– Muy bien -dijo finalmente Celia-. Como quieras. Te veré cuando llegue.
– Vale. Celia…
– ¿Qué?
– Por favor, mientras tanto portaos bien.
– Vale. Isabel… -lo que vino a continuación fue tan rápido como una ráfaga de ametralladora-, Peter le vendió el programa de comunicación a Faulks para su maldito reality; adiós. -Y colgó.
Isabel se quedó mirando los restos encharcados de la ensalada de espinacas. Tardó un rato en reunir fuerzas para cerrar el móvil. Cuando lo logró, lo dejó con suavidad sobre la colcha, a su lado. Dejó el cuchillo y el tenedor cuidadosamente colocados sobre el plato, dobló la servilleta y puso el salero y el pimentero de manera que las esquinas estuvieran perfectamente alineadas con el borde de la bandeja.
Claro, ¿de dónde si no iba a haber sacado Faulks el programa de comunicación? En cuanto a lo que Peter le había asegurado de que Faulks se había puesto en contacto con él el día anterior… Isabel lanzó la tapa de metal con la que habían cubierto la cena contra la pared, al lado de la televisión.
Rompería su silencio. Sacaría a la luz lo que él era en realidad. De forma anónima, por supuesto. Le dejaría pensar que aún tenía una oportunidad con ella, que alguien del IFP había estado buscando en sus archivos y se había topado con esos papeles, que alguna persona del equipo de Faulks había filtrado que estaba implicado en la venta del programa. En aquel preciso instante había ocho millones de periodistas merodeando bajo sus pies y cualquiera de ellos daría un riñón por entrevistarla. El problema era que los odiaba a todos.
Recordó a Cat haciéndole una foto cuando tenía la cara destrozada; ni siquiera parecía humana, y aquella foto había acabado en la página web del Philadelphia Inquirer. Recordó el contestador automático y el correo electrónico desbordados de peticiones que rozaban lo ofensivo. Eran todos unos buitres. Tendría que elegir al menos terrible, aunque, después de lo de Peter, Isabel no tenía ninguna fe en su propio juicio.
Cogió la servilleta perfectamente doblada y empezó a retorcerla. La retorció y la retorció hasta que se curvó como un cruasán y ya no la pudo enroscar más. La retorció hasta que las puntas de los dedos se le quedaron granates. De repente la soltó. Se le acababa de venir algo a la cabeza.
Mbongo, el día de Año Nuevo, enfurruñado en una esquina rechazando fervientes y repetidas peticiones de perdón. Bonzi saltaba sobre las patas traseras en la cocina diciendo en la lengua de signos: BONZI AMA VISITANTE, BESO BESO.
Si Bonzi lo aprobaba, era suficiente. Isabel llamaría a John Thigpen…, aunque él también trabajara para el Philadelphia Inquirer.
A John le quedaban solo cuatro horas para escribir y enviar su primer informe, pero lo único que había comido en todo el día había sido aquel perrito de la gasolinera que parecía la suela de un zapato. No le apetecía comerse unos Cheetos de la máquina expendedora y no tenía tiempo para volver al Mohegan Moon.
Se dirigió hacia la ventana y echó un vistazo entre las tablillas de la persiana. El sitio de las pizzas y cajas bento tenía las contraventanas cerradas, pero había algunos coches en el aparcamiento, así que decidió darle una oportunidad.
La acera que había delante del edificio estaba destrozada y llena de colillas de cigarrillos. Jimmy's no tenía pinta de estar abierto -los letreros estaban apagados-, pero tampoco parecía abandonado, así que John intentó abrir la puerta. Como no estaba cerrada, decidió entrar.
Se oyó un ruido de zapatos arrastrándose y chirriando cuando varios hombres que estaban sentados en una pequeña mesa se pusieron en pie de un salto. Una de las sillas cayó al suelo, unos brazos quitaron algo de encima de la mesa y John oyó los percutores de varias pistolas. Un pit bull del color de una tarta de terciopelo rojo clavó los ojos en John y se abalanzó hacia él. Tenía la boca alarmantemente húmeda y los dientes alarmantemente afilados. Un hombre bajito y musculoso le dio un tirón a la correa con el brazo, haciéndolo volver al suelo. El perro siguió gruñendo y mirando a John, que estaba pegado a la pared. Observó la sala moviendo solo los ojos. Había cinco hombres, y todos le estaban mirando. A tres de ellos no se les veían las manos, lo que llevó a John a preguntarse cuántas armas exactamente le estarían apuntando. Varias sábanas viejas estaban clavadas del techo detrás de la barra, cegando la parte trasera del edificio. Una era de rayas de un rosa descolorido y otra tenía un delicado estampado de flores azules. En el aire flotaba un olor similar al del quitaesmalte de Amanda. No había carta, ni caja registradora, ni teléfono ni, desde luego, rastro de pizzas.
– ¿Está… abierto? -preguntó finalmente John.
Tras un silencio que se le hizo interminable, un hombre de pelo oscuro que estaba detrás de la barra le respondió. Llevaba pantalones vaqueros, una camiseta interior y una gorra negra que le tapaba los ojos. La parte de la cara que se le veía estaba surcada por profundas arrugas.
– ¿Abierto para qué?
– Para cenar.
Se produjo otra pausa y los hombres intercambiaron miradas. El perro gruñó y se precipitó hacia delante, pero lo contuvieron de nuevo.
– ¿Para cenar?
– Sí. -John señaló tímidamente hacia el cartel de la ventana, con cuidado de no moverse demasiado rápido -. Creía que… No importa. -No quería darles la espalda a aquellos hombres, así que echó las manos hacia atrás y retrocedió hasta empujar la puerta, que se abrió con un crujido dejando entrar una ráfaga de aire.
– Un momento -dijo el hombre que estaba detrás de la barra.
John se quedó paralizado.
– Cierre la puerta.
Dio un paso hacia delante y dejó que la puerta se cerrara.
– ¿Venía a cenar?
– Sí, pero iré a otro sitio, no pasa nada.
– No -dijo el hombre, ladeando la cabeza-. Ahora ya está aquí. ¿Qué quiere?
– Bueno… Una pizza. O una caja bento. O ambas cosas -respondió John, aunque no tenía ni idea de por qué estaban teniendo esa conversación. ¿Lo estarían entreteniendo mientras pensaban dónde tirar su cuerpo decapitado? ¿Acabaría en el contenedor de la basura que había al lado de la máquina expendedora del Buccaneer?
– Pizza… ¿Le gustan los pepperoni?
John tragó saliva con fuerza, de forma audible.
El hombre que John había decidido que era Jimmy (o que al menos actuaba como si lo fuera) chascó los dedos hacia la mesa.
– Frankie, una pizza de pepperoni. Ya has oído a nuestro cliente.
Frankie arqueó las cejas, sorprendido, y se señaló su propio pecho.
– Sí, tú -dijo Jimmy.
Frankie miró al resto y, al no encontrar apoyo alguno, se metió detrás de la barra y desapareció tras las sábanas. John oyó un ruido en la parte de atrás, seguido por el sonido de una puerta que se abría y se volvía a cerrar.
– Siéntese -dijo Jimmy, señalando hacia la mesa con la cabeza y hacia los hombres que estaban de pie alrededor de ella.
– No, estoy bien así -dijo John.
– He dicho que se siente.
– Vale. -John le echó un vistazo rápido al perro, que ya no gruñía, pero que seguía mirándolo con malas intenciones.
– No se preocupe por Booger. No le haría daño ni a una mosca.
John se dirigió receloso hacia la mesa. Uno de los hombres levantó y giró una silla, y la echó hacia delante a modo de invitación. John se sentó en el borde, calculando mentalmente el largo de la gruesa correa de cuero y la distancia que había entre él y el perro. El resto permaneció allí de pie, en silencio, con las caras prudentemente inexpresivas.
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