Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Al final de cada clase me presentó a la profesora. Una de ellas me preguntó:

– ¿Vives en la misma okiya que Calabaza?

– Sí, profesora -contesté-, la okiya Nitta -pues Nitta era el apellido de la Abuela, Mamita y la Tía.

– Eso significa que vives con Hatsumono-san.

– Sí, profesora. Hatsumono es la única geisha de nuestra okiya en estos momentos.

– Haré todo lo posible por enseñarte a cantar -dijo-, ¡ siempre que logres sobrevivir, claro!

Y luego se echó a reír como si hubiera contando un buen chiste y nos dijo que nos fuéramos.

Capítulo cinco

Aquella misma tarde Hatsumono me llevó al Registro de Gion. Yo esperaba algo inmenso, pero resultó que no consistía más que en unas cuantas habitaciones con tatamis oscuros, situadas en el segundo piso del edificio de la escuela, y llenas de mesas y libros de contabilidad y con un olor terrible a tabaco. Un oficinista levantó la vista de la mesa para mirarnos a través de una cortina de humo, y nos indicó con la cabeza que pasáramos a la habitación que había a su espalda. Allí, en una mesa llena de papeles, estaba el hombre más grande que yo había visto en mi vida. Entonces todavía no lo sabía, pero aquel hombre había sido un luchador de sumo; y realmente, si hubiera salido y se hubiera dejado caer con todo su peso contra uno de los lados del edificio, todas aquellas mesas se hubieran caído de la tarima de tatami al suelo. No había sido un luchador lo bastante bueno para tener un nombre al jubilarse, como lo hacen algunos; pero le gustaba que le siguieran llamando por el nombre que utilizaba en sus días de luchador, que era Awajiumi. A algunas geishas les hacía gracia llamarle por el diminutivo Awaji.

No bien entramos, Hatsumono desplegó todo su encanto. Era la primera vez que la veía hacerlo. Le llamó: «Awaji-san». Pero por su forma de pronunciarlo, no me habría sorprendido que se hubiera quedado sin aliento a media palabra, porque sonó así: «Awaajii-saaannnnnn».

Parecía que lo estaba regañando. El dejó la pluma sobre la mesa al oír la voz de Hatsumono, y sus dos inmensas mejillas se movieron hasta las orejas, lo cual era su forma de sonreír.

– Mmm… Hatsumono-san -dijo-, ¡no sé qué voy a hacer como sigas poniéndote más guapa!

Cuando hablaba sonaba como un grave susurro, porque muchos luchadores de sumo se destrozan las cuerdas bucales, al aplastarse el cuello como lo hacen.

Podía tener el tamaño de un hipopótamo, pero Awajiumi era muy elegante en el vestir. Llevaba un kimono con pantalones de raya fina. Su trabajo consistía en garantizar que todo el dinero que pasaba por Gion iba adonde se suponía que debía de ir; y un chorrito de ese río de dinero desembocaba directamente en su bolsillo. Esto no quiere decir que estuviera robando, sino que era simplemente como funcionaba el sistema. Dado que Awajiumi tenía un trabajo tan importante, a todas las geishas les interesaba tenerlo contento. Por eso tenía fama de pasar más tiempo sin sus elegantes ropas encima que con ellas.

Charlaron durante un buen rato y finalmente Hatsumono le dijo que había ido a registrarme para la escuela. Awajiumi todavía no me había mirado realmente, pero entonces volvió su enorme cabeza. Un momento después, se levantó y subió uno de los estores de papel para que entrara más luz.

– ¡Pero bueno! Creí que mi vista me engañaba -dijo-. Deberías haberme dicho antes que venías con una niña tan bonita. ¡Qué ojazos! Son del color de los espejos.

– ¿De los espejos? -dijo Hatsumono-. Los espejos no tienen color Awaji-san.

– Claro que lo tienen. Son grises. Cuando tú te miras al espejo, sólo te ves a ti; pero yo sé reconocer un lindo color cuando lo veo.

– ¿Ah, sí? Pues a mí no me parece tan lindo. Una vez vi a un ahogado que habían sacado del río, y tenía la lengua exactamente del mismo color que los ojos de ésta.

– Tal vez eres demasiado bonita para ver la belleza en otra parte -dijo Awajiumi, abriendo un libro de cuentas y tomando la pluma-. Pero vamos a registrar a la muchacha. Vamos a ver… Chiyo, ¿no? Dime tu nombre completo, Chiyo, y tu lugar de nacimiento.

En cuanto oí estas palabras, me imaginé a Satsu mirando a Awajiumi, confusa y asustada. Probablemente había estado en esta misma habitación en un momento u otro; si yo tenía que registrarme, ella también tendría que haberlo hecho.

– Mi apellido es Sakamoto -dije-. Nací en Yoroido. Tal vez ya haya oído alguna vez el nombre de este pueblo, por mi hermana mayor, Satsu.

Creí que Hatsumono se pondría furiosa conmigo; pero para mi sorpresa, hasta pareció encantarle mi pregunta.

– Si es mayor que tú, ya tendría que estar registrada -dijo Awajiumi-. Pero no me suena. No creo que esté en Gion.

Entonces cobró sentido la sonrisa de Hatsumono; sabía de antemano lo que iba a decir Awajiumi. Si tenía alguna duda acerca de si había hablado realmente con mi hermana, como ella afirmaba, dejé de tenerla. Había en Kioto otros barrios de geishas, pero no los conocía. Satsu debía de estar en alguno de ellos, y yo estaba decidida a encontrarla.

Cuando volví a la okiya, la Tía me esperaba para llevarme a los baños que había un poco más abajo en nuestra misma calle. Ya había estado allí, pero con las criadas mayores, que normalmente me daban una toallita y un trozo de jabón y luego se agachaban en el suelo de azulejos a lavarse ellas, mientras yo hacía lo mismo. La Tía fue mucho más amable, y se arrodilló a mi lado para frotarme bien la espalda. Me sorprendió que no tenía pudor alguno, y dejaba que le colgaran los pechos como si fueran dos botellas. Incluso me dio varias veces con uno sin querer.

Después de esto volvimos a la okiya y me vistió con el primer kimono de seda que he llevado en mi vida; era un kimono azul fuerte con un estampado de hojas de hierba alrededor del bajo y flores amarillas en las mangas y el cuerpo. Luego me condujo al cuarto de Hatsumono. Antes de entrar me advirtió que no distrajera a Hatsumono bajo ningún concepto ni hiciera nada que pudiera enfadarla. Entonces no entendí por qué me decía todo aquello, pero ahora sé perfectamente bien por qué le preocupaba tanto. Pues cuando una geisha se despierta por la mañana es una mujer como cualquier otra. Puede que tenga el cutis grasiento tras las horas de sueño y que le huela mal el aliento. Cierto es que puede llevar un peinado asombroso, pero en cualquier otro respecto es una mujer como todas, y no es una geisha. Sólo cuando se sienta ante el tocador para maquillarse se convierte en geisha. Y no me refiero a que esto suceda cuando empieza a parecerse físicamente a una geisha, sino a cuando empieza a pensar como una geisha.

En la habitación, me dijeron que me sentara como a un brazo de distancia de Hatsumono, justo detrás de ella, en donde pudiera verle la cara reflejada en el pequeño espejo de su tocador. Estaba de rodillas sobre un cojín y llevaba una bata de algodón sobre los hombros; tenía en la mano como media docena de brochas y pinceles de maquillaje de varias formas y tamaños. Algunos eran tan anchos como abanicos, mientras que otros eran estrechos como palillos, sólo con una punta de suave pelo en el extremo. Por fin se volvió y me los enseñó.

– Estos son mis pinceles -dijo-. ¿Y te acuerdas de esto? -sacó del cajón del tocador un tarro con maquillaje blanco y lo agitó en el aire para que yo lo viera-. Éste es el maquillaje que te dije que no tocaras.

– Y no lo he tocado -dije. Olisqueó el tarro cerrado varias veces y dijo:

– No, creo que no lo has tocado -dejó el maquillaje en el tocador y agarró tres barras de pigmento, que me alargó en la palma de la mano para que las viera.

– Estas sirven para las sombras. Puedes mirarlas.

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