Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Aquel mes en Suecia transcurrió aún más despacio de lo habitual, pero por fin terminé el trabajo y, con un saldo más elevado en la cuenta y una bolsa llena de pescado en conserva, salmón ahumado y palas para cortar queso suecas, me encontré de nuevo en el autobús de Órgiva ascendiendo lentamente por las largas y serpenteantes cuestas desde la costa hacia las montañas al sur de Granada mientras los últimos rayos del sol de la tarde se posaban en los picos revestidos de nieve.

«Qué lugar tan maravilloso para nacer», pensé.

Al llegar a la estación de autobuses ya había anochecido, pero Ana estaba allí esperándome. Cuando me fui a Suecia ya mostraba claros signos de la presencia de una nueva vida en el interior de su cuerpo, pero ahora su estado no dejaba lugar a dudas. Se movía torpemente, inclinándose con presteza hacia atrás para contrarrestar el peso de su vientre hinchado. Nos abrazamos cautelosamente y di un paso atrás para admirar el extraordinario fenómeno de la existencia de dos personas en una.

– No sabes lo que me alegro de que hayas vuelto, creo que ya no va a tardar mucho -dijo Ana mientras yo ponía en marcha el Land Rover.

– Yo sí que me alegro, no lo sabes bien. Dios mío, qué gusto estar de vuelta.

Las ausencias esporádicas constituyen un excelente tónico para cualquier relación. Siempre me alegraba de ver a Ana, pero después de pasar un mes en Suecia con tenebrosos pensamientos de emergencias prenatales rondándome la cabeza, la verdad es que me encontraba eufórico.

Además, ella tenía un aspecto bueno y saludable: para utilizar el tópico inglés, estaba floreciente, [3]y parecía sorprendentemente tranquila a pesar de los importantes sucesos que nos esperaban.

De vuelta en el cortijo, las ovejas también estaban gordas y felices, y en los árboles las esferas verde oscuro de las naranjas prometían fruta dulce a punto de madurar. Debajo de la vieja higuera, hasta la cual no podían llegar las ovejas, el suelo se encontraba cubierto de frutas podridas de color morado.

Tuvo que ser Ana quien me hiciera notar que el lugar tenía un aspecto más bien pelado. Parecía preocupada de verdad. Durante mi ausencia las ovejas se habían ido descontrolando, y se habían paseado por todo el cortijo limpiándolo de maleza y segando la hierba hasta dejarla al nivel del polvo. Ello en sí no era motivo de alarma, pero Ana me señaló los lugares en que los muros de piedra de los bancales habían empezado a desmoronarse y caer, dejando unos senderos polvorientos y unos montículos de tierra y piedras.

Para pasar de un bancal a otro, las ovejas tienden a no llegar hasta el extremo del muro, sino a saltar todas juntas por la mitad, y los efectos de las más de cien pezuñitas cada vez que subían o bajaban estaban empezando a notarse. También habían saltado las alambradas que había puesto yo alrededor de los nuevos albaricoqueros para protegerlos, y habían mordisqueado las puntas de sus ramas. Habían invadido el jardín y se habían comido la budleia y todas las palmeras que habíamos plantado; y finalmente se habían metido en el sanctasanctórum, el huerto de Ana, y lo habían devastado. Las berenjenas y los pimientos picantes no les habían convencido, pero habían devorado todo lo demás.

– Me temo que van a convertir la finca en un desierto -dijo Ana con pesimismo.

– Tal vez eso sea mejor que la jungla en que se habría convertido si no fuera por ellas.

– Creo que prefiero la jungla, con su vegetación y sus flores.

– Sí, tienes razón… pero estoy seguro de que encontraremos la manera de resolver el problema -dije mientras me estiraba perezosamente en mi rincón favorito de la terraza-. No se puede acertar con todo a la primera, ¿no?

No estoy seguro de cómo había esperado pasar esos breves últimos momentos de libertad antes de empezar a ser padres: tal vez sentado en la terraza con Ana, bebiendo té y dejándome llevar por cualquier ensueño que el paisaje provocara en mí. No me había imaginado que iba a ser despachado cada mañana para deambular por el cortijo sujetando firmemente un cubo de cagadas de perro aguadas.

La «canina», nombre por el que se conoce este mejunje, le había sido recomendada a Ana como una manera excelente de disuadir a las ovejas, y mi esposa estaba decidida a que yo rociara con esta mezcla todos y cada uno de nuestros árboles. Ahora bien, aunque estaba tan preocupado como Ana por el futuro de nuestros naranjos y olivos y sabía que no había que interferir con los instintos de nidificar de una mujer en avanzado estado de gestación, aceptar de buena gana esta tarea era algo superior a mis fuerzas.

La habilidad es de primordial importancia en la operación de manejar esta sustancia y sacudir la escobilla de esparto, y las desagradables consecuencias que se sufren cuando no se hace bien resultan obvias. Pues bien, yo las sufrí todas. Aparte de eso, tenía la desalentadora convicción de que el efecto disuasorio acabaría desapareciendo, especialmente tras una lluvia intensa, y que justamente cuando estuviera terminando de cubrir el último árbol las ovejas estarían ya comenzando a dar algún que otro tímido bocado al primero.

Mis tardes eran igualmente ajetreadas. Las pasaba levantando unas cercas rudimentarias para desviar a las ovejas de las zonas vulnerables del cortijo, comenzando con la alambrada de campo de prisioneros de guerra que Ana había diseñado para cercar su huerto. Si alguna vez Ana había tenido debilidad por las ovejas, eso ya pertenecía al pasado. Lo más que éstas podían esperar de ella ahora era una estoica tolerancia.

Chloë y la Inmaculada Concepción

– Mire, lo siento, pero va a tener que salir de la habitación. Si se desmaya otra vez y se cae y se abre la cabeza en las baldosas no podremos hacer nada para ayudarle. Tenemos demasiado trabajo para, encima, tener que preocuparnos de usted.

Así pues, salí y me puse a mirar con aire taciturno por la ventana del pasillo mientras las máquinas excavadoras, a modo de pájaros gigantescos, picoteaban la tierra sin parar para hacer la excavación de la nueva carretera de circunvalación de Granada, tratando de apartar de mi mente por un momento la imagen de Ana sudando y esforzándose en la sala de partos del hospital. ¿Y todo para qué? ¿Para que la vida que ambos habíamos estado disfrutando cambiara de manera irrevocable, tal vez para ir a peor? Si hubiera tenido a mano una lata de cerveza vacía, me habría puesto a darle puntapiés malévolamente. Pero los impolutos pasillos del hospital de la Inmaculada Concepción no ofrecían este tipo de consuelo.

El drama había comenzado la noche anterior. Ana me había despertado zarandeándome a las dos de la madrugada, quejándose de que había roto aguas. Tenía que traerle un té y unas galletas y después preparar el coche mientras ella limpiaba el cuarto de baño. Evidentemente yo había oído mal lo del cuarto de baño. ¿No se suponía que teníamos que desplazarnos a toda velocidad hasta la ciudad, para llegar al hospital y parar el coche en seco a la puerta con un chirrido de los frenos? Aparentemente no. Eran ya las dos y media de esa templada noche de noviembre cuando Ana me pasó el trapo del suelo mojado y el cubo y por fin me dejó que la ayudara a subir al Land Rover.

Cuando salimos del valle dando tumbos y traqueteando rumbo a una Granada que dormía, una luna llena se asomaba por encima de las oscuras hojas de los cítricos. En la curva de la carretera del vertedero de Lanjarón tuvimos que pararnos, unos hombres estaban volando el monte con el fin de mejorar la seguridad de la carretera. Tuvimos que dar la vuelta y retroceder hasta Órgiva, cruzar el puente de los Siete Ojos y dar un largo rodeo hasta Granada pasando por la costa.

El aire tranquilo y con olor a pino de la noche tenía un carácter irreal, y esta impresión quedaba acentuada por la suavidad de las sombras y una luz plateada. Ninguno de los dos hemos olvidado la belleza de aquel viaje. Paramos para que Ana orinara y para mirar la luna durante unos momentos antes de meternos en la carretera nacional y recorrer el largo trayecto montañas arriba hasta Granada. Para entonces Ana ya estaba teniendo contracciones cada cinco minutos más o menos, pero no dejaba de asegurarme que eran suaves y no demasiado dolorosas.

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