– No es el perro.
– Oh -dijo La Condesa-. Bueno, mierda, oh querido. Contente, me oyes. No empieces con el asma. Podemos escribirle una carta, si quieres. Enviaremos copias a Taos, LaConner, Pine Ridge, Pleasant Point, Cherokee y ese otro sitio. Voy a por un poco de Rípple y vuelvo enseguida.
Pocas veces los ojos de la patata del cielo contemplaron tan frenética colaboración epistolar como la de aquella noche.
EL CHINK tiene razón: A la vida en el fondo le gusta el juego.
Aunque, claro, a veces, juega algo fuerte.
Quizá la vida, como la cría del gorila, no conozca su propia fuerza.
Exprimía la vida grandes gotas de grasa a Julián Hitche y Sissy Hankshaw. Celebraba festivales de ardillas en sus estómagos y los empastes de sus dientes recogían señales de una radio sentimental. La vida anda siempre montando su número a hombres y mujeres y luego se hace la sorprendida y la inocente, como si no se diese cuenta de que está haciendo daño.
En apariencia, para el ojo inexperto, Sissy hacía autoestop tan bien como siempre. Había ideado incluso nuevas técnicas. Como la de utilizar ambos pulgares a la vez, dirigiendo un apéndice a los canales más remotos de tráfico mientras hacía señas con el otro ingeniosamente a los coches que pasaban más cerca de ella. Había perfeccionado también una señal con el brazo en alto hacia la izquierda, comparable a ese servicio de tenis que llaman «giro americano». Era deslumbrante pero no había en él auténtica alegría. No había substancia ni espontaneidad. Era lo que se llama un virtuosismo. Carecía de alma, ¿Comprendes? El negocio del espectáculo está lleno de actores de este tipo, todos ellos con más azulejos en sus piscinas que tú y que yo.
Se había deslizado en su estilo una sensación de urgencia. Sissy, que en el pasado había mantenido en perpetuo ascenso su asombroso ritmo por el puro entusiasmo de ser única y libre, ahora seguía sólo porque temía parar. Pues cuando las necesidades biológicas la forzaban a hacerlo, a parar, tiempo y espacio, que había tenido hasta entonces absolutamente sometidos (como si fuese una especie de máquina del tiempo personificada), caían sobre ella en un torrente gravitorio. Tiempo y espacio caían sobre ella como una hilera de enciclopedias de la estantería de un misionero sobre un pigmeo. Y el tiempo llevaba consigo a su secretaria, la memoria, y el espacio a su hijuelo, la soledad.
En el pasado, había arrastrado el ridículo, la piedad, el asombro y la lujuria. Ahora arrastraba la ternura y la necesidad. Era mejor y peor. Como muchos seres fuertes, había caído víctima de la tiranía de los débiles.
En cuanto a Julián, se dedicó a trasegar whisky. Por las mañanas. Antes incluso de haber tomado sus copos de trigo Madre de Dios (¿o eran copos Joice Carl?). Una noche, fue a Max's Kansas City y organizó un pequeño alboroto gritando, con voz resollante: «¡Jackson Pollock era un fraude!» Un escultor, apenas sin esfuerzo, le hizo sangrar por la nariz, y un estudiante de biología pervertido le siguió hasta casa porque pensó que Julián había dicho que Pollock era un fauno. (En Nueva York, amados míos, hay de todo.) Se dedicó a escuchar a Chaikovski y a dejar de peinarse.
Uno llega a pensar a veces que la vida se cree que aún sigue viviendo en París, en plenos años treinta.
LA CARTA de Julián Hitche alcanzó a Sissy Hankshaw en Cherokee, Carolina del Norte, el día de Nochebuena. La recogió a las once, justo antes de que la oficina de correos cerrase para la fiesta. Tras leerla dos veces, la acompañó hasta un tabernucho (donde los espantados borrachos reaccionaron ante sus pulgares como si fuesen pequeños reinos infernales de una especie de anti-Santa Claus) y la leyó de nuevo. La Condesa le había adelantado cuatrocientos dólares cuando volvió a Nueva York en el verano y le quedaba suficiente para tomar una botella de vino. Eligió Ripple tinto, en honor a los viejos tiempos, y pronto derramó parte sobre la carta. Mientras un enlatado Bing Crosby clamaba «Sueño una Navidad Blanca», un Ike de sello sonreía con su sonrisa «he llegado a la cima pero aún no lo entiendo» al fondo de una charca de vino. Bajo el muérdago de plástico, se besaban las bolas de billar. Parpadeaban las luces azules de un árbol plateado y metálico. La vulgaridad llamaba, y le abrían.
A media botella de Ripple, Sissy se levantó para ir al retrete, pero fue a la cabina telefónica.
Julián, conteniendo el jadeo con un esfuerzo hercúleo, le dijo que la amaba; alegó ella que ni siquiera la conocía. Olvidando todo lo que le habían enseñado en Yale, replicó él que el sentimieno era superior al conocimiento.
– Te amo -dijo Julián.
– Eres tonto -dijo Sissy.
– Te ofrezco mi amor y lo rechazas, Puede que la tonta seas tú.
¡Bien!
Una semana después de Año Nuevo, llegó Sissy en autoestop a Manhattan. Con La Condesa, que despreciaba el comportamiento de los hombres y el olor de las mujeres, como sarcástico testigo, fueron Sissy y Julián a la Capilla del Pensamiento Positivo y allí les casó un protegido del doctor Norman Vincent Peale.
Así terminó a todos los efectos prácticos lo que el autor sabe constituye una de las carreras más notables y peor comprendidas de la historia humana.
Pero una carrera, aunque sea muy insólita, no es una historia. La historia de Sissy, machihembrada como está con las historias de las vaqueras del Rosa de Goma y el Chink de los artefactos relojeriles, y destapando como destapa el posible pastel bajo la pegajosa jalea y la resbaladiza mantequilla de la vida, aún está muy lejos de haber concluido.
Intermedio de vaquera (Bing)
Bajo el árbol de un huerto, muy cargado de cerezas, estaban tendidas a la sombra las vaqueras. Se daban frutas unas a otras. Oscuro zumo goteaba en los hoyuelos de sus caras. Carne de cereza manchaba sonrisas y narices.
Katty bordaba un arcoiris en la espalda de la camisa de Heather. Inspirada, trazaba Linda un arcoiris todo rojo en la cintura desnuda de Debbie, y Kym, buceando un poco más abajo del cinturón, añadía la olla de oro. Pintura de cereza.
El azúcar del fruto empezó a atraer moscas, así que las vaqueras, imitando a sus trabados caballos, las espantaron meneando el pelo. Una nube bajó traqueteando. Si no se hubiese ido camino del crepúsculo, la habrían pintado, también.
La capataz, Delores del Ruby, estaba fuera del rancho en una recogida de peyote. Big Red actuaba como capataz, y estaba permitiendo a las vaqueras un descanso muy amplio. Las cabras que tenían a su cargo estaban desparramadas a su gusto y, en cuanto a las aves, no podían verlas desde el cerezo.
Colocando su Nuevo Testamento otra vez en la alforja, Marie preguntó:
– Compañeras, ¿os parece honrado vaguear así?
– No me importa si es honrado o no, con tal de que sea divertido -dijo Big Red.
– No me importa que sea divertido o no, si es real -dijo Kym.
– A mí no me importa siquiera que sea real -dijo Debbie. No todas supieron lo que quiso decir.
SI PUDIERAS atar tu reloj de pulsera del Conejo de la Suerte a un rayo de luz, el reloj continuaría tictaqueando pero sus manecillas no se moverían. Eso se debe a que a la velocidad de la luz no hay tiempo. El tiempo es función de la velocidad. A elevadas velocidades, el tiempo literalmente se ensancha. Como la luz es el máximo en velocidad, a la velocidad de la luz el tiempo se extiende hasta su absoluto y se hace estático. Albert Einstein descubrió esto. No hay ninguna necesidad de andar por la fábrica del tiempo y molestar al Chink con eso.
Suponiendo que nuestros cerebros se librasen de sus masas de grasa, para variar, y jugasen con nosotros a la pelota cósmica, permitiéndonos abarcar plenamente ningún tiempo, entonces podríamos intentar imaginar (si «imaginar» es la palabra justa) lo que quería decir Einstein cuando definió el «espacio» como «amor».
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