Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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– Bueno -dijo Jimmy, que seguía detrás de la barra. Se agachó y dejó algo sólido sobre una estantería. Clonk. Luego se inclinó sobre la barra y se apoyó sobre sus peludos antebrazos. También tenía los brazos, las manos y hasta la parte superior de los dedos cubiertos de pelo negro-. ¿Es usted de fuera?

– Sí -respondió John.

– ¿Sí? ¿De dónde?

– De Iowa -dijo John, sin saber en realidad por qué.

– ¿En serio?

– En serio.

– Dicen que allí hay buenas patatas.

– Creo que eso es en Idaho.

– ¿Está seguro?

– Segurísimo.

– Pues yo creía que era en Iowa.

Y así siguieron durante la media hora más larga de la vida de John. Sonó un móvil dos veces y se lo llevaron detrás de las sábanas para contestar susurrando. Otras dos veces entraron sendos hombres que se quedaron petrificados al ver a John. Luego miraron a Jimmy, que giró la cabeza como indicando que todo iba bien, y los dejó pasar detrás de la cortina. Finalmente, John oyó abrirse y cerrarse la puerta de atrás. Alguien dejó caer unas llaves sobre una superficie y Frankie apareció con una pequeña caja. Rodeó el mostrador y la dejó caer en la mesa delante de John. Era de Domino's Pizza.

John se quedó mirándola.

Jimmy se encogió de hombros.

– Reciclamos las cajas. Por lo del medio ambiente y todo ese rollo.

Booger levantó el hocico, husmeando esperanzado.

John, por su parte, olfateó el dulce aroma de la libertad. Iban a dejarlo marchar. ¡Nada de muertos! ¡Nada de contenedores! Se puso de pie.

– Bueno, ¿cuánto es? -preguntó, palpándose los bolsillos.

– ¿Frankie? -dijo Jimmy.

– Cincuenta pavos -dijo Frankie.

– Cincuenta pavos, muy bien -dijo John. Estaba aturdido y mareado de alivio. Sacó la cartera y rebuscó en ella con manos temblorosas-. Solo tengo billetes de veinte -dijo, dejando caer tres sobre la mesa-, pero no pasa nada. Quédense con el cambio.

– Gracias. Lo dejamos así, entonces -dijo Jimmy-. Disfrute de la cena.

John cogió la caja de pizza y se volvió hacia la puerta.

– Lo haré. Gracias. -Cuando sintió el frío metal de la puerta contra los dedos se volvió, se precipitó a través de ella y salió corriendo. Cruzó a todo correr la autovía sin mirar, obligando a un conductor a hacer un giro brusco mientras hacía sonar el claxon. Al amparo de la sombra alargada del lagarto que sujetaba el cartel del Buccaneer, John se inclinó y apoyó una mano en el muslo, intentando recuperar el aliento. Solo había corrido unos veinticinco metros, pero se sentía mareado y el corazón se le salía del pecho.

Cuando se dio la vuelta para volver a la habitación, vio a las mujeres que estaban en la piscina recogiendo sus cosas mientras desaparecía el último rayo de sol.

Se quedaron mirándolo sorprendidas y horrorizadas. John forzó una sonrisa para indicar que todo iba bien y levantó la caja de pizza a modo de explicación.

* * *

No había mesa, así que se quedó en calzoncillos y se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama. Abrió el ordenador y a continuación el archivo. Se quedó mirando su blancura inmaculada y la barra de menús y herramientas que había en la parte superior.

En aquel momento, la historia que tenía en la cabeza era perfecta. También sabía por experiencia que empeoraría en cuanto empezara a escribir, porque así era la naturaleza de la lengua escrita.

Un retrato de Isabel Duncan cuando la había conocido en el laboratorio con su larga melena rubia cayéndole sobre los hombros, su risa cristalina y desmedida, de tal forma que, mientras la entrevista avanzaba, lo había cautivado de una manera que había acabado alarmándolo. Incluiría aquella frase que ella había dicho mientras rodaba por el suelo y Mbongo le hacía cosquillas: «Con el paso de los años ellos se han vuelto más humanos y yo más bonobo», y listo. Sería perfecto. Haría un resumen asequible de la investigación lingüística, pero, en lugar de usar el vocabulario impenetrable propio de aquella disciplina, utilizaría el lenguaje de la experiencia para explicar cómo se había sentido al establecer contacto visual con miembros de otra especie y al descubrir el sorprendente e inquietante hecho de que se parecían tanto a los humanos; al darse cuenta de que no solo entienden cada una de las palabras que los humanos decimos, sino que si les apetece contestar lo harán y en nuestra propia lengua; al intentar capturar el asombro, casi el desconcierto que aquello suponía. A John no se le escapaba que los bonobos habían logrado aprender el lenguaje humano, pero que los humanos no habían cruzado la línea en la otra dirección. Tampoco se le había escapado que Isabel Duncan también lo reconocía.

Y luego el radical cambio de tercio: el horror de las explosiones, las tácticas terroristas, la ausencia absoluta de determinación. La caída en picado y la ausencia inexplicada, el circo mediático y los yonquis de la publicidad parasitaria. En su mente podía dibujar la historia al completo. Si pudiera insertarse un pen drive en una ranura detrás de la oreja y bajársela del cerebro al ordenador… Pero no era posible. Solo disponía de la herramienta imperfecta de las palabras.

Tecleó una frase y luego otra. Salieron unas cuantas más mientras aporreaba el teclado con los dedos, pero nada concreto. Leyó lo que había escrito y lo borró.

Examinó la pizza para ver si contenía cuchillas de afeitar, la olió, secó el aceite naranja con un trozo de papel higiénico y se la comió. Estaba fría y dura, pero no era peor que el perrito que había desayunado.

Entró en la página de Nexis y descubrió que había más artículos sobre los desastrosos resultados de Biden en tenis de mesa que sobre el informe recientemente descubierto del Departamento de Justicia según el cual durante el último año de Bush en el gobierno se autorizaba abiertamente la tortura.

Buscó los artículos que otros periodistas habían escrito sobre los primates y luego, con la esperanza de descubrir algún punto de vista novedoso, buscó también en Internet en los omnipresentes y gratuitos contenidos on line que habían enterrado sus posibilidades de trabajar en un periódico de verdad.

Volvió a ver el vídeo de la LLT y buscó el comunicado de prensa que Faulks había emitido el día después de que empezara la emisión de La casa de los primates. Abrió las notas que había tomado en el avión de regreso de Kansas City, antes de saber lo de la explosión. Investigó el coste de las vallas publicitarias. Escribió un poco, lo releyó y lo borró.

Al cabo de una hora, seguía sin tener nada. Nada de nada. Cero patatero.

¿Cómo podía ser tan difícil? El artículo se había estado forjando en su mente desde el día de Año Nuevo. ¿Por qué no podría simplemente abrir la tapa y volcarlo en un cubo?

Era verdad que estaba trabajando sin haber dormido y bajo los efectos físicos derivados de un episodio de terror absoluto. Se le vino a la cabeza una imagen a cámara lenta de Booger abriendo las fauces. De las ondulantes mandíbulas le caían hilillos de baba. Por supuesto, a tal cantidad de adrenalina le seguía un derrumbamiento físico. Hacía poco más de una hora, pensaba que se iba a convertir en comida para perros.

Tampoco podía evitar pensar que, probablemente en ese mismo momento, Amanda estaría por ahí con Sean el despreciable, rechazando sus insinuaciones. John intentó llamarla, pero saltó el buzón de voz.

Eran ya las ocho y media y aún no había escrito nada.

Sacó la grabadora y le dio al play. Esperaba no haberse pasado sonriendo y asintiendo todo el rato que Francesca de Rossi había estado hablando, porque resultó que esta le había estado explicando que el término «primate capturado en libertad» casi siempre se podía traducir como «disparar a la madre y quedarse con el bebé» y que todos los grandes primates que usaban para la industria del entretenimiento eran crías, lo que implicaba que, si no habían sido capturadas en libertad, habían sido secuestradas, ya que las grandes primates son como las madres humanas con sus bebés.

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