– No es el piano.
– Oh… ¿Qué es entonces? ¿Yo?
– Son los libros.
– ¿Los libros?
– No. Son los cuadros.
– ¿Los cuadros? ¿Mis acuarelas? Bueno, uso mucho azul y mucho verde.
– No, no son tus cuadros.
– ¿No son mis cuadros?
– Es la tranquilidad.
– ¿Mi casa es demasiado silenciosa para ti? -preguntó incrédulo, pues podía oír claramente a los portorriqueños machacando cubos de basura en la manzana siguiente.
– No silenciosa. Tranquila. Hay demasiada quietud. Nada se mueve aquí. Ni siquiera tus pájaros.
Sissy se levantó. La Condesa había enviado un servidor con la mochila, y ahora se dirigía a ella.
– ¿Qué vas a hacer?
– Vestirme. Tengo que marchar.
– Pero yo no quiero que te vayas. Quédate, por favor. Podemos ir a cenar. Te debo una cena. Y esta noche… podemos… hacer el amor de verdad.
– Tengo que irme, Julián.
– ¿Por qué? ¿Por qué has de irte?
– Me duelen los pulgares.
– Oh, lo siento. ¿Es normal? ¿Qué podemos hacer?
– He cometido un error. He sido negligente. No he hecho ejercicio. Tengo que hacer un poco de autoestop todos los días, pase lo que pase. Es como el músico que practica sus escalas. Cuando no practico, pierdo forma y mis pulgares se ponen rígidos, me duelen.
Nada podía Julián responder a esto. Sissy Hankshaw era uno de esos misterios que caen en la tierra sin pedirlos, quizá sin merecerlo, como la gracia… como las máquinas del tiempo. Sus antepasados quizás hubiesen sabido qué hacer con ella, pero Julián Hitche no lo sabía. Súbitamente, la presencia de Sissy parecía completamente ajena a su estructura de referencias. Su apartamento no era ya estático cuando ella andaba por él. Alta, con su mono, gotitas de aire orbitándola como planetas de rosas musicales. Hacía tambalearse en sus pedestales a las esculturas. Los pájaros del dormitorio cobraban vida y revoloteaban en la jaula. No podía comprender Julián que hubiese creído ser su papaíto consolador unas horas antes.
Tenía Julián un perro al que llamaba Butterfinger, por las barritas de caramelo que comía F. Scott Fitzge-rald cuando cayó muerto de una sorpresa coronaria. Julián le llamaba Butty para abreviar. Butty tenía todos los defectos conocidos de un perro: Era un lamecaras y un huele pollas, un sueltapelusa y un cagarrincones, un muerdezapatos y un muerdevisitas, un cagajardines y un asustagatos, un rasganylon y un embarrasillones, un mendigasobras y un escalarregazos, un persiguecoches y un cagamatorrales, un oclíabaño y un contaminairc, un hurgabasuras y un saltapiernas, y, además, un labrador de ladrillo tan agudo, repugnante, asqueroso y molesto como sólo pueden serlo los perros de agua.
(Sissy, a diferencia de la mayoría de los seres humanos que viajan a pie, víctimas de los mordiscos y ladridos de la fantasía canina, no era una odiaperros per se. El digno salvaje de Australia le merecía todos los respetos.)
Butty ladró cuando dejó Sissy el apartamento. Por una vez, quizá sus ladridos fuesen un ruido tolerable. Gracias a ellos, Julián no podía oírla correr, casi al galope, escaleras abajo. Sissy no podía oír el jadeo que brotaba de los pulmones de Julián como un áspero viento que soplase entre sus dos mundos.
La magia se encontró con ella en la calle 14, cuando Sissy se encaminaba hacia el puente George Washington.
LA CONDESA practicaba kárate dental. Chop chop chop. Su teléfono de princesa se hallaba en inminente peligro de quedar incapacitado por un golpe de dientes.
– Así que dejó la ciudad -dijo… chop chop-. Bueno, eso no debería sorprenderte. Es muy propio de ella. Pero dime, ¿qué te pareció?
– ¡Extraordinaria!
– Lo es, no hay duda. ¡Dios mío! ¿Qué preferirías, un millón de dólares o uno de los pulgares de Sissy lleno de centavos?
– ¡Qué cosas dices! No me refiero a sus manos. Son difíciles de ignorar, lo confieso. Pero hablo de todo su ser. Todo su ser es extraordinario. Cómo habla, por ejemplo. Es tan coherente.
– Ya es hora de que entiendas, queridito, que una mujer no tiene por qué entregar los mejores años de su vida a Radcliffe o a Smith para hablar la lengua inglesa. Aún más, esas intelectuales universitarias han cogido el olor tanto como las demás. Sospecho que peor. Una camarera sana probablemente use más Yoni Yum por semana que todo el alumnado de Wellesley-. ¡Chop!
Julián lanzó un suspiro.
– No sé qué decirte sobre eso -dijo-. Pero ella es extraordinaria. No la entiendo en absoluto, pero me atrae desesperadamente. Condesa, estoy en un atolladero. Esta mujer ha dado un giro a mi vida.
– Noventa grados a la izquierda, espero. -Chop clac clic-. ¿Y qué siente ella respecto a ti?
Otro suspiro quejumbroso.
– Creo que la desilusiona que yo no sea más, bueno… algo más atávico. Tiene ciertas ideas sentimentales e ingenuas sobre los indios. Sin embargo, estoy seguro de que le he gustado. Me dio varias indicaciones de ello. Pero… luego se fue de la ciudad.
– Ella siempre se va de la ciudad, tonto. Eso no significa nada. ¿Y en la cama? ¿Le gustó en la cama?
La moto de Evel Knievel no habría saltado la pausa que siguió.
– ¿Si le gustó qué en la cama? -preguntó por fin Julián.
– ¿Como que qué? -¡¡Chop!! ¡¡Clac!!- ¿Qué crees tú?
– Bueno… en fin…
– Oh, mierda, Julián, querido. ¿Vas a decirme que estuvisteis tres días juntos y no lo lograste?
– Bueno, lo hicimos. Pero podríamos decir que no acabamos del todo.
– ¿Quién tuvo la culpa?
– Supongo que yo. Sí. No hay duda, la culpa fue mía.
– En cierto modo me alegra que no fuese culpa de ella. Me preocupaba su virginidad psicológica. Pero ahora quien me preocupa eres tú. ¿Qué es lo que os hacen, muchachos en esos colegios tan elegantes? ¿Amarraros y bombear la naturaleza fuera de vosotros? Eso es lo que hacen, no hay duda. Son capaces de extraer la última gota de naturaleza de un indio mohawk. Sí, manda a un chamán o a un caníbal cuatro años a Yale y luego sólo servirá para ocupar un puesto burocrático en el complejo militar-industrial y un asiento en la tercera fila de una comedia de Neill Simón. ¡Ay Jesús, Dios mío! Si Harvard y Princeton pudiesen disponer del Chink un par de semestres, le convertirían en candidato del Ala Pajarita de la Cámara de Wimps. Vamos hombre.
– No tienes por qué recurrir al esnobismo al revés sólo porque la universidad de Missouri fuese la única de la nación que te aceptase. Si nosotros, los de las universidades más distinguidas no somos lo bastante mundanos para ajustamos a vosotros los palurdos, al menos no andamos por ahí utilizando términos racistas como «chink». Si sigues así pronto acabarás llamándome «cacique».
– Por Dios, «chink» es el nombre del tipo.
– ¿Qué tipo?
– Áy, es un viejo pedo que vive en las montañas del Oeste. A mi rancho le dan temblores y escalofríos con él, también. Pero aunque sea viejo y sucio, está vivo, no hay duda, de la cabeza a los pies. No tienen su jugo en un tarro en New Haven. Ese alma rnater vuestra sería capaz hasta de arrancarle el pelo a un hombre lobo. Mejor que Sissy conserve su virginidad que no que la pierda al compás de «The Whiffenpoof Song».
– El sexo no lo es todo, aunque sea tu negocio. Y hablando de tus negocios, harías mejor preocupándote por este asunto. Esa misteriosa modelo tuya me ha desquiciado y no puedo pintar.
– Pintarás, claro que pintarás, queridito. Pintarás porque hay un contrato que te obliga. Además, píntalas mejor que nunca. Nada como un poco de sufrimiento para dar entidad al arte. ¿Te ha empujado a fumar y beber? ¡Magnífico! La creatividad se alimenta de venenos. Todos los grandes artistas han sido unos depravados. ¡Mírame! Estoy tan seguro de que Raoul Duf está pedorreando por la borda del barco de vela Eternidad como de que este asuntillo va a inspirar las mejores acuarelas de tu historia. Ahora, dile a ese maldito perro tuyo que deje de gemir y entra ahí a pintar.
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