Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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El interior de la escuela me pareció tan viejo y polvoriento como una casa abandonada. Al fondo de un largo vestíbulo había un grupo de cinco o seis chicas. Sentí un sobresalto de alegría cuando las vi, porque pensé que una podría ser Satsu; pero cuando se volvieron a mirarnos me llevé una desilusión. Todas llevaban el mismo peinado -el wareshinobu de las jóvenes aprendices de geisha-, y me pareció que sabían más de Gion de lo que Calabaza o yo llegaríamos a saber nunca.

A mitad de camino del vestíbulo entramos en una espaciosa aula amueblada en el estilo tradicional japonés. A lo largo de la pared había un gran tablón con unos ganchos de los que colgaban unas plaquitas de madera; en cada plaquita había escrito un nombre, con unos gruesos trazos negros. Yo apenas leía y escribía; en Yoroido había ido a la escuela por las mañanas, y desde que llegué a Kioto, la Tía me había dado una hora de clase todas las tardes, pero no podía leer la mayoría de los nombres. Calabaza se acercó al tablón y tomando de una caja que había sobre la estera una placa que tenía su propio nombre, la colgó en el primer gancho libre. El tablón clavado en la pared era una especie de hoja de firmas.

Después de esto, fuimos por otras aulas a firmar del mismo modo para el resto de las clases de Calabaza. Iba a tener cuatro clases aquella mañana - shamisen, danza, ceremonia del té y un tipo de canto que nosotras llamamos nagauta -. Calabaza estaba tan preocupada por ser la última en todas las clases que, cuando salíamos de nuevo para ir a desayunar a la okiya, empezó a retorcer el shas de su vestido, muy nerviosa. Pero justo en el momento en que nos estábamos calzando, otra chica de nuestra edad atravesaba el jardín corriendo a todo correr, con todo el pelo alborotado. Después de verla, Calabaza pareció calmarse un poco.

Nos tomamos el cuenco de sopa y volvimos a la escuela lo más rápido que pudimos, para que a Calabaza le diera tiempo de montar su shamisen, arrodillada al fondo de la clase. Quien no haya visto nunca un shamisen puede pensar que es un instrumento muy raro. Algunos lo llaman laúd japonés, pero en realidad es mucho más pequeño que una guitarra y tiene un fino mástil de madera con tres grandes clavijas en el extremo. La caja de madera es muy pequeña y lleva una piel de gato muy tensa por encima, como si fuera un tambor. Todo el instrumento se puede desmontar y guardar en una bolsa o en una caja, que es como se transporta. En cualquier caso, Calabaza montó su shamisen y, sacando la lengua, empezó a afinarlo; pero tenía un oído pésimo, y las notas subían y bajaban como una barca entre las olas, sin llegar a quedarse donde debían. La clase no tardó en llenarse con otras niñas, todas con el shamisen en la mano, que se colocaron ordenadamente espaciadas, como una caja de bombones. Yo no quitaba la vista de la puerta, esperando que entrara Satsu; pero no sucedió así.

Un momento después entró la profesora. Era una mujer de edad, pequeñita y con voz de pito. Se llamaba Profesora Mizumi, y así nos dirigíamos a ella. Pero el nombre Mizumi suena muy parecido a nezumi, que en japonés significa ratón; así que a sus espaldas la llamábamos Señorita Ratón.

La Señorita Ratón se arrodilló en un cojín mirando a la clase y no hizo esfuerzo alguno por parecer simpática. Cuando las alumnas le dieron los buenos días al tiempo que todas al unísono le hacían una reverencia, ella se limitó a mirarlas fijamente sin decir palabra. Finalmente, miró al tablón de la pared y dijo en voz alta el nombre de la primera alumna.

Esta parecía una chica muy segura de sí misma. Avanzó como deslizándose hasta el frente, hizo una reverencia a la profesora y empezó a tocar. Pasados uno o dos minutos, la Señorita Ratón le mandó parar y le espetó toda suerte de cosas desagradables sobre su forma de tocar; luego cerró el abanico de un golpe y lo agitó en el aire en dirección a la chica indicándole que se retirara. La chica le dio las gracias, hizo otra reverencia y volvió a su sitio. Y la Señorita Ratón llamó a la siguiente.

Esto se prolongó durante más de una hora, hasta que oí llamar a Calabaza. Me di cuenta de que estaba muy nerviosa, y, en realidad, cuando empezó a tocar, no dio una a derechas. Primero la Señorita Ratón la hizo detenerse y le quitó el instrumento para volver a afinarlo ella. Entonces Calabaza volvió a intentarlo, pero el resto de las chicas empezaron a mirarse unas a otras, porque ninguna era capaz de distinguir qué pieza estaba tocando. La Señorita Ratón dio un fuerte golpe en la mesa y les dijo que miraran al frente; luego utilizó el abanico cerrado para marcarle el ritmo a Calabaza. Pero esto tampoco pareció ayudarle, de modo que finalmente la Señorita Ratón se puso a corregirle la forma de agarrar la púa. Casi le rompe los dedos, o eso me pareció a mí, intentando que la agarrara correctamente. Pero acabó por desistir también de esto y, ya harta, dejó caer la púa sobre la estera. Calabaza la recogió y regresó a su sitio con lágrimas en los ojos.

Entonces supe por qué se preocupaba tanto Calabaza de no ser la última. Pues la chica de pelo alborotado, que entró corriendo en la escuela cuando nosotras nos íbamos a desayunar, avanzó ahora hasta el frente e hizo una reverencia.

– No malgastes tu tiempo intentando ser educada conmigo -le dijo la Señorita Ratón con su voz chirriante-. Si no te hubieras quedado dormida esta mañana, habrías llegado a tiempo de aprender algo.

La chica pidió perdón y empezó a tocar, pero la profesora no le prestó atención. Y se limitó a decir:

– Si te quedas dormida por la mañana, ¿cómo vas a esperar que te enseñe nada? Primero tendrás que tomarte la molestia de llegar a tiempo, como el resto de las chicas. Vuelve a tu sitio. No me voy a preocupar por ti.

La profesora dio la lección por terminada, y Calabaza me condujo al frente del aula, donde hicimos una reverencia a la Señorita Ratón.

– Le ruego me permita presentarle a Chiyo, profesora -dijo Calabaza-, y le suplico que sea indulgente con ella, pues es una chica con muy poco talento.

Calabaza no pretendía insultarme; sencillamente ésa era la forma en que se hablaba antes, cuando uno quería ser educado. Mi madre lo habría dicho igual. La Señorita Ratón se quedó un buen rato callada, mirándome, y luego me dijo:

– Pareces una chica lista. Basta con mirarte. Tal vez puedas ayudar a tu hermana mayor con sus lecciones.

Se refería, claro está, a Calabaza.

– Pon tu nombre en el tablón lo más temprano que puedas todas las mañanas -me dijo-. Guarda silencio en las clases. No tolero que se diga una palabra. Y has de mirar siempre al frente. Si haces todas estas cosas, te enseñaré lo mejor que pueda.

Y tras esto, nos dijo que nos retiráramos.

En los pasillos, entre una clase y otra, mantenía los ojos bien abiertos buscando a Satsu, pero no la encontré. Empecé a preocuparme de que tal vez no volvería a verla, y me puse tan triste que una de las profesoras, justo antes de empezar su clase, mandó callar a todo el mundo y me dijo:

– ¡Eh, tú!, ¿qué te pasa?

– ¡Oh, nada, nada, profesora! Sólo que me he mordido el labio sin darme cuenta -le contesté yo. Y para demostrarlo, y en beneficio de las chicas que me observaban, me di tal mordisco que me hice sangre.

Fue un alivio para mí comprobar que el resto de las clases de Calabaza no eran tan penosas de ver como la primera. En la clase de danza, por ejemplo, las alumnas practicaban los pasos al unísono, con lo que no sobresalía ninguna. Calabaza no era la que peor lo hacía en absoluto, e incluso se movía con cierta gracia. La clase de canto, ya casi a última hora de la mañana, resultó más difícil dado su mal oído; pero aquí también todas las alumnas practicaban juntas, y Calabaza podía ocultar sus faltas, abriendo la boca mucho, como si cantara, pero sin hacerlo o haciéndolo muy bajito.

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