Philip Pullman - El buen Jesús y Cristo el malvado

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El buen Jesús y Cristo el malvado: краткое содержание, описание и аннотация

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Philip Pullman decide revisitar la historia más influyente de todos los tiempos y construye una versión ingeniosa y polémica de la vida de Jesús. Todo comienza cuando la virgen María tiene gemelos: Jesús y Cristo. Desde pequeños los hermanos son muy diferentes. Jesús es apasionado y revolucionario, Cristo es calculador y realista. Mientras Jesús detesta las jerarquías y el status quo, Cristo ansía pasar a la Historia y asentar los cimientos de la Iglesia.

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»Y de vez en cuando, para que la gente se olvide un rato de su miseria y dirija su rabia hacia otro objetivo, los dirigentes de dicha iglesia declararán que esa o aquella nación o ese o aquel pueblo es malvado y debe ser destruido, y reunirán poderosos ejércitos y procederán a matar, quemar, saquear y violar, y clavarán su estandarte sobre las ruinas humeantes de la que fue una tierra hermosa y próspera, y declararán que gracias a ello el Reino de Dios ha ganado en grandeza y esplendor.

»Y el sacerdote que desee satisfacer sus apetitos secretos, su avaricia, su lujuria, su crueldad, será como un lobo en un prado de corderos cuyo pastor ha sido maniatado, amordazado y cegado. A nadie se le ocurrirá dudar de la rectitud de lo que ese hombre santo hace en privado; y sus pequeñas víctimas implorarán piedad al cielo, y sus lágrimas mojarán las manos del sacerdote, que se las secará en la túnica y las unirá santurronamente elevando los ojos al cielo, y la gente comentará lo maravilloso que es tener a un hombre tan santo de sacerdote, un hombre que cuida tanto a los niños…

»¿Y dónde estarás tú? ¿Harás que un rayo golpee a esas serpientes blasfemas? ¿Arrancarás a los dirigentes de sus tronos y echarás abajo sus palacios?

»Hacer la pregunta y esperar la respuesta es saber que no habrá respuesta.

»Señor, si pensara que me estás escuchando, ante todo te suplicaría lo siguiente: que toda iglesia fundada en tu nombre se mantenga siempre pobre, modesta y carente de poder; que no ejerza otra autoridad que la del amor. Que no expulse a nadie. Que no posea propiedades ni imponga leyes. Que no condene, que solo perdone. Que no sea como un palacio con paredes de mármol y suelos lustrosos y guardias apostados en la puerta, sino como un árbol de raíces profundas que acoge a todo tipo de aves y bestias, y que da flores en primavera y sombra en el verano abrasador y fruto, y que con el tiempo cede su sólida y buena madera al carpintero; pero que derrama miles y miles de semillas para que nuevos árboles le puedan crecer en su lugar. ¿Acaso el árbol le dice al gorrión: "Largo, este no es tu lugar"? ¿Acaso el árbol dice al hombre hambriento: "Esta fruta no es para ti"? ¿Acaso el árbol pone a prueba la lealtad de las bestias antes de dejarlas reposar bajo su sombra?

»Esto es cuanto puedo hacer ahora, susurrarle al silencio. ¿Cuánto más tiempo me apetecerá hacerlo? Tú no estás ahí. Nunca me has escuchado. Haría mejor en hablarle a un árbol, a un perro, a una lechuza, a un saltamontes. Ellos siempre estarán ahí. Yo estoy con el necio del salmo. Creías que podríamos apañarnos sin ti; no, en realidad te traía sin cuidado que pudiéramos o no apañarnos sin ti. Simplemente te levantaste y te fuiste. Pues lo estamos haciendo, nos estamos apañando. Yo formo parte de este mundo y amo hasta el último grano de arena, la última brizna de hierba, la última gota de sangre que contiene. Da igual que no haya nada más, porque estas cosas bastan para regocijar el corazón y sosegar el espíritu; y sabemos que deleitan al cuerpo. Cuerpo y espíritu… ¿qué diferencia hay? ¿Dónde acaba uno y empieza el otro? ¿No son la misma cosa?

»De vez en cuando nos acordaremos de ti como de un abuelo que fue querido en su momento pero falleció, y contaremos historias sobre ti. Y alimentaremos a los corderos y cosecharemos el maíz y prensaremos el vino, y nos sentaremos bajo un árbol, con el fresco del atardecer, y daremos la bienvenida al forastero y cuidaremos de los niños, y atenderemos a los enfermos y consolaremos a los moribundos, y yaceremos cuando nos llegue la hora, sin angustia, sin miedo, y regresaremos a la tierra.

»Y dejaremos que el silencio hable consigo mismo… Jesús se detuvo. No deseaba decir nada más.

El prendimiento de Jesús

Pero a cierta distancia Juan se estaba incorporando y frotando los ojos. Seguidamente despertó a Pedro con el pie y señaló el valle. Por último se levantó y se acercó corriendo a Jesús, que seguía arrodillado.

– Maestro -dijo-, perdona que te interrumpa, pero hay hombres con antorchas subiendo por el sendero.

Jesús aceptó la mano de Juan para levantarse.

– Podrías huir, maestro. Pedro tiene una espada. Podemos entretenerles, decirles que no te hemos visto.

– No -dijo Jesús-. No quiero enfrentamientos.

Se reunió con los demás discípulos y le dijo a Pedro que se guardara la espada.

Mientras subían por el sendero iluminados por las antorchas, Cristo dijo al capitán de los guardias:

– Le abrazaré, así sabréis quién es.

Cuando llegaron junto a Jesús y los otros tres, Cristo se acercó a su hermano y le besó.

– ¿Tú? -dijo Jesús.

Cristo quiso decir algo, pero los guardias lo apartaron y avanzaron hasta Jesús. Enseguida se perdió entre la multitud de curiosos que, habiendo escuchado rumores sobre lo que iba a suceder, habían ido a mirar.

Al ver a Jesús prendido, la gente se sintió estafada, pues pensó que era un impostor religioso más y que todo lo que había contado era mentira. Le abuchearon y grita¬

ron, y probablemente le habrían linchado allí mismo si los guardias no lo hubieran impedido. Pedro hizo ademán de desenfundar nuevamente su espada, pero Jesús meneó la cabeza.

– ¡Maestro, estamos contigo! -exclamó Pedro-. ¡No te abandonaremos! ¡Te seguiré a donde te Deven!

Los guardias se llevaron a Jesús sendero abajo y Pedro los siguió. Cruzaron la puerta de la ciudad y entraron en la casa del sumo sacerdote. Pedro tuvo que esperar fuera, en el patio, donde se sumó a los guardias y sirvientes congregados ante el brasero que habían encendido para calentarse, pues la noche era fría.

Jesús ante el Consejo

Caifas había reunido en su casa un Consejo urgente de sacerdotes supremos, ancianos y escribas. Se trataba de una medida excepcional, pues la ley judía prohibía que se celebraran consejos de noche, pero las circunstancias lo re-querían. Si querían ocuparse de Jesús, debían hacerlo antes de que comenzara la Pascua.

Jesús fue llevado ante el Consejo y sus miembros procedieron a interrogarle. Algunos sacerdotes que habían perdido en sus debates con él estaban deseando encontrar una razón para entregarlo a los romanos y llamaron a testigos con la esperanza de poder condenarle. Sin embargo, no los habían preparado lo suficientemente bien y algunos se contradecían. Por ejemplo, uno dijo:

– Le oí decir que podía destruir el templo y levantar otro en tres días.

– ¡No! ¡Eso no lo dijo él! -repuso otro-. Lo dijo uno de sus discípulos.

– ¡Pero Jesús no lo negó!

– ¡Lo dijo Jesús! ¡Lo oí con mis propios oídos!

No todos los sacerdotes estaban seguros de que eso fuera razón suficiente para declararlo culpable.

Finalmente, Caifas dijo:

– Jesús, ¿qué tienes que decir al respecto? ¿Cuál es tu respuesta a tales acusaciones? Jesús no contestó.

– ¿Y qué hay de esa otra acusación de blasfemia? ¿Que aseguras ser el hijo de Dios? El Mesías.

– Eso lo dices tú -replicó Jesús.

– Lo dicen tus discípulos -repuso Caifas-. ¿No te consideras de algún modo responsable?

– Les he pedido que no lo digan. Pero aunque lo hubiera dicho, no sería una blasfemia, como bien sabes.

Jesús tenía razón, y Caifas y los sacerdotes lo sabían. Estrictamente hablando, blasfemia era maldecir el nombre de Dios, y Jesús jamás había hecho tal cosa.

– ¿Y qué hay de esa afirmación de que eres el rey de los judíos? Está escrito en todas las paredes. ¿Qué tienes que decir a eso?

Jesús calló.

– El silencio no es una respuesta -dijo Caifas. Jesús sonrió.

– Jesús, estamos haciendo un gran esfuerzo por ser justos contigo -prosiguió el sumo sacerdote-. A nosotros nos parece que has hecho cuanto está en tu mano por generar problemas, no solo con nosotros sino con los romanos. Y corren tiempos difíciles. Tenemos que proteger a nuestro pueblo. ¿Es que no lo entiendes? ¿Es que no te das cuenta del peligro en el que nos estás poniendo a todos?

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