»Bueno, al principio de la primavera, justo cuando iba a abrirse la estación, Jellybean y un par de la esteticiens más jóvenes (Dios sabe cómo las cameló) alzaron barricadas y se atrincheraron en la casa del rancho, reteniendo a la señorita Adrián como rehén, y empezaron a telefonearme comunicándome sus exigencias a Nueva York. Pedían que despidiese a todos los peones masculinos y los substituyese por hembras. ¡Mierda, joder, Dios mío! Jelly decía que mi empresa llevaba años explotando a las mujeres. Me acusaba de haber hecho una fortuna a costa de las mujeres y decía que ya era hora de que empezase a hacer algo por ellas a cambio,… Como si no hubiese dedicado toda mi vida adulta a mejorar el sexo femenino. ¡Hablar de ingratitud! ¡Qué gracioso! Dijo que si el Rosa de Goma era un rancho para mujeres, debía ser manejado exclusivamente por mujeres; las mujeres no debían estar relegadas a tareas domésticas o a estériles trabajos cosméticos mientras los hombres realizaban todo el emocionante trabajo al aire libre. Éstas fueron sus palabras concretas: «Yo no soy una peluquera ni una jodida sirvienta. Soy una vaquera. Y si no hay vaquera cabalgando en este rancho no habrá rancho por el que cabalgar». ¿Dónde pudo aprender una joven de nuestro Medio Oeste temeroso de Dios a hablar así? Dígamelo usted Doctor Spock.
Julián golpeó su edición mesita de café de Civilización de Sir Kenneth Clark con su puño blando y moreno.
– ¿No la dejarías salirse con la suya, verdad? Dios mío, yo…
– Habría sido muy fácil notificar el asunto a la patrulla estatal de Dakota y las habría echado de allí. En realidad, sin embargo, la idea de Jelly, aunque sus motivos fuesen egoístas, era bastante razonable. Comprendéis, la mayoría de las clientes del Rosa de Goma están bien provistas de pasta, por las pensiones de divorcio y los seguros de vida, etcétera. Una asombrosa cantidad de mis vaqueros resultaban ser cazadores de fortunas, y se casaban con aquellas mujeres por su dinero. Había problemas incluso con los peones del rancho, que eran honrados padres de familia, porque durante las cabalgatas a la luz de la luna, las acampadas con carretas y otras diversiones organizadas, las clientes siempre se enamoraban de ellos, les seguían e incluso les asaltaban. Queridos, el trasiego de personal del rancho era tremendo. Un follón, en fin. Y un equipo de chicas sólo eliminaría esos conflictos. Y no habría ya toscos vaqueros por allí atisbando cuando las clientes recibían las superirrigaciones vaginales, o los cursos de manejo de aceite de amor y el encerado de pezones. A las clientes y al equipo les desazonaba todo esto. Y lo que es más, me quitaría de la espalda a todos los detectives de América de una vez por todas. No era la primera vez que me fastidiaban. Hay muchos descontentos en esta sociedad nuestra, no sé si lo sabéis. Sí, cuanto más consideraba la idea, mejor me parecía. Al final, le dije a Jelly que adelante, que contratara un equipo de vaqueras, si podía encontrarlas, y que si hacían bien el trabajo les pagaría salario de hombres y las respaldaría en todo. Y así fue como me convertí en propietario del mayor rancho femenino del Oeste.
– ¿Y cómo ha funcionado a partir de entonces? -preguntó Julián.
– Sinceramente, no lo sé. He hablado muy pocas veces con el rancho. Llamé varias veces a la señorita Adrián, pero el teléfono casi siempre está estropeado (es una zona bastante remota) y cuando he conseguido hablar con ella se ha mostrado evasiva. Creo que las vaqueras la tienen intimidada. Y para colmo, está ese ermitaño chiflado plantado allí en su pico mirando siempre el rancho. El viejo imbécil probablemente esté haciéndole un sortilegio chino. Me da escalofríos. Podréis entender el porqué de mi curiosidad. Y por qué me gustaría que Sissy comprobase la situación. (¿Qué decís?)
Julián contestó por ambos.
– Déjanos esta noche para discutirlo -dijo-. Sabrás algo mañana.
La Condesa no estaba acostumbrada a que la despidieran, pero aceptó. Arrojó su monóculo con un áspero brillo sobre el empapelado, pronunció un adiós deforme por el esmeril de animados dientes y se fue.
La discusión brotó casi de inmediato entre los recién casados… y siguió un rato bastante suave. Ambos aceptaron enseguida que la oferta era digna de consideración. Llevaban respirando el mismo aire nueve meses, noche y día, y unas breves vacaciones les refrescarían. El aburrimiento de Sissy en aquella nueva vicia de inactividad era la principal fuente de sus fricciones. Un trabajo de modelo, sobre todo uno tan interesante y lucrativo como aquél, podría ser un tónico para ella. Mientras estuviese fuera, podría Julián convidar a algunos amigos a poulet sauté aux herbes de Provena' (su especialidad), y quizás ir con un grupo a Elaine's. Los dos creían que una breve separación tendría sin duda saludables efectos.
Fue cuando Sissy anunció su intención de ir en autoestop a Dakota que la conversación adquirió un tono más acre, y Julián espumeó y jadeó. No podía comprenderlo; no podía entenderlo; no podía imaginarlo; no podía (elige tú el sinónimo). Le aterraba, le entristecía, le lanzaba a la botella de whisky e incluso al armario-botiquín a agitar teatralmente sus tijeras de uñas, (Al carecer de bello facial, los indios raras veces tienen navajas de afeitar.) Lanzaba andanada tras andanada de su artillería asmática de más calibre. Pero Sissy se mantuvo en sus trece y a la mañana siguiente, cuando telefoneó La Condesa, Julián le dijo:
– Acepta encantada. Se irá el domingo. Se irá temprano porque (gemido) insiste en ir en autoestop. Dios mío, precisamente cuando yo pensaba que estaba superándolo. Esos pulgares suyos, esas desdichadas exageraciones; no tienen ningún sentido, y sin embargo, cómo complican nuestras vidas.
Desde el dormitorio, donde buscaba su viejo mono, Sissy oyó la queja. Lentamente, giró sus manos en el espejo, como tallos, como dagas, como botellas de etiquetas perdidas.
Parecían la mejor parte de su cuerpo, sus pulgares. La parte sustancial, sin complicaciones. Ningún orificio los trababa; ningún pelo colgaba de ellos; no segregaban nada ni albergaban sentidos que satisfacer. No contenían viscosas entrañas. No los adornaban ganglios; nada producían que pudiese compararse al cerumen, al sarro o a las pelotillas de los pies. Eran sólo la dulce, la pura, la espesa pulpa no adulterada de su propia vida, allí completa en suave volumen y en cerrada forma.
Temblando mientras lo hacía, y enrojeciendo después, los besó. Bendijo su vida.
Aquellos pulgares. Habían creado una realidad para ella cuando sólo la esperaba una noción de realidad lisiada y ajena, una parodia de realidad socialmente sancionada. Y ahora, estaban a punto de transportarla al rancho Rosa de Goma.
Dónde chapoteaban majestuosas aves en un lago que recibía el nombre de sus ancestros siwash.
Allí donde Smokey el Oso dejaba su pala para retozar con bestias más juguetonas.
Allí donde la luz de las estrellas no tenía enemigos ni el viento de los páramos amigos.
Aunque desde tiempo inmemorial hubo en los ranchos chicas capaces de montar caballos salvajes, lo hac ían protestando y no se enorgullecían de ello. Aún hoy, en los grandes países ganaderos del Sur, las mujeres sólo montan cuando van de viaje, y no creo que ni siquiera en Estados Unidos muchas mujeres participen en el lazado de reses o en el rodeo del ganado.
SIR charles walter simpson
DE TODO LO que el hombre civilizado ha producido, lo único que no parece fuera de lugar en la naturaleza es la bolsa de papel marrón.
Deformada en un montón de arrugas, como el cerebro fosilizado de una dríaca; gastada por el tiempo; pareciendo lo bastante torpe y áspera para ser producto de la evolución natural; su marronez el marrón moderado de la piel de patata y la cascara del cacahuete: sucio pero puro; su parentesco con el árbol (con nudo y nido) no obscurecido por el cruel proceso de la industria; absorbiendo los elementos como cualquier otra entidad orgánica; mezclándose con roca y vegetación como si fuese el compañero de cuarto de un buho o el calzoncillo de un conejo, una bolsa de papel Kraft número 8 yacía desechada en las colinas de Dakota… y parecía vivir allí donde estaba tendida.
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