Cristo hablaba con entusiasmo, pues sabía que eso le daría la oportunidad de expiar su incapacidad para curar a la mujer del cáncer. Si a alguien le había faltado fe era a él, no a la mujer; le había hablado severamente y todavía se avergonzaba de ello.
– Eres devoto de tu hermano -dijo el extraño.
– Sí. Todo lo que hago lo hago por él, aunque él no lo sepa. He estado moldeando la historia para magnificar su nombre.
– No olvides lo que te dije la primera vez que hablamos: tu nombre brillará tanto como el suyo.
– No pienso en eso.
– No, pero quizá te reconforte saber que otros sí piensan en ello y están trabajando para asegurarse de que así sea.
– ¿Otros? ¿Hay otros aparte de ti, señor?
– Una legión. Y así será, no temas por eso. Pero, antes de irme, deja que te pregunte de nuevo: ¿entiendes que quizá sea necesario que un hombre muera para que muchos otros puedan vivir?
– No, no lo entiendo pero lo acepto. Si es la voluntad de Dios, lo acepto aunque me sea imposible entenderlo. El relato no explica si Abraham e Isaac entendían lo que debían hacer, pero no dudaron en hacerlo.
– Recuerda tus palabras -dijo el ángel-. Hablaremos de nuevo en Jerusalén.
Besó a Cristo en la frente antes de marcharse con los pergaminos.
Jesús entra en Jerusalén sobre un borrico
Al día siguiente, Jesús y sus discípulos continuaron viaje hacia Jerusalén. Había corrido la noticia de la llegada de Jesús y a lo largo del trayecto mucha gente salía a darle la bienvenida, tal era ya su fama. Como es lógico, los sacer-dotes y los escribas llevaban tiempo siguiéndole la pista y no sabían cómo responder. Se hallaban ante un difícil dilema: ¿debían respaldar a Jesús y confiar en participar de su popularidad pese a desconocer sus planes? ¿O debían condenarle y correr el riesgo de ofender a la numerosa multitud que le apoyaba?
Decidieron vigilarle de cerca y ponerle a prueba cada vez que se les presentara la oportunidad.
Jesús y sus discípulos habían llegado a Betfagé, una aldea próxima a un lugar llamado Monte de los Olivos, cuando les ordenó parar para descansar. Envió a dos discípulos a buscar un animal sobre el que viajar, pues se sentía cansado. Solo encontraron un borrico, y cuando el dueño oyó para quién era, se negó a recibir pago alguno.
Los discípulos extendieron sus capas sobre el borrico y Jesús entró en Jerusalén a lomos del animal. Las calles estaban abarrotadas de curiosos y de gente ansiosa por darle la bienvenida. Cristo se encontraba en medio del gentío, observándolo todo, y advirtió que una o dos personas habían cortado palmas para enarbolarlas. Ya estaba componiendo la narración de la escena en su mente. Pese al clamor, Jesús mantenía la calma y escuchaba todas las preguntas que la gente le hacía sin responder ninguna:
– ¿Piensas predicar aquí, maestro?
– ¿Piensas sanar?
– ¿Qué vas a hacer, Señor?
– ¿Irás al templo?
– ¿Has venido para hablar a los sacerdotes?
– ¿Vas a enfrentarte a los romanos?
– Maestro, ¿puedes curar a mi hijo?
Los discípulos le despejaron el camino hasta la casa donde Jesús debía alojarse y finalmente la multitud se dispersó.
Los sacerdotes ponen a prueba a Jesús
Los sacerdotes, sin embargo, estaban decididos a ponerle a prueba, y la oportunidad no tardó en presentarse. Lo intentaron tres veces, y las tres veces Jesús los dejó sin respuesta.
La primera prueba tuvo lugar cuando le dijeron: -Predicas, sanas y ahuyentas los malos espíritus. ¿Con qué autoridad, si puede saberse? ¿Quién te dio permiso para ir por ahí excitando de ese modo los ánimos de la gente?
– Os lo diré -respondió Jesús- si vosotros contestáis esta pregunta: ¿la autoridad de Juan para bautizar pro-venía del cielo o de la tierra?
Lo sacerdotes, no sabiendo qué contestar, retrocedieron unos pasos para debatir.
– Si decimos que provenía del cielo -razonaron-, responderá: «Entonces, ¿por qué no creísteis en él?». Y si decimos que de la tierra, enojaremos a la multitud. Juan es para ellos un gran profeta.
De modo que no tuvieron más remedio que responder:
– Nos cuesta decidirlo. No podemos contestarte.
– En ese caso -dijo Jesús-, tendréis que aceptar que tampoco yo os conteste.
La siguiente prueba tenía que ver con el perenne problema de los impuestos.
– Maestro -dijeron-, todos podemos ver que eres un hombre honesto. Nadie duda de tu sinceridad e imparcialidad. No favoreces ni intentas congraciarte con nadie. Por eso estamos seguros de que nos darás una respuesta sincera a la pregunta: ¿es legal pagar impuestos?
Querían decir legal en relación con la ley de Moisés. Con esta pregunta los sacerdotes esperaban que dijera algo que le generara problemas con los romanos.
Pero Jesús dijo:
– Mostradme una de esas monedas con las que pagáis vuestros impuestos.
Alguien le tendió una moneda. Jesús la miró y dijo:
– Tiene una imagen. ¿De quién es esta imagen? ¿Qué nombre pone debajo?
– Es de César, naturalmente -dijeron.
– Pues ahí tenéis vuestra respuesta. Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.
La tercera vez que intentaron ponerle en un aprieto fue acerca de una ofensa capital. Los escribas y fariseos estaban estudiando el caso de una mujer a la que habían descubierto cometiendo adulterio. Pensaban que podrían obligar a Jesús a exigir la lapidación, el castigo autorizado por su ley, y que eso le causaría problemas.
Lo encontraron cerca del muro del templo. Los fariseos y escribas llevaron a la mujer ante Jesús y dijeron:
– Maestro, esta mujer es adúltera. ¡Fue sorprendida en flagrante adulterio! Moisés ordena que estas mujeres mueran lapidadas. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos lapidarla?
Jesús estaba sentado en una roca, inclinado hacia delante, escribiendo con un dedo en el polvo. No les prestó atención.
– Maestro, ¿qué debemos hacer? -insistieron-. ¿Debemos lapidarla como ordena Moisés?
Jesús no respondió y siguió escribiendo en el suelo.
– ¡No sabemos qué hacer! -continuaron-. Aconséjanos. Estamos seguros de que puedes encontrar una so-lución. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos lapidarla?
Jesús levantó la vista y se sacudió el polvo de las manos.
– El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra -respondió.
Dicho esto, se inclinó y siguió escribiendo.
Uno a uno, escribas y fariseos se marcharon farfullando para sí, y Jesús se quedó a solas con la mujer.
Finalmente se puso en pie y preguntó:
– ¿Adonde han ido? ¿Al final nadie te ha condenado?
– Nadie, señor.
– En ese caso, puedes irte -dijo-. Yo no voy a condenarte, pero no vuelvas a pecar.
Cristo oyó esto de boca de su informante. En cuanto hubo terminado, corrió al lugar de los hechos para ver qué había escrito Jesús en el polvo. El viento había borrado las palabras y nada podía leerse ya, pero cerca de allí alguien había escrito en el muro del templo, con barro, las palabras JESÚS REY. El barro se había secado con el sol, y Cristo se apresuró a borrarlas por miedo que metieran a su hermano en problemas.
Jesús se enfada con los fariseos
Poco después de eso algo provocó que Jesús volcara su ira sobre los fariseos. Llevaba tiempo observando cómo se comportaban, cómo trataban a la gente humilde, cómo se daban aires de grandeza. Alguien le preguntó si la gente debía actuar como los fariseos y Jesús respondió:
– Ellos enseñan con la autoridad de Moisés, ¿no es cierto? ¿Y sabéis qué dice la ley de Moisés? Escuchad lo que los escribas y los fariseos dicen, y si concuerda con la ley de Moisés, obedeced. Pero haced lo que ellos dicen, no lo que ellos hacen.
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