Philip Pullman - El buen Jesús y Cristo el malvado

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El buen Jesús y Cristo el malvado: краткое содержание, описание и аннотация

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Philip Pullman decide revisitar la historia más influyente de todos los tiempos y construye una versión ingeniosa y polémica de la vida de Jesús. Todo comienza cuando la virgen María tiene gemelos: Jesús y Cristo. Desde pequeños los hermanos son muy diferentes. Jesús es apasionado y revolucionario, Cristo es calculador y realista. Mientras Jesús detesta las jerarquías y el status quo, Cristo ansía pasar a la Historia y asentar los cimientos de la Iglesia.

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– Lo estoy, señor.

– En ese caso, volveremos a hablar muy pronto. Ahora cierra los ojos y duerme.

Y Cristo, presa de un cansancio abrumador, se tendió allí mismo, en el suelo. Cuando despertó, había anochecido y sintió que había tenido el sueño más extraño de su vida. Un sueño que, no obstante, había resuelto un misterio, porque ahora sabía que el extraño no era un maestro corriente, ni un miembro del Sanedrín, ni un filósofo griego: no era un ser humano. Solo podía ser un ángel.

Y retuvo la visión del ángel, de sus deslumbrantes ropajes blancos, y decidió dejar que la verdad de esa visión penetrara en la historia de su hermano.

Jesús debate con un legista; el buen samaritano

Cristo permanecía la mayor parte del tiempo alejado de Jesús, pues podía contar con las palabras de su informante. Sabía que su espía era digno de confianza porque a veces verificaba sus informes preguntando a otros qué había dicho Jesús aquí o hecho allá, y los encontraba siempre sumamente precisos.

Así y todo, cuando se enteraba de que Jesús iba a predicar en esta o aquella ciudad, en ocasiones acudía a es-cucharle personalmente, siempre desde el fondo de la concurrencia para pasar desapercibido. En una de esas ocasiones, oyó a un legista interrogar a Jesús. Los hombres de la ley se medían a menudo con él, pero Jesús salía airoso las más de las veces, aunque fuese, en opinión de Cristo, empleando métodos poco ortodoxos. Cuando contaba un relato, introducía elementos extralegales: persuadir a la gente manipulando sus emociones era muy útil a la hora de agenciarse un punto en el debate, pero dejaba la cuestión legal sin resolver.

Esta vez el legista le dijo:

– Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

Cristo escuchó atentamente la respuesta de Jesús.

– ¿No eres legista? Dime entonces qué dice la ley.

– Amarás a Dios, tu Señor, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo.

– Justamente -dijo Jesús-. Conoces bien la ley. Haz como dice y vivirás.

El hombre, después de todo, era legista y quería demostrar que tenía una respuesta para todo, así que dijo:

– Pero dime una cosa: ¿quién es mi prójimo?

Y Jesús relató la siguiente historia:

– Erase un hombre, judío como tú, que iba de Jerusalén a Jericó. Por el camino fue asaltado por una banda de ladrones que le quitaron todo lo que tenía, lo apalearon y lo dejaron junto al camino medio muerto.

»Aunque peligroso, se trata de un camino concurrido, y al rato pasó por él un sacerdote. Al ver al hombre cubierto de sangre tirado en el suelo, decidió mirar hacia otro lado y seguir su viaje. Más tarde se acercó un levita, y también él decidió no implicarse; pasó de largo todo lo deprisa que pudo.

»E1 siguiente en pasar por allí fue un samaritano. Al ver al hombre herido se detuvo para ayudarle. Vertió vino en las heridas para desinfectarlas y aceite para calmarlas. Hecho esto, cargó al hombre sobre su asno y lo llevó a una posada. Entregó dinero al posadero para que lo atendiera y dijo: "Si necesitas gastar más de lo que te he dado, anótalo y te lo devolveré la próxima vez que pase por aquí".

»Así pues, aquí tienes una pregunta como respuesta a tu pregunta: ¿cuál de esos tres hombres, el sacerdote, el levita y el samaritano, fue un prójimo para el hombre que fue asaltado en el camino ajericé?

El legista solo pudo responder:

– El hombre que le ayudó.

– Es cuanto necesitas saber -dijo Jesús-. Ve y haz tú lo mismo.

Cristo sabía, mientras escribía, que, por injusto que fuera, la gente recordaría ese relato mucho más tiempo que una definición legal.

María y Marta

Un día, Jesús y algunos de sus discípulos fueron invitados a comer por dos hermanas llamadas María y Marta. El informante explicó a Cristo lo que sucedió esa noche. María estaba sentada entre los comensales, oyendo hablar a Jesús, mientras Marta preparaba el ágape.

En un momento dado Marta entró para reprender a María.

– ¡Has dejado quemar el pan! ¡Mira! Te pedí que lo vigilaras y lo has olvidado por completo. ¿Cómo esperas que haga tres o cuatro cosas a la vez?

María replicó:

– El pan no es tan importante como esto. Estoy escuchando las palabras del maestro. Solo ha venido por esta noche, en cambio el pan siempre está ahí.

– Maestro, ¿qué opinas? -dijo Marta-. ¿No debería ayudarme si así se lo he pedido? Esta noche somos muchos. No puedo hacerlo todo yo sola.

Jesús dijo:

– María, podrás escuchar de nuevo mis palabras porque aquí hay personas que las recordarán. Pero si quemas el pan, nadie podrá comerlo. Ve y ayuda a tu hermana.

Cuando Cristo escuchó ese relato, supo que era otro de esos discursos de Jesús que serían mejor como verdad que como historia.

Cristo y la prostituta

La pocas ocasiones en que Cristo se acercaba a Jesús, procuraba evitar el contacto con él, pero a veces alguien le preguntaba quién era, qué hacía allí, si era discípulo de Jesús, etcétera. Lograba salir airoso de tales interrogatorios adoptando una actitud cortés y discreta. En realidad llamaba poco la atención y apenas hablaba con nadie, pero, siendo hombre, a veces echaba en falta un poco de compañía.

En una ocasión, en una ciudad que Jesús visitaba por primera vez y donde sus discípulos eran poco conocidos, Cristo entabló conversación con una mujer. Era una de esas prostitutas bien recibidas por Jesús, pero la mujer no había ido a cenar con ellos. Cuando vio solo a Cristo, dijo:

– ¿Te gustaría venir a mi casa?

Sabiendo la clase de mujer que era, y tras comprobar que nadie los veía, Cristo aceptó la invitación.

La siguió hasta el interior de su casa y aguardó a que ella entrara en la habitación trasera para asegurarse de que sus hijos dormían.

Cuando la mujer levantó el quinqué y le miró, exclamó sobresaltada:

– ¡Perdóname, maestro! La calle estaba oscura y no pude verte la cara.

– No soy Jesús -repuso Cristo-. Soy su hermano.

– Te pareces mucho a él. ¿Has venido a comerciar conmigo?

Cristo no fue capaz de responder, pero la mujer comprendió y le invitó a yacer en la cama con ella. El asunto terminó deprisa, y después Cristo sintió la necesidad de explicar por qué había aceptado su invitación.

– Mi hermano sostiene que los pecadores serán perdonados más fácilmente que los rectos -dijo-. Yo no he pecado mucho, puede que no haya pecado lo suficiente para obtener el perdón de Dios.

– Entonces, ¿viniste a mí no porque te tenté, sino por devoción? Si todos los hombres fueran como tú, no ganaría mucho.

– Naturalmente que me tentaste, de lo contrario no habría sido capaz de yacer contigo.

– ¿Se lo contarás a tu hermano?

– No hablo mucho con él. Nunca me escucha.

– Pareces resentido.

– No estoy resentido. Amo a mi hermano. Tiene una gran misión entre manos y desearía poder ayudarle más de lo que lo hago. Si estoy alicaído tal vez se deba a que me doy cuenta de que no puedo ser como él.

– ¿Quieres ser como él?

– Más que nada en el mundo. El actúa con pasión y yo actúo con una mente calculadora. Tengo una visión más amplia, puedo ver las consecuencias de las cosas que él hace sin pensarlas dos veces. Pero él actúa con todo su ser en cada momento, y yo siempre me estoy conteniendo, ya sea por cautela, por prudencia, o porque quiero observar y anotar en lugar de participar.

– Si abandonaras esa cautela podrías dejarte llevar por la pasión, como hace él.

– No -repuso Cristo-. Hay quienes viven de acuerdo con las normas, aferrándose a su rectitud, porque temen ser arrastrados por un torbellino de pasión, y hay quienes se aferran a las normas porque temen que en ellos no haya pasión alguna y que si se dejan llevar, se queden simplemente donde están, ridículos e impasibles, lo cual sería aún más difícil de soportar. Llevar una vida de férreo control les permite hacer como que solo mediante un enorme esfuerzo de voluntad son capaces de mantener las grandes pasiones a raya. Yo estoy entre los segundos. Lo sé, y no puedo hacer nada al respecto.

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