Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John cortó el centro de la yema, que estaba en su punto. Luego les dio la vuelta a todos los ingredientes para que la yema pudiera empapar el muffin inglés. Entonces se encontró con un trozo de jamón normal. Amanda nunca habría hecho eso. Siempre usaba auténtico beicon canadiense recubierto de harina de maíz, o prosciutto de importación. Y habría metido las yemas de tres espárragos poco hechos al vapor o un paquetito de miniespinacas salteadas y un toque de ajo entre la carne y el huevo. Ella nunca había entendido por qué los huevos a la benedictina y a la florentina tenían que excluirse mutuamente, y él no podría estar más de acuerdo.

– ¿Está todo a su gusto, señor?

– ¿Mmm? -John bajó de nuevo a la tierra-. Ah, sí. Gracias -dijo.

– Muy bien, señor.

Cuando el camarero se fue, John cogió un trozo de beicon con los dedos. En realidad, aquello no era para comer con las manos, pero nadie lo miró mal. Menos el chico de la esquina. Él aún observaba a John con los ojos entornados, atravesándolo con una mirada de odio.

* * *

– ¿De verdad vas a hablar con un periodista? -dijo Celia mientras entraban en el ascensor.

– Sí. Pero no le puedes decir nada a nadie.

– ¿Por qué se lo iba a contar a alguien?

– No lo sé, pero… Oye, es importante. Prométemelo. No se lo contarás a nadie, sobre todo a ese nuevo ligue tuyo. ¿Cómo se llama, por cierto?

– Nathan. Te caerá bien.

– Seguro.

– Por favor, dale una oportunidad.

Isabel miró con impaciencia el interior acolchado del ascensor.

El sonido de una campanilla anunció que habían llegado a la planta principal. Rodearon la mesa que había en el centro y el altísimo arreglo floral.

– Está allí, en la esquina -dijo Celia.

– Ya lo veo -dijo Isabel-. Es difícil no fijarse en él.

Nathan se levantó. Empezó a andar, o mejor dicho a correr, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y los hombros encorvados hacia delante.

– ¿Qué está haciendo? ¿Nos ha visto? -preguntó Isabel.

– No lo sé -dijo Celia.

Se detuvo en una mesa. El hombre que estaba sentado en ella levantó la vista. Estaba agarrando un trozo de beicon entre el pulgar y el índice, como si fuera un cigarrillo.

– Comer carne es un asesinato, gilipollas -dijo Nathan. Y dicho esto, deslizó la mano bajo el borde del plato del hombre, giró la muñeca y lo hizo volar por los aires. Se cayó boca abajo en el suelo y se rompió en cuatro trozos. La salsa holandesa le salpicó los zapatos y los pantalones al hombre.

Celia agarró a Isabel por el brazo y la metió tras una de las columnas corintias que flanqueaban la entrada.

Nathan pasó como una exhalación a su lado y salió por la puerta principal sin ni siquiera mirar atrás.

– Vaya -dijo Celia-. Eso no ha estado nada bien.

Isabel tomó aire entre los dientes.

– Celia… -dijo.

– ¿Qué?

– El tío ese es John Thigpen. El periodista al que Bonzi quería besar, con el que yo quiero hablar.

Celia miró hacia atrás. John Thigpen estaba de pie con las palmas de las manos hacia fuera, mirando hacia la salida con los ojos como platos.

– Vaya -dijo Celia-. ¿Ese es Pigpen?

– Sí -dijo Isabel entre dientes-. Ese es Pigpen.

29

John no solía ser supersticioso, pero, por si cabía la remota posibilidad de que el incidente del desayuno estuviera kármicamente relacionado con lo de la música, se fue directamente al Buccaneer dispuesto a apagarla.

Miró automáticamente hacia Jimmy's y vio a uno de los matones fumando un cigarro mientras Booger cagaba en la acera. El tío miró a John y este lo saludó sin mucho entusiasmo con la mano, cosa que el otro ignoró.

Cuando se acercaba, vio que la puerta de su habitación estaba entreabierta. Se detuvo con la oreja pegada a la rendija, no fuera a interrumpir a un ladrón en pleno robo. Las mujeres de la habitación de arriba no paraban de chillar y de reírse, lo que le hacía difícil oír algo. Abrió la puerta suavemente con el pie.

La habitación parecía estar vacía, pero aun así miró debajo de la cama y en el baño, donde descorrió la cortina de la ducha. Los lechosos cristales de la ventana de láminas estaban abiertos de par en par y la mugrienta cortina de gasa ondeaba con la brisa. Las moscas muertas estaban amontonadas en el fondo de la bañera.

No había nadie.

картинка 2

Con el corazón a mil, volvió a la habitación. Solo entonces se dio cuenta de que ya no estaba sonando Starship. Sobre la cama, en lugar del ordenador, había un Post-It de color azul claro que decía: «Habitación 242».

John suspiró y miró hacia el techo. La habitación 242 era la que estaba justo encima de la suya.

Fue hasta el final del edificio y subió por las escaleras. La pintura del pasamanos se había desconchado y lo habían vuelto a pintar encima varias veces, lo que le daba una textura arenosa, como de papadam.

La puerta 242 estaba abierta de par en par. Vio la parte de atrás de su portátil, que estaba abierto sobre la cama. De él salía una música que incluía una guitarra eléctrica y un pedal de distorsión.

La pelirroja había acercado una silla y estaba descansando con los zapatos de plataforma sobre la cama. Una rubia que había a su lado se arreglaba mechones de pelo con unas tenacillas inalámbricas, mientras sujetaba unas horquillas en la comisura de los labios. La morena estaba al otro lado de la habitación, observando la pantalla con interés y levantando la cabeza de vez en cuando para echar una bocanada de humo hacia el techo. Ninguna de ellas parpadeó siquiera para indicar que habían visto a John en la puerta.

– ¿Qué demonios estáis haciendo? -dijo él.

La pelirroja se inclinó más hacia la pantalla, moviendo el cigarrillo con los ojos llorosos.

– Qué tiempos aquellos -dijo con nostalgia-. Mirad eso: la bolsa de té. Yo lo inventé.

Las otras mujeres se inclinaron hacia la pantalla y suspiraron.

– Realmente increíble, Ivanka -dijo una de ellas-. Estuviste verdaderamente inspirada.

– Sí. Era una estrella. Iba en limusina. Bebía champán todo el día. ¡Y la coca! En todas partes donde mirabas, rayas y más rayas maravillosas. Y ahora… -Suspiró trágicamente.

– ¿La bolsa de té? -exclamó John-. ¿Cómo que la bolsa de té? ¿Estáis viendo porno en mi ordenador?

– No es porno -dijo Ivanka indignada-, soy yo.

– ¡Me habéis robado el ordenador!

– Más bien lo hemos cogido «prestado» -respondió ella, girando la cabeza y dándole una calada al cigarro. Dejó escapar una fina columna de humo.

– ¿Cómo diablos habéis entrado en mi habitación? -Bueno, el jefe, Victor, es simpático. Tú no mucho -dijo, chasqueando la lengua hacia John-. Muy desagradable esta mañana. -De pronto se inclinó hacia delante y clavó una de sus uñas pintadas en la pantalla-. ¡Mirad! ¡Mirad esto!

– ¡Para! -gritó él-. ¡Es cristal líquido!

– ¿Veis? -dijo ella, ignorándolo completamente y pasando la uña por la pantalla.

Dándose por vencido, John rodeó la cama. La uña roja de Ivanka había dejado un rastro del camino que había seguido.

– ¿Lo veis? Duro como una conga, redondo como un balón de baloncesto.

– Pero con el movimiento perfecto -dijo otra.

– Sí, es verdad -reconoció Ivanka antes de dar otra calada-. Pero el tiempo pasa para todos. -Exhaló otro desgarrador suspiro ruso.

– Perdón, ¿te importa? -interrumpió John. Ivanka se volvió hoscamente hacia él, prestándole de repente toda la atención del mundo.

– Sí, claro. Por eso la cara enfadada.

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