– ¿Cuándo volverás? -preguntó Cristo. -Cuando se me necesite, y entonces hablaremos de tu hermano.
El extraño desapareció rápidamente en la oscuridad de la ladera. Cristo se quedó un buen rato sentado, a merced del frío viento, cavilando sobre lo que el extraño le había dicho. Las palabras «quienes sabemos» le parecían lo más emocionante que había oído en su vida. Y empezó a dudar de que su sospecha de que el extraño pertenecía al Sanedrín fuera acertada; no podía decirse que lo hubiese negado, pero parecía poseer unos conocimientos y un punto de vista muy diferentes de los abogados o rabinos a quienes Cristo había escuchado.
De hecho, ahora que lo pensaba, el extraño era muy diferente de las personas que Cristo había conocido en su vida. Las cosas que decía diferían tanto de lo que Cristo había leído en la Tora o escuchado en la sinagoga, que empezó a preguntarse si era siquiera judío. Hablaba perfectamente el arameo, pero era mucho más probable, dadas las circunstancias, que fuera un gentil, quizá un filósofo griego de Atenas o Alejandría.
Cristo regresó esa noche a su cama celebrando modestamente su presciencia; ¿acaso no había hablado a Jesús, en el desierto, de la necesidad de incluir a los gentiles en la gran organización que encarnaría el Reino de Dios?
En torno a esa época, el rey Herodes comenzó a oír rumores sobre el hombre que se paseaba por la provincia sanando a enfermos y profetizando. Lo invadía una gran inquietud, pues algunos decían que Juan el Bautista había resucitado de entre los muertos. Herodes sabía perfectamente que Juan estaba muerto; ¿no había ordenado él su ejecución y ofrecido a Salomé su cabeza en una bandeja? Pero habían empezado a correr otros rumores: que este nuevo predicador era el mismísimo Elías, que había regresado a Israel después de varios siglos de ausencia, o que era ese o aquel profeta que había vuelto para castigar a los judíos y predecir una catástrofe.
Herodes, naturalmente, estaba muy preocupado por todo eso, y dejó correr la voz de que le gustaría ver al predicador en persona. No vio cumplido su deseo de conocer a Jesús, pero Cristo anotó esta anécdota como una prueba de la fama que estaba adquiriendo su hermano.
A juzgar por lo que le contaba su informante, era evidente que a Jesús no le hacía gracia esta fama. En una ocasión, en la región de las Decápolis, curó a un sordo que tenía un defecto en el habla y ordenó a sus amigos que no hablaran de lo sucedido con nadie, pero estos fueron y se lo contaron a todos sus conocidos. En otra ocasión, en Betseda, tras devolverle la vista a un ciego, Jesús le dijo que se fuera directamente a casa, sin pasar por el pueblo, pero también ese acontecimiento acabó por saberse. Hubo otra ocasión en que Jesús estaba paseando en Cesárea de Filipo con sus discípulos y hablando de los muchos seguidores que estaba atrayendo.
– ¿Quién dice la gente que soy? -preguntó Jesús. -Algunos dicen que Elías -respondió un discípulo. Otro dijo:
– Creen que eres Juan el Bautista resucitado.
– Mencionan toda clase de nombres, sobre todo nombres de profetas -añadió un tercero-. Por ejemplo, Jeremías.
– Y vosotros, ¿quién decís que soy? -preguntó Jesús. -El Mesías -respondió Pedro.
– ¿Y realmente lo creéis? -dijo Jesús-. Pues será mejor que refrenéis vuestra lengua. No quiero oír esa clase de comentarios, ¿entendido?
Cuando Cristo se enteró, no supo muy bien cómo redactarlo para el extraño griego. Estaba desconcertado. Anotó las palabras del discípulo, pero al rato las borró y trató de formularlas de una manera que se ajustara más a lo que el extraño había dicho sobre la verdad y la historia; pero eso lo confundió aún más, y al final tuvo la sensación de que su ingenio había dejado de funcionarle.
Finalmente se tranquilizó y escribió lo que el discípulo le había contado, hasta el momento en que hablaba Pedro. Entonces se le encendió una luz y escribió algo nuevo. Consciente de la elevada opinión que Jesús tenía de Pedro, escribió que Jesús le había elogiado por haber visto algo que solo su Padre celestial podía haber revelado y, haciendo un juego de palabras con el nombre de Pedro, declaró que él sería la piedra sobre la que edificaría su iglesia. Tan firmes serían los cimientos de dicha iglesia que las puertas del infierno no prevalecerían sobre ella. Por último, Cristo escribió que Jesús había prometido a Pedro que le entregaría las llaves del cielo.
En cuanto hubo anotado esas palabras empezó a temblar. Se preguntó si no constituía una osadía poner en boca de Jesús la idea que él le había expuesto en el desierto sobre la necesidad de una organización que encarnara el Reino en la tierra. Jesús había rechazado esa idea. Cristo recordó entonces lo que el extraño le había dicho: que al escribir de ese modo permitía que la verdad que estaba fuera del tiempo penetrara en la historia y, de ese modo, convertía la historia en sierva de la posteridad y no en su patrona. Eso lo animó.
Jesús seguía con su misión, hablando, predicando e ilustrando sus enseñanzas con parábolas, y Cristo anotaba gran parte de lo que decía, dejando que la verdad fuera del tiempo guiara su estilete siempre que podía. Había enseñanzas de Jesús, no obstante, que no podía omitir ni alterar debido al revuelo que causaban entre los discípulos y las gentes que acudían a escucharle. Todo el mundo sabía lo que había dicho y eran muchas las personas que comentaban sus palabras. Si las obviara, la gente lo notaría.
Muchas de esas enseñanzas guardaban relación con los niños y la familia, y algunas herían a Cristo en lo más hondo. Un día, camino de Cafarnaún, los discípulos se pusieron a discutir. Jesús podía oír sus elevadas voces, pero caminaba algo apartado y no alcanzaba a entender lo que decían.
Cuando entraron en la casa donde debían hospedarse, les preguntó:
– ¿Sobre qué discutíais en el camino?
Avergonzados, los discípulos guardaron silencio. Finalmente, uno de ellos dijo:
– Discutíamos sobre quién de nosotros es el más importante, maestro.
– ¿En serio? Acercaos.
Se colocaron delante de él. En la casa había un niño. Jesús lo cogió en brazos y lo mostró a los discípulos.
– Aquel que desee ser el primero -dijo- deberá ser el último de todos y sirviente de todos. Si no cambiáis y os convertís en niños, nunca entraréis en el Reino de los cielos. El que se vuelva humilde como este niño será el más importante en el cielo. Y el que recibe a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí.
En una ocasión que Jesús se detuvo a descansar, la gente acudió con sus hijos pequeños para que los bendijera.
– ¡Ahora no! -dijeron los discípulos-. ¡Marchaos! El maestro está descansando. Al oír eso, Jesús se indignó.
– No habléis de ese modo a estas buenas gentes -dijo-. Dejad que los niños se acerquen a mí. ¿De quién creéis sino que es el Reino de Dios? A ellos les pertenece.
Los discípulos se hicieron a un lado y los padres llevaron a sus pequeños ante Jesús, que los bendijo, abrazó y besó.
Dirigiéndose tanto a sus discípulos como a los padres, dijo:
– Si no sois como niños, nunca entraréis en el Reino. Así pues, mucho cuidado. Aquel que impide a un niño acercarse a mí, deseará que le cuelguen una muela del cuello y le arrojen a las profundidades del mar.
Cristo anotó esas palabras, admirando el poder de las imágenes pero lamentando la idea que respaldaban, pues si era cierto que solo los niños podían entrar en el Reino, ¿qué valor tenían entonces cualidades adultas como la responsabilidad, la reflexión y la prudencia? Seguro que el Reino también necesitaría esas cosas.
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