vayáis al barracón para los ejercicios. Vamos allá.
– |La instrucción! -resopló Big Red-. Debería haberme quedado en aquel maldito cuerpo militar femenino.
– Eso es un error -dijo Debbie-. Las mujeres tienen formas superiores de tratar con las cosas.
Unas complacidas, otras reacias, las vaqueras se dirigieron al barracón. Jellybean desmontó.
– ¿No son un magnífico grupo de socias? -preguntó.
Cabeceó Sissy y preguntó:
– ¿De dónde proceden?
– Oh, del Este, del Oeste y del nido del cuco. Muchas se criaron en granjas o en ranchos y les gustaba esa vida, pero cuando terminaron el bachiller no les quedaba más salida que casarse con un pelma local o intentar ingresar en una universidad que no estaba dispuesta a enseñarles nada que ellas quisieran saber. Unas cuantas, como Kym y Debbie, vienen de zonas residenciales de clase media. Big Red era la única vaquera en ejercicio del grupo. Participó en carreras por todo Tejas. Pero claro, Big Red tiene veintisiete años. Las demás somos mucho más jóvenes, salvo Delores. Nadie sabe la edad que tiene, ni lo que hacía antes de aparecer por aquí, pero, desde luego, sabe montar y manejar el lazo. Yo busqué chicas que quisiesen ser vaqueras y no hice demasiadas preguntas. Intenté encontrarlas entre las enamoradas de los caballos. Ya sabes, ese asunto freudiano. Muchos padres, cuando sus hijas pequeñas empiezan a abultar el jersey por delante, les compran un caballo para desviar su atención de los chicos. Lo que les compran en realidad es un vibrador orgánico de cuatrocientos kilos. Un caballo es estupendo para una buena y limpia masturbación, con las manos por encima de las sábanas, y algunas chicas nunca salen de eso. Ésas no sirven para ser vaqueras de verdad.
El Cerro Siwash se había quedado tan tranquilo y exánime como un libro de geología que describiese su formación. El veranillo de San Martín, actorcillo exagerado, aprovechaba otra llamada a escena, y las colinas, con un talante expansivo propiciado por el calor, amontonaban ramilletes de ásteres a sus pies. Varas de San José, también. Y vencetósigo. Girasoles gigantes, como espantapájaros drogados, cabeceaban, soñolientos y anclados, las secas cabezas caídas sobre las clavículas. Con sus vidas prolongadas un día más, zumbaban las moscas por todas partes, ensalzándose a sí mismas monótonamente, como los patriotas que siguen ensalzando la gloria de una cultura decadente y condenada ya.
Por fin, habló de nuevo Jelly:
– Desde luego, has traído el buen tiempo contigo. Mirando este paisaje hoy, nadie creería que la nieve y unos vientos terribles asolarán este lugar dentro de un mes o dos.
– En Nueva York hace mucho frío también -dijo Sissy-. No había pasado nunca un invierno entero en un sitio, desde niña.
– Hay que protegerse -dijo Jelly, lanzando una mirada al barracón-. La señorita Adrián, cuando me dijo que venías, explicó que te habías casado hacía poco.
– Hace unos nueve meses.
– Mmmmm. Sí. Nunca imaginé que fueses de las que se casan y se asientan.
– Nadie lo cree -dijo Sissy, medio riendo-. Ni siquiera yo. Pero es cierto.
– Yo tengo esta teoría -dijo Jelly-: Los hombres, en general, se sienten atraídos por las mujeres que están comprometidas. Es un desafío para el ego deshacer ese compromiso y transferirlo a uno. Las mujeres, en general, se sienten atraídas por los hombres que no están comprometidos. La libertad las excita. Inconscientemente están deseando liquidarla -atisbo la expresión de Sissy-. Sin embargo, en tu caso, debe haber sido lo contrarío. ¿O no?
– No lo sé. Quizá. Nunca lo he enfocado así. En fin, Jelly, yo estuve sola mucho tiempo. Pocas mujeres están solas por elección quizá sea esa nuestra mayor debilidad, pero siguiendo el consejo de la naturaleza decidí no quedar encajonada ni someterme. Sola, podía darle al gran ritmo, bailar la cuarta dimensión y revolucionar la idea del transporte. Sólo que nadie se interesó. Bueno, Jack Kerouac y una docena más de almas desesperadas quizá tuviesen un vislumbre de que yo era algo más que campeona mundial; pero sólo ellos. En fin, ¿qué más da? Yo creía que mis triunfos podrían haber elevado los ánimos humanos, lo mismo que una cometa llena de gozo a la gente sin ninguna razón lógica ni productiva cuando cruza el cielo. Quizá si hubiesen prestado atención… No lo hicieron, y da igual, porque en realidad yo hacía autoestop para mí misma. Para mí misma y para los grandes poderes del viento. Luego, de pronto, apareció alguien que me necesitaba. Por primera vez en mi vida, rne necesitaban. Fue una atracción poderosa.
Jelly rascaba las orejas a su caballo. El animal se llamaba Lucas, por Tad.
– Sí, desde luego, supongo que los hombres necesitan a las mujeres -dijo-. Igual que las mujeres creen que necesitan marido.
– Julián necesitaba algo más que una esposa -dijo Sissy-. En líneas generales, yo ni siquiera soy una buena esposa. A un nivel consciente, Julián no me aprecia ni me entiende más que los demás, pero en alguna parte de él, sabe que necesita lo que sólo alguien como yo puede ofrecer. Julián es un indio mohaw deformado por la sociedad. Niega ser mohaw, niega que esto puede significar cualquier ventaja posible, física o psíquica. Necesita que le amen de un modo que le ponga en relación con su sangre. Y de ese modo intento amarle yo.
Jelly montó parsimoniosamente.
– Eso parece tener bastante sentido -dijo-. Si el amor no puede recrear a los amantes, ¿de qué sirve? Pero permíteme un consejo, Sissy, amiga mía: el amor es droga, no sopa de pollo.
Al ver que Sissy no hacía más que mirarla desconcertada, Jelly añadió:
– Quiero decir que el amor es algo que debe darse libremente, no administrarse a cucharadas por su propio bien por una madre dominante que se lo cocine todo sola.
Con esto, Jelly se inclinó por la grupa de Lucas, imitando una acrobacia que la homónima del caballo había ejecutado una vez a gran velocidad, y besó a Sissy, mitad en la boca, mitad en la barbilla. Luego volvió a erguirse y se alejó al galope.
Aquella tarde, en el barracón, cuando Gloria comparó los pulgares de Sissy con el jorobado de Notre Dame, Bonanza Jellybean la abofeteó.
«LA POLCA de la salchicha polaca» fue interrumpida por un boletín de noticias sobre la situación internacional que, como pronto supieron las oyentes del barracón, era desesperada como siempre. Y hablando de desesperación, la había sin duda en la expresión de Big Red cuando, sin llamar, abrió la puerta de la sala principal de ejercicios.
Clientes y personal se pusieron rígidos al ver entrar a Big Red, pues todas estaban por entonces un poco asustadas con las vaqueras, y Big Red, la llameante torre de pecas, parecía la más peligrosa de todas. No había motivo de alarma, sin embargo. Big Red estaba enterada de que la señorita Adrián había anunciado que aquel día celebraría el último pesaje. Al día siguiente, en la barbacoa baja en calorías que señalaría el término oficial de la temporada del rancho, se entregarían premios a las mujeres que hubiesen eliminado el mayor tonelaje de grasas en el aire seco de Dakota. Big Red no anhelaba ningún premio, no era además candidata elegible a ninguno, y, francamente, ninguno merecía, pero quería consultar la báscula. Ataviada con su traje de baño verde bosque de una pieza, se situó en cola ante el oráculo. Tras obtener fácilmente el permiso de las clientes, la señorita Adrián condujo a Big Red a la cabeza de la cola.
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