Pedro Orgambide - Las botas de Anselmo Soria

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Anselmo Soria era un gaucho joven de dieciséis años, que vivió entre los indios y los blancos. Los soldados blancos lo encontraron en una pulpería y lo llevaron al fortín.
Luego un malón de indios atacó el fortín pero los blancos ganaron la batalla. Después de pelear conoció a una chica llamada Rosaura y se enamoraron.
Días después Anselmo se va a una expedición, donde se encontraron con los huincas y les quemaron las casas. Finalmente el gaucho Anselmo se pelea con el cabo Paez y decide ir a buscar a Rosaura pero no la encuentra.
Luego se va al campo y encuentra a Mesié Pierre (que le enseña muchas lenguas). Luego un día viene la policía y se los lleva a la cárcel donde tuvieron que hacer trabajos forzosos y en una de ellos se suben a una carreta y huyen hasta Mendoza. Ahí hacen un globo y deciden cruzar la cordillera pero fracasan.
Después decide irse a las afueras de la ciudad, donde consigue trabajo de estanciero, y más tarde se va a la ciudad con unos amigos, que le gustó mucho y se queda ahí, donde trabaja de traductor (gracias a Mesié Pierre que le enseño tantas lenguas) para los turistas que venían. También le es enseñado el tango. Allí en la ciudad conoce a una extranjera llamada Julieta con la que se enamora y luego se casa.

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El país era otro. Es lo que aprendió el abuelo de mi abuelo, el hijo de la india y el criollo, mientras andaba por Buenos Aires y veía llegar gente de tantos países. Casi todos vivían en los conventillos. Como él, que había alquilado una piecita cerca del Corralón.

Al oír las voces del conventillo, los diferentes idiomas de los recién llegados, Anselmo recordó a Mesié Pierre. Porque gracias a él podía entender a los inmigrantes y servirles de traductor. Esto le trajo cierto prestigio en el barrio, donde lo llamaban el lenguaraz, como se les decía a quienes entendían el lenguaje de los indígenas. Y fue así como Anselmo ganó la confianza de los recién llegados y el respeto de los naturales del país: carreros, mayorales, bailarines de tango, matarifes.

Cuando había bailes en el conventillo, allí estaba Anselmo, bailando valsecitos criollos y, si las señoras no se ofendían, uno que otro tanguito.

Un día, bajaron del carro unos italianos que venían a probar suerte en la Argentina. Buscaban las palabras para hacerse entender. Entonces apareció Anselmo, muy comedido, y les fue traduciendo cada cosa.

– Gracias, caballero -dijo la señora mayor-, gracias por hablar en nuestra lengua y hacernos sentir bien, como en casa. Usted no sabe lo que es sentirse extraño en tierra ajena…

– Lo sé. Yo también, de algún modo soy un forastero -pensó Anselmo en voz alta.

Porque no podía olvidar a su madre, una extraña en su propia tierra. Y otra vez rodó un lagrimón por la cara del abuelo de mi abuelo.

Pero no duró mucho. Porque de pronto, distinguió, entre los recién llegados, a la mujer más hermosa que se pudiera imaginar. Bueno, era una chica todavía, una jovencita de quince años, con los ojos celestes y una larga trenza rubia.

Se llamaba Julieta.

El se acercó, le habló en su idioma. La chica sonrió, se sonrojó un poco y después le prometió que serían amigos. No dijo más porque su padre, don Pascual, la estaba mirando. Y don Pascual no quería que se le acercaran los muchachos. Prudente, Anselmo se retiró.

En el barrio había un compadrito que se llamaba Machete. Tenía la mala costumbre de molestar a lavanderas, costureras, a las chicas que iban a la fábrica. Había echado fama de guapo y se reclinaba en el buzón de la esquina. Cada vez que pasaba Anselmo, por una razón u otra, Machete se le cruzaba o escupía provocándolo. Pero Anselmo no respondía a las provocaciones.

– Permiso -decía y seguía su camino.

El otro se reía, creyendo que lo había atemorizado.

Pero Anselmo estaba ocupado en otras cosas. Siguiendo los consejos de Mesié Pierre, el abuelo de mi abuelo leía libros y más libros. En ese entonces había bibliotecas públicas y también de algunas colectividades, como la española y la italiana. Y allí se metía Anselmo. Dicen que era el carrero más leído de Barracas.

Seguía frecuentando los bailes… pero menos. Buscaba pretextos para quedarse en el conventillo. ¿Y por qué?… ¡Para ver a Julieta!… Sí, señor, estaba enamorado otra vez.

A ella le causaba gracia que Anselmo la estuviese mirando a cada rato.

– ¿Qué miras, mirón? -le preguntaba.

– A vos -se animaba a decir Anselmo y veía partir a Julieta hacia la fábrica de cigarros.

Algunos compadritos, en la vereda, molestaban a las chicas que a esa hora iban a la fábrica.

Esa fue la oportunidad que tuvo Anselmo para ofrecerse como acompañante de - фото 15
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Esa fue la oportunidad que tuvo Anselmo para ofrecerse como acompañante de Julieta. La muchacha aceptó. Y, durante meses, se vio a la parejita caminando por las veredas, muy entretenidos en la conversación.

Un día, don Pascual, llamó a su hija. Estaba muy preocupado.

– Usted sabe, hija, que somos gente decente.

– Sí, papá.

– Y que yo espero para usted lo mejor.

– Sí, papá.

– Y no me gustaría verla casada con un compadrito, bailarín de tangos…

"¡Ah!… Era eso…", pensó Julieta.

– … por eso pensé que podía comprometerse con Nicola, el hijo de mi paisano, un muchacho que…

– ¿Por qué tanto apuro en casarme? -preguntó la muchacha. Y salió corriendo, a punto de llorar.

Pero Anselmo ya no era un chico. Había dejado de serlo y ya pensaba y hablaba como un hombre. Así que fue a conversar con su amiga y a decirle que la quería. Y después, sin esperar más, se presentó ante don Pascual. Y dijo, en español y en italiano:

– Don Pascual: vengo a pedir la mano de su hija. Sé que no tengo otros méritos que el ser un hombre de trabajo, aficionado a la lectura. No nací en cuna de oro, sino en un fortín y pude haber nacido en una toldería. Pero aprendí a defenderme y a defender a los demás, si es preciso. Yo podré cuidar de Julieta, si usted y su señora lo permiten. Y haré que mis hijos honren la tierra de su madre tanto como la mía, que ahora es la suya también, don Pascual.

Estaba muy inspirado el abuelo de mi abuelo. Creía en lo que decía. Intuía que el país, todavía muy joven entonces, iba a crecer con los criollos y los inmigrantes, con gente como él y Julieta. No fue fácil convencer a don Pascual. Sin embargo, gracias a su mujer y a los vecinos que se habían encariñado con Anselmo, accedió, por fin.

Hubo un lindo casorio en el conventillo. Con farolitos de papel y acordeones que tocaron polcas y tarantelas.

Y algún tanguito también -¿por qué no?- que acompañó la guitarra del payador.

A su inspiración se deben estos versos:

Una calandria de Italia
y un jilguero del país
están cantando en el alma
de mucha gente de aquí.

Hoy somos todos la Patria
la cosa es saber vivir…
respetando al que trabaja
porque Dios lo quiere así.

Siguió cantando el payador, soñando el porvenir. Entretanto, Julieta y Anselmo, se sacaban una foto de bodas.

Pedro Orgambide - фото 17
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Pedro Orgambide

Las botas de Anselmo Soria - фото 18
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Las botas de Anselmo Soria - фото 19
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