Tom Robbins - También Las Vaqueras Sienten Melancolía

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También Las Vaqueras Sienten Melancolía: краткое содержание, описание и аннотация

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TAMBIÉN LAS VAQUERAS SIENTEN MELANCOLÍA es una visión hilarante de la década del sesenta y principios del setenta en los Estados Unidos. La tragicomedia sienta sus reales en un territorio donde los jóvenes han querido trastocar los valores tradicionales de la sociedad. En medio de un ambiente de hilaridad, sarcasmos e imaginación, nuestra protagonista, Sissy Hankshaw, se convierte en una leyenda viva del autostop. Sus descomunales pulgares le abren las puertas de cuanto vehículo motorizado se apresura por las autopistas, carreteras y caminos del continente norteamericano. Y a su paso, empiezan a aparecer personajes memorables salidos del vasto sueño nacional: allí está Julián, piel roja neoyorkino, pintor abstracto, intelectual, snob, asmático, hipocondríaco; y está el psiquiatra doctor Robbins, el alter ego del autor, enamorado de su paciente – protagonista; y está Delores del Rubi, con su misteriosa leyenda a cuestas y sus botas y su látigo, amante del peyote y de una secreta Revolución Universal; y está Bonanza Jellybean, quien de niña decidió ser vaquera y de mayor negó la absurda posubilidad de que las vaqueras no pudieran existir en el mundo. Y están las grullas chilladoras: el rancho “Rosa de goma”, primer rancho en la historia de la civilización occidental regentado únicamente por mujeres vaqueras; el Pueblo Reloj, la tribu anarquista de pieles rojas que viven a la espera de que resuene su hora en este mundo o en el próximo; y está el Chink, el ermitaño sin par, el antiguru de la montaña sagrada… Los personajes y las situaciones se suceden con el ritmo frenético de nuestro tiempo. El torbellino incesante parece carecer de dirección. Es entonces cuando los personajes (quizás nosotros mismos) se dan cuenta de que la única posibilidad de vida es el retorno a los valores más básicos, menos intelectuales u ortodoxos, es decir, los simples sentimientos humanos. A partir de ellos, se puede volver a respirar sin que la contaminación ambiental y social los disgregue y aniquile. Sissy es la encarnación viviente de estos valores inocentes y eternos. La novela termina siendo una gran alegoría de nuestro tiempo y una visión refrescante del mundo y de la condición humana.
“La precisión y la elegancia de la prosa de Robbins nos recuerda a Nabokov, a Borges, a Joyce…” Play Boy

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La bolsa, vacía ahora y con arrugas coriáceas, había estado llena dos veces; una, mucho tiempo atrás, había albergado un paquete de panecillos y un tarro de mostaza para un encuentro culinario con hamburguesas fritas. En fecha más reciente, la bolsa había albergado cartas de amor.

Lo mismo que un hueco en un roble oculta las joyas de familia de una ardilla, la bolsa había ocultado cartas amorosas en el fondo de un baúl de barracón. Luego, un día después del trabajo, la vaquerita de nariz de botón a la que estaban dirigidas las cartas cogió bolsa y contenido bajo el brazo, se deslizó hasta el corral, pasó ante las compañeras que tiraban herraduras y ante las que soltaban cometas tibetanas, ensilló y galopó hacia las colinas. A más de un kilómetro del barracón, desmontó e hizo una pequeña hoguera. La alimentó con las cartas de amor, una tras otra, lo mismo que su novio la había alimentado una vez a ella con patatas fritas.

Mientras ardían palabras como querida, y te amo y para siempre, la vaquera enjugó unas cuantas lágrimas. Tan nublados tenía los ojos que se olvidó de quemar la bolsa. De nuevo en el barracón, a la media luz, sus compañeras fingieron no saber dónde había ido o por qué. Big Red le ofreció un trozo de pastel de chocolate casero y no mostró sorpresa alguna al ver que lo rechazaba; Kym, antes de retirarse, derramó sobre sus labios un rápido beso… Con mucha naturalidad, como si se sacudiese una hilacha. Jelly, que intentaba arpegear una despreocupada canción en una vieja Gibson gastada por el tiempo, alzó los ojos hacia ella cordialmente.

Era ya una de ellas. ¡Qué bueno es, Dios mío, ser una vaquera!

33

LA RADIO DEL retrete tocaba «La polca de los armenios hambrientos». La lluvia, un súbito chaparrón, un aguacero de verano normal de Dakota, había atrapado a Bonanza Jellybean, y a Delores del Ruby en el retrete. Primero Delores y luego Jelly, concluido su asunto, se vistieron, pero siguieron allí sentadas.

– Bueno, no me asusta un poco de lluvia -proclamó Jelly.

– Tampoco a mí -dijo Delores, que jamás admitiría tener miedo a nada. Pero ninguna hacía ademán de salir. Por el contrario, miraban más allá de la puerta la caja de escalera de agua que tanto se parecía a aquella en que las sirenas recibían a los marineros ahogados. («¿Te gustaría subir a mi habitación»? pregunta una sirena, no mucho más vieja que una vaquera. «Claro, claro», gorgotea el emocionado marinero, agradeciendo silenciosamente al oficial de reclutamiento de su pueblo el no haber tenido la desdicha de morir en tierra firme.) Las escaleras de agua cuelgan allí, en lo que antes era aire, como esperando que un submarino enano se deslice por la barandilla.

– Podríamos desafiarla -dijo Jelly, avanzando hacia la puerta. Era la jefa del rancho y tenía que dar ejemplo.

– De acuerdo -aceptó Delores, la capataz-. No sé tú, pero yo estoy segura de que no soy tan dulce como para derretirme.

Chasqueó el látigo contra una afanosa avispa que también se había refugiado en el retrete. (En realidad, no intentaba darle a la avispa sino a la fotografía de Dale Evans en la que se había posado.)

Había una reunión convocada en el barracón aquella mañana de sábado, una reunión a la que debían asistir todas las vaqueras salvo las que vigilaban las aves, y que Jelly y Delores tenían que presidir. Si las vaqueras jefes no se hubiesen desplazado, independientemente, a aliviar sus tripas (costumbre que deberían practicar todos los presidentes antes de asumir la presidencia) y hubiesen quedado atrapadas por el chaparrón, estaría ya desarrollándose la reunión. Según eran las reuniones del Rosa de Goma, no parecía probable que aquella fuese insólita. Mary se quejaría de que algunas de las vaqueras habían incurrido en lo de dormir dos en una litera, violando el acuerdo de que los «crímenes contra natura» quedasen confinados al pajar. Debbíe diría que a ella no le importaba quién se acostase con quién ni dónde ni cómo, pero que las que gemían, chillaban y gruñían deberían bajar el volumen cuando otras intentaban dormir o meditar (sonrojos aquí y allá). Big Red expondría un no solicitado testimonio en cuanto a la cualidad y cantidad de la comida en el Rosa de Goma, testimonio en el que cada patata hervida, cada ración de salsa, se calificaba de más pequeña y menos apetitosa que la anterior. Varias de las vaqueras expondrían sus inquietudes sobre las posibles consecuencias de arrear el ganado donde estaban las aves. Pero Jelly pacificaría a todas, como siempre, y al final de la reunión habría sonrisas y abrazos generales y expresiones generalizadas de solidaridad. Prometía ser una reunión con atmósfera familiar, pero había sido convocada, y en consecuencia, debía celebrarse. Jelly y Delores no tenían derecho a demorarla más sólo porque lloviesen botellas de cocacola y plátanos. Que se mojaran.

Preparándose para un gran trago de agua pura, sin aditivos, se habían situado en el quicio del cagadero cuando de pronto vieron a una vaquera descalza (era Debbie) cruzar corriendo el patio en ropa de kárate, saltar sobre el Exercicle que se oxidaba entre los matorrales y empezaba a darle a los pedales furiosamente bajo la repiqueteante lluvia.

– jPor mi cocodrilo sagrado! -exclamó Delores-. Se ha pasado.

Pero, oh, al cabo de un minuto, otras siguieron a Debbie, todas, en realidad; todo el equipo, unas treinta jóvenes vaqueras chillando, riendo, desnudas o casi, todas hoyuelos y hormonas. Se deslizaban y rodeaban por la hierba húmeda, se empujaban en el barro que iba formándose junto a la valla del corral, se cazaban unas a otras entre los gruesos pliegues de los cortinajes de la lluvia, hundían sus lindos pies en los charcos y caían de bruces entre los excrementos de caballo. El chaparrón se convirtió en un candelabro de cristal. Y ellas eran sus agitadas llamas.

Jefa de rancho y capataz se miraron asombradas. Las vaqueras las llamaban. Jelly sintió parpadear pececillos en su sangre. Se desvistió rápidamente. Más reacia, Delores se quedó con su ropa interior de piel de víbora. Ambas se avalanzaron a la cálida lluvia.

Las vaqueras retozaron hasta que, tan pronto como había llegado, se fue el chaparrón. Cesó el juego. El sol colocó sus cuernos en sus goteantes rizos. Jadeaban ellas como perrillos apoyadas unas en otras o quitándose recíprocamente trozos de barro del pelo.

– Propongo que se aplace la reunión -jadeó Elaine.

Debbie secundó la moción y añadió un proverbio zen:

– Al final del juego interminable florece la amistad.

– ¿Qué demonios quiso decir con eso?, -preguntó Heather, que hacía uso del retrete mientras Jelly recogía su ropa.

Jelly estudió a las cansadas y empapadas vaqueras que volvían cogidas del brazo hacia el barracón.

– Sólo que en el cielo todos los negocios se llevan así -explicó.

34

MIENTRAS BONANZA Jellybean se encontraba al otro lado del estado, en Fargo, ultimando el asunto de los quesos de cabra, paró en una subasta pública y cogió una partida de vestidos y sombreros viejos. Las vaqueras estaban probándoselos frente al espejo del barracón. Kym hacía muecas con un arrugado sombrero color rosa que parecía un cruce entre pastel de chifon y fresa y sabueso. Consumiendo su tiempo de espejo, palpitaba Jody dentro de un escarolado quimono verde. Delores inquirió hoscamente si había algo en negro. Elaine y Linda…

Espera. Un momento, por favor. Aunque estemos de acuerdo en que el tiempo es relativo, en que sus nociones más subjetivas son inexactas y arbitrarias sus expresiones más objetivas; aunque pretendamos extirparnos de su terrible flujo (hasta el punto de ignorar la súplica de un autor de «espera un momento, por favor», pues un momento, después de todo, es un montoncito de tiempo); aunque juremos fidelidad al «aquí y ahora», o enfoquemos el tiempo como una caja vacía a llenar con nuestro genio, o reestructuremos nuestros conceptos de él para adaptarlos a los salvajes tícs-tacs de los artefactos de relojería, aún así, es prácticamente inevitable que esperemos, para mal o para bien, algún género de orden cronológico en los libros que leemos, pues es función de la literatura proporcionar lo que no proporciona la vida. A la luz de esto, pues, pide vuestro autor «segundos fuera» para informaros que los acontecimientos descritos en los capítulos iniciales de la parte tres, así como la mayoría de los incluidos en los varios intermedios de vaquera de las partes I y II, ocurrieron después de que Sissy Hankshaw Hitche hubiese llegado al Rosa de Goma y se hubiese ido de nuevo.

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